– Ya estamos en Turingia -dijo Chris con la boca seca. Fueron las primeras palabras que se pronunciaban desde hacía mucho rato. Forster había echado una cabezada; su ronquido ruidoso y jadeante había provocado que Chris maldijera repetidas veces a media voz. Rizzi, en el asiento de al lado, mantenía todavía los ojos cerrados.
La noche estaba despejada y las oscuras coronas de los árboles, a izquierda y derecha de la autovía, se erguían tétricas entre el cielo nocturno comparativamente más claro. En el carril derecho tronaban varios camiones, manteniéndose cada uno cerca detrás del otro a través de la noche, una vez concluida la prohibición de tránsito del domingo.
– Pronto llegaremos a Berlín -comentó Forster visiblemente satisfecho-. Deberíamos desayunar copiosamente antes de emprender el último tramo del viaje. ¿Conoce una buena cafetería para desayunar en Berlín?
– Estoy seguro de que encontraremos algo en condiciones -ratificaba Chris.
Durante un rato imperó el silencio. El sigilo del interior del vehículo se veía únicamente interrumpido por el burbujeo y gorgoteo que producía el cierre del termo, cuando Forster se echaba café.
Unos pocos minutos más tarde sonó el teléfono móvil de Forster. Comenzó a gruñir y a contestar al teléfono de mala gana sin dar su nombre. Carlo Rizzi, que se encontraba al lado de Chris, abrió de golpe los ojos.
Forster se incorporó alarmado. Chris corrigió el retrovisor con su mano derecha y pudo observar los ojos desorbitados del marchante, quien de pronto se dispuso a realizar con cierto gangueo preguntas escuetas y rápidas en francés sin apenas esperar a la correspondiente respuesta antes de preguntar de nuevo.
Instantes después, Forster concluyó la conversación, transmitiéndole tres frases a Rizzi, quien apenas asintió con la cabeza. Chris hablaba un inglés fluido e incluso podía comunicarse bien en francés, pero sus conocimientos de italiano eran escuetos, y con la velocidad empleada ni siquiera pudo entender el sentido de las frases. Sin embargo, sí era capaz de percibir el nerviosismo de Forster del mismo modo que ocurre con el estruendo pocos instantes antes de la caída del rayo.
– ¿Malas noticias? -preguntó y pensó de inmediato en la salida caprichosa desde Ginebra.
Forster permaneció en silencio durante largo rato, con su mirada clavada a través de la ventanilla, y golpeó de repente con el puño la palma de la mano izquierda.
– Han asaltado el transporte al Louvre.
Chris miró irritado por el retrovisor. Su mirada se cruzó con la del marchante de arte, quien se había impulsado hacia adelante y se estaba aferrando con ambas manos a los reposacabezas.
– ¿Me lo quiere explicar alguien?
– Ya le he dicho que estoy llevando a cabo mi penitencia, y aquello que no puedo llevarme al infierno lo entrego allí donde creo que debe estar. Un gran transporte repleto de obras de arte iba de camino al Louvre -Forster tosía nervioso-. El Louvre es el museo al que le doné todo el resto de mis colecciones. Aquello que mi padre y yo hemos coleccionado durante decenios y nos hemos quedado. Se trata principalmente de relieves asirios y estelas de Assur, algunas obras de arte procedentes de las excavaciones en Ur, y algunos hallazgos egipcios que combinarían muy bien con las colecciones del Louvre. Se me ha asegurado que se les proporcionaría un lugar destacado en cada una de las respectivas colecciones.
– Y todo es de un valor incalculable.
– Deje sus observaciones sarcásticas para otro momento -respondió Forster con enfado-. Ya le he dicho que no estaría dispuesto a debatir con nadie mis decisiones o tener que justificarme. Voy a dejar este mundo, y los bienes culturales que poseo los dejaré en aquellos lugares donde, según mi opinión, serán mejor conservados.
– Sin embargo, parece ser que hay alguien que no está del todo conforme.
Forster resoplaba con desdén.
