Uwe Schomburg - El código de Babilonia

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El mayor sueño de la Humanidad está a punto de ser desvelado. Las tablillas halladas en las ruinas de la antigua Babiloniacontienen símbolos cuneiformes que esconden la clave genética de la inmortalidad. La revelación de ese secreto supondría el fin de la influencia de la Iglesia, y un poderoso grupo denominado Los Pretorianos de las Sagradas Escrituras cruzará todos los límites para evitarlo. Así, cuando un ex policía y una científica intentan descifrar las reliquias, se ven arrastrados a una carrera por toda Europa, en la que el asesinato y la traición forman parte de las reglas del juego. Lo que prometía ser el sueño cumplido de los hombres, puede convertirse en una auténtica pesadilla para el género humano. Solo una persona puede ayudarles a desentrañar el misterio: el mismísimo Papa. ¿Pero qué tiene que ver un hombre de Dios con tablillas de arcilla sumerias y los dioses paganos de Babilonia?

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– Hasta ahora no hubo ninguna prueba unívoca…

Tizzani podía sentir la tensión que se iba acumulando entre los dos hombres. Sacchi hizo caso omiso de la advertencia que le hacía a cada invitado del papa, la cual consistía en no comenzar una disputa con el Representante en la Tierra: solo cabía la derrota.

– Simplemente se constata lo que la exégesis científica ya ha descubierto de todas formas. ¿A quién le puede interesar realmente? ¿A nuestros creyentes? ¿A nuestro credo? Dios no se deja impresionar por científicos o sus análisis.

Tizzani respiró hondo cuando percibió el tono enérgico en la voz del pontífice.

– Creo que Marvin intenta apostar fuerte con el fin de conseguir su verdadero propósito -continuó el papa-, pues el estatus como orden o incluso prelatura personal realzaría a la congregación de manera extraordinaria. Sería, junto con el Opus Dei, la segunda organización laica que obtuviera este mismo privilegio. Con su presunto hallazgo quiere procurarse un privilegio. ¡Qué pretencioso!

– Esa es otra posibilidad -la voz débil del cardenal Sacchi delataba su transigencia.

– ¿Ya han estado con usted los consejeros? -preguntó el papa de nuevo con amabilidad al cardenal.

– Sí, Su Santidad. Tanto los partidarios como sus detractores. Los detractores fueron más bien cautelosos e inseguros, en cambio los partidarios acudieron agresivos y sin rodeos.

El papa Benedicto asentía con la cabeza.

– Me satisface la independencia del credo que transmite la congregación. Si todos los hermanos y hermanas se aferraran tanto a su credo, este mundo estaría mucho mejor. Sin embargo, nadie debería ser más fundamentalista que la propia Iglesia -el papa reflexionó durante unos instantes, y después miró hacia monseñor Tizzani de forma provocativa-. ¿Le ha dicho que la orden, con su rechazo apodíctico de los descubrimientos científicos relacionados con la Evolución, seguía con demasiado ahínco los argumentos creacionísticos?

Tizzani pasó ambos dedos índice desde la raíz de la nariz hacia abajo por la cara en el intento de ordenar sus ideas antes de contestar.

– Él es consciente de ello. Reconoce abiertamente que estos principios son defendidos principalmente por grupos protestantes. Sin embargo, va incluso un poco más lejos. Defiende la opinión de que la Iglesia católica incurría en el error de ceder esta parcela a los protestantes. Marvin opina que sería tarea de la Iglesia católica defender estas posiciones.

– Los conocimientos de las ciencias naturales modernas no se pueden negar. Forman parte de la creación de Dios. De ahí, que haya que respetarlas, así como hace la Iglesia católica -el papa titubeaba por un instante, parecía buscar las palabras adecuadas-. Juan Pablo II reconoció en nombre de la Iglesia la Teoría de la Evolución. ¿No hemos discutido ya bastante sobre esto? Como católico, ¿cómo puede oponerse Marvin a esto? ¡Si enseñamos la Teoría de la Evolución hasta en las escuelas católicas!

El reconocimiento de la congregación como instituto secular sería seguramente el primer error…

El papa Benedicto mecía la cabeza.

