– y Lili Stein le vio, se había escondido en el patio. Se escapó, pero le reconoció cincuenta años más tarde, poco tiempo antes de las elecciones- dijo ella-. Usted fue el que grabó la esvástica sobre su frente.
– Era una metomentodo que se creía mejor que los demás y que aceptaba comida nazi -dijo él-. Igual que todos los demás. Cuando tienes tanta hambre no te importa. Pero yo era listo. Hice dinero gracias al resto. Excepto a Lili
– Cien francos por denuncais anónimas. Usted se imaginó que la esvástica apuntaría a los skinheads -dio ella-. Pero los skinheads las hacen de otra manera. Usted la dibujó inclinada, como lo hacían Hitler y los de su tiempo. Una firma de la época.
– ¿Una firma? -dijo él
– La bandera nazi que en 1943 ondeaba sobre la Kommandature en la rue des Francs Bourgeos tenía exactamente la misma. Usted pasaba por ahí todos los días de camino a la escuela desde la rue deu Plâtre.
El sonrió con ojos malvados.
– Lili era la más lísta de la clase, pero dejó de ayudarme
– ¿De ayudarle? -dijo ella-. Quiere decir que porque no le dejaba copiarle los deberes de matemáticas, usted delató a sus padres
– Todos tenemos lo que nos merecemos
– Arlette