– Zarrenthin, ¿no será realmente tan ingenuo?
– Desconozco por completo su sector. Yo me dedico al transporte de mercancías para personas y empresas… e intento permanecer limpio. Nada más.
– Aves de rapiña, Zarrenthin. Aves de rapiña dominan mi sector. Personas que poseen infinidad de dinero desean ser dueños de obras de arte únicas… aun a sabiendas de que estas obras, por su excepcionalidad, tengan que desaparecer para siempre dentro de una caja fuerte. Tan solo la sensación de su posesión resulta increíblemente embriagadora. Estas personas serían capaces de pagar cualquier precio por ello. Y las personas que se hacen con estos objetos de arte, al igual que yo, tampoco están dotados precisamente de demasiados escrúpulos.
– ¿Está diciendo que alguno de sus rivales se ha echado sobre sus objetos de arte?
– Es posible -Forster mordía las uñas de manicura de su mano derecha-. En cualquier caso, han desaparecido.
Chris giró brevemente la cabeza hacia atrás y observó la cara fruncida del marchante. A pesar de la distancia podía oler su respiración ácida: mezcla entre el hedor a café y el ácido gástrico.
– ¿Nosotros también hemos de contar con algo así? -dijo Chris para plantear la pregunta que lo resumía todo-. No había dedicado ni una sola palabra para advertir que este viaje podría ser peligroso.
– Nadie sabe que vamos de camino a Berlín -sentenció Forster y soltó un golpe con la mano en el reposacabezas de Rizzi.
– Si consideramos su propia presencia aquí como patrón, aquello que transportamos es mucho más valioso que lo que iba de camino al Louvre -Chris hizo una pequeña pausa, y al no recibir ninguna respuesta prosiguió con sus reflexiones-. Si eso fuera así, debería sospechar que nosotros también estamos en su lista negra. Y si eso asimismo fuera cierto, me pregunto por qué no realizamos nuestro transporte con mayor protección.
Forster calló durante largo rato antes de responder.
– Nadie sabe nada de este viaje. Se supone que yo acompaño el transporte hacia París.
– Ese transporte acaba de ser asaltado… -insistió Chris.
– ¿Y qué? -respondió Forster en tono grosero-. Ponti y mi doble han acompañado el transporte…
– ¿… un doble? -espetó Chris interrumpiéndolo-. Ha contratado incluso a un doble… ¡entonces barajaba la posibilidad de algo así!
– … Con mi coche. Nadie nos vio ayer partir desde el hotel de Ginebra. El doble esperó en el hotel y se fue al restaurante, también del hotel, justo después de que accediéramos a su garaje. Todo el mundo sabe que nunca viajo sin Ponti. Por eso Ponti debía acompañar aquel transporte. Ponti recogió al hombre del restaurante durante nuestra partida, llevándolo de vuelta a la villa. Lo ocurrido es la prueba evidente de que han caído en la trampa.
– Y yo que pensaba que Ponti podría ver algo con el asalto en Toscana. Vaya, me hubiera puesto en evidencia si… -Chris meneaba la cabeza-. ¡Pero ahora entiendo también su actitud! Usted sabía que sus rivales estarían detrás del asalto. Por eso no quería a la policía…
De repente apareció de nuevo ese cosquilleo en la nuca en el que Chris siempre podía confiar. Forster le estaba utilizando. El marchante de arte había desarrollado premeditadamente una maniobra de distracción; utilizó incluso un doble. Quien hacía algo así, contaba con cualquier cosa.
– Tenía que habérmelo dicho -insistió Chris. De repente le vino la sospecha de que Forster había mantenido el contacto con él todos estos años solo para tenerle disponible precisamente para este viaje.
– ¿Ah, sí? -Forster arrancó una amarga carcajada-. ¿Qué piensa entonces que le tenía que haber dicho? ¿Que tenemos que contar con ser asaltados? No sea ridículo. Nadie sabe nada sobre nuestro viaje. Hasta ayer ni siquiera Ponti.
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