Uwe Schomburg - El código de Babilonia

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El código de Babilonia: краткое содержание, описание и аннотация

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El mayor sueño de la Humanidad está a punto de ser desvelado. Las tablillas halladas en las ruinas de la antigua Babiloniacontienen símbolos cuneiformes que esconden la clave genética de la inmortalidad. La revelación de ese secreto supondría el fin de la influencia de la Iglesia, y un poderoso grupo denominado Los Pretorianos de las Sagradas Escrituras cruzará todos los límites para evitarlo. Así, cuando un ex policía y una científica intentan descifrar las reliquias, se ven arrastrados a una carrera por toda Europa, en la que el asesinato y la traición forman parte de las reglas del juego. Lo que prometía ser el sueño cumplido de los hombres, puede convertirse en una auténtica pesadilla para el género humano. Solo una persona puede ayudarles a desentrañar el misterio: el mismísimo Papa. ¿Pero qué tiene que ver un hombre de Dios con tablillas de arcilla sumerias y los dioses paganos de Babilonia?

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– Eso no va a ser posible. Todos los detenidos fueron transportados o bien a celdas, o bien a hospitales. Pero si dispone del tiempo suficiente, podemos trasladarnos allí -el inspector jefe Cambray elevó apesadumbrado los brazos.

Tizzani meneaba la cabeza mientras descendía el tono de su voz hasta convertirlo en un silencioso y suave murmullo.

– ¿Hubo… hubo alguna víctima?

– Fue una auténtica masacre. No teníamos ni idea de que esta orden dispusiera de un ejército.

– ¿Y este Lavalle tampoco sabe dónde están las reliquias, si se las ha llevado alguien? Porque él las ha visto.

– Eso dice -Cambray ladeó la cabeza-. ¿Esconden estas tablillas y huesos un significado especial? Lo que quiero decir es… cuando un emisario del papa se interesa por ellos…

– Nosotros nunca hemos estado aquí -dijo Trotignon de forma cortante en lugar de Tizzani-. ¿Tiene claro lo que se espera de usted? -dijo Trotignon mientras le dedicaba una fría mirada al jefe de las Panteras Negras.

– Un golpe contra una banda de ladrones de obras de arte y traficantes de armas, cacos y criminales… ¿se le ocurre otra cosa? -los ojos del inspector jefe centelleaban.

– Basta -Trotignon se levantó-. Se trata de reliquias que pertenecen a la Iglesia… es decir, una cuestión interior de otro Estado. Nosotros actuamos solo… con el respaldo explícito del Presidente.

– ¿Reliquias? -Cambray pensó en la declaración de Lavalle. «¿Son tablillas de arcilla sumerias, reliquias de la Iglesia católica?».

* * *

Tizzani se apresuró en salir del puesto de mando una vez hubo concluido el frío saludo de despedida.

– No son demasiado cooperantes -murmuró cuando se encontraban sentados de nuevo en la limusina. Trotignon condujo el vehículo lentamente de nuevo por el camino boscoso en dirección a la carretera pavimentada.

– Sinceramente, no pudo haber esperado otra cosa -contrarió Trotignon-. A ellos todavía les truenan los oídos en la cabeza. Necesitan volver todavía en sí.

Acto seguido frenó, y el coche rodó de nuevo sobre el asfalto.

– Solo espero que sean discretos. Sería inimaginable…

– Hacemos todo lo que podemos -murmuró Trotignon-. Cambray cumplirá lo que prometió el Presidente.

– ¿Y este juez instructor del que nos habló durante nuestro trayecto de ida? El hombre no parece tener precisamente mucho tacto. Debía haberse informado o haber indagado un poco más antes de iniciar el caso.

Trotignon bajó el pie del acelerador, pues el camino se desviaba hacia una curva cerrada, y unos tupidos matorrales taponaban más adelante la visión de la carretera.

– No se preocupe por eso. Los jueces de instrucción gozan de una buena reputación en nuestro país, pero eso ya lo arreglaremos. Para eso estamos… -interrumpió su discurso mientras su mirada continuó ensimismada en la carretera detrás de la curva. A pocos metros, delante de ellos, permanecía de pie un hombre. Trotignon frenó.

– ¿Qué significa esto? -preguntó Calvi desde el asiento de acompañante.

– ¿Pretende que le atropelle?

Calvi introdujo la mano derecha debajo de la chaqueta del traje y se aferró al gatillo de su pistola.

Trotignon detuvo la limusina tan cerca de la persona, que Tizzani tan solo era capaz de ver a la figura de cintura para arriba. La frente del hombre permanecía ampliamente oculta bajo la capucha de su abrigo impermeable. Mantenía su mano derecha colocada sobre la nariz y la boca, y la parte superior de su cuerpo se estremecía como en alguien que tose de forma descontrolada.