– Las congregaciones constituyen una parte muy importante dentro de nuestra Iglesia. Y en aquel entonces, la Iglesia defendía también la misma idea. Sin embargo, nuestra investigación de la Biblia nos ha revelado nuevos descubrimientos. No existe un Dios dictatorial. Nuestro Dios deja al mundo a su libre albedrío, independientemente de en lo que se pueda convertir a lo largo de su constante evolución. No siempre interviene, sino que deja al azar, participa, ama. Con cada nuevo descubrimiento científico sobre el Universo participamos en la fuerza creadora de Dios. ¿No comprende este hombre que con su concepto heredado se pone en contra de los fundamentos promulgados de la Santa Iglesia? ¿Cómo puede pensar que su congregación pueda recibir apoyo alguno bajo estas circunstancias? Su consigna consiste en apoyar forzosamente sus opiniones. ¡Y eso conllevaría a su vez que el papa Juan Pablo II se hubiera equivocado!

«Y tú también», le pasó a monseñor Tizzani por la cabeza. Interiormente, consideró este capítulo por cerrado. Henry Marvin parecía tener malas cartas. La postura defendida por su congregación negaba la infalibilidad del pontífice.

Tras permanecer en silencio durante un breve momento, el papa tomó de nuevo la palabra.

– Ha dicho que ha encontrado una pista en los archivos. Si no recuerdo mal, una inscripción que data de finales de los años veinte realizada por el nuncio [20]Pacelli, posteriormente Su Santidad Pío XII.

Los ojos del papa examinaban las caras de sus dos invitados. Tizzani se deslizaba nervioso sobre la almohada de la silla de un lado para otro.

– Correcto -dijo cardenal Sacchi-. Un breve indicio sobre un hallazgo de un contenido idéntico o parecido al que Marvin insinúa tenor en su poder. La entrada ocupa solo unas pocas líneas y aparece en uno de los últimos informes del Nuncio antes de regresar a su puesto de Secretario de Estado del Vaticano.

El papa suspiró. Como nuncio de Múnich y Berlín, Pacelli había desempeñado entre 1922 y finales de 1929 su cargo como representante diplomático del Vaticano en Alemania, convirtiéndose finalmente en 1939 en el papa Pío XII. Aunque sabía del Holocausto, no se pronunció nunca sobre él. Y al finalizar la guerra, los criminales nazis habían escapado por la secreta «ruta de las ratas» [21]con ayuda de los representantes de la Iglesia.

El examen de una posible pero aún no consumada beatificación de Pío, había sido desde siempre, con este trasfondo, tema constante de debate en el seno de la curia y en los diferentes medios. Constituía una figura de culto de tal calibre para la vida pública, que en 2003 el Vaticano se vio obligado a abrir partes de los archivos secretos del Vaticano que contuvieran escritos y documentos relacionados con Pío XII.

– Un trozo de papel escrito y…

– ¿Cómo lo ha conseguido? -el papa interrumpió férreo al cardenal, porque sabía lo que este quería decir.

– Un indicio de Henry Marvin enviado a mi persona -dijo por fin el cardenal Sacchi, quien era consciente de que le habían interrumpido antes de iniciar la segunda parte de su frase.

– ¿Qué quiere decir?

– Hace unas semanas nos envió este mensaje, después de que no se le hubiera prestado demasiada atención a sus pretensiones. Una especie de intensificación en sus esfuerzos -el cardenal sonreía cansado-. Dijo que un texto completo que albergaba todavía más pruebas estaría en manos de la Iglesia desde finales de los años veinte, como…

– Como acabamos de comprobar juntos hace un rato, el hallazgo de este documento no significaría ningún vendaval para la Santa Madre Iglesia. La Iglesia ha superado ya muchas otras cosas; considerando que fuera cierto. Hasta ahora falta cualquier posible prueba. Nada más que vagos indicios -de repente, el papa Benedicto sonreía suavemente-. ¿Y qué sucederá a partir de ahora?

– No hemos estado de brazos cruzados durante las últimas semanas; y ese mérito pertenece a monseñor Tizzani.

El papa Benedicto clavó una mirada penetrante en el monseñor. Henry Marvin se había dirigido al Oficio con el texto por primera vez hacía apenas medio año. El papa Benedicto, entonces aún prefecto del Santo Oficio, había atisbado de inmediato en aquel entonces que se aproximaba el tiempo de tomar una decisión.

Arrugó desabrido la cara. Tizzani se había convertido ahora en el apagafuegos, porque su propio confidente había elegido huir ante esta carga.

– Monseñor Tizzani, ¿qué ha averiguado? -preguntó con voz baja.

Tizzani podía percibir la rebosante impaciencia que vibraba desde la voz del pontífice. Sabía muy bien que aún no conocía ni por asomo todas las facetas de este juego.

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