Entre tanto, la puerta del asiento trasero se abrió de golpe.

Tizzani jadeaba; el cañón de una pistola presionaba dolorosamente contra el hueso de su mejilla derecha.

– Haga sitio. Necesito un taxi.

Barry seguía de pie delante del vehículo y sonreía de forma impertinente.

Tizzani, sin embargo, no consiguió dejar de mirar en los arteros ojos centelleantes de Henry Marvin.

* * *

Isla Saint Honorat

– ¡Vámonos!

El hermano Jerónimo se apresuró en salir a grandes zancadas de la iglesia, mientras Dufour apenas podía seguirle el paso. Delante del portal se toparon con una familia con dos niños pequeños, y Jerónimo esperó hasta que hubieran pasado a la iglesia y cerrado la pesada puerta.

– Repítemelo otra vez, ¿este cromosoma le ha proporcionado de nuevo un cuerpo joven a unos ratones viejos?

– Sí.

– Y vosotros pensáis haber encontrado lo que están investigando científicos en todo el mundo: ganarle la partida a la vejez. ¿Sabes lo que esto conlleva?

Dufour asentía con un gesto de la cabeza.

– Yo mismo no me lo quiero creer. Pero si estas pruebas lo confirman, parece ser que así será…

– Tú tampoco estás seguro.

– ¿Cómo voy a estarlo?

– Y este científico de Dresde nos contó que la prueba provenía de un hueso que, a su vez, le había traído un amigo para un análisis.

Dufour asentía de nuevo mientras hacía frente a la mirada examinadora del monje.

– Y además se supone que estos huesos forman parte de un tesoro antiguo que se compone de tablillas de arcilla sumerias y de precisamente estos huesos. Y ambas cosas provienen presuntamente de excavaciones realizadas en Babilonia.

Dufour asentía una vez más.

Jerónimo percibió de nuevo la debilidad en sus piernas.

– ¿Ha dicho algo acerca de un tal Henry Marvin? Algo sobre los Pretorianos de las Sagradas Escrituras?

– No, ni una sola palabra. No entiendo…

Jerónimo miró hacia adelante en dirección a la salida de las dependencias del monasterio, donde una pequeña arboleda de grandes palmeras absorbía cualquier mirada.

– ¿Llevas algo de calderilla, una tarjeta telefónica o ambas cosas a la vez?

Dufour miró desconcertado hacia Jerónimo. Recordó haber visto una cabina telefónica durante el camino hacia el monasterio justo antes de la última bifurcación. ¿Qué sería lo que preocupaba tanto a Jerónimo para que no quisiera realizar la llamada desde el monasterio? ¡Si nadie sabía que estaba aquí!

– Tengo un segundo teléfono móvil… la empresa controla que no realicemos llamadas personales con el de la empresa… si…

Jerónimo meneaba primero la cabeza, pero a continuación asintió.

– Dámelo…

Dufour aceptó contrariado.

– Yo no entiendo nada de esto…

– Tampoco necesitas hacerlo; y tampoco puedes. Jacques, confía en Dios. ¡Y ahora vete! Necesito pensar. Los caminos del Señor necesitan de su planificación en la tierra… y posiblemente de tu ayuda.

Capítulo 36

Sofía Antípolis, cerca de Cannes,

noche del martes

«No se trata de un fantasma», pensó Chris.

En la salida 44, en los carteles de información situados sobre la autovía rezaba por fin el nombre de Sofía Antípolis. Procedente del oeste, se trataba de la primera indicación que se encontraba con respecto a la sede científica internacional, ubicada entre las faldas de boscosas lomas entre Cannes y Grasse, inmediatamente al lado de la pequeña y pintoresca ciudad de Valbonne.

Chris condujo la moto hacia la salida en cuyo peaje se amontonaban los vehículos. Entre tanto, echó mano del dinero que había encontrado en el cobertizo durante su huida. Los acontecimientos parecieron haber pasado hacía mucho tiempo. Sin embargo, habían transcurrido tan solo unas pocas horas.

Chris recordó la mañana durante su huida a través del túnel, después de haber golpeado a Marvin… El túnel se negaba sencillamente a acabar en algún momento, carecía de iluminación y llevaba primero hacia abajo y más tarde de nuevo hacia arriba; y en algunos lugares era tan estrecho y apretado, que Chris se vio obligado a correr agachado, golpeándose una y otra vez con los hombros contra la roca. Su cuerpo padecía todavía de fuertes dolores que le recordaban todas las vejaciones a las que le habían sometido durante los últimos días. Para colmo de males, a la altura de los brazos, se le abrían varios bultos de abscesos y él mismo pudo percibir su propio hedor; añoraba el placer de un largo y relajante baño y, sin embargo, solo mordía el crujiente polvo en su boca.

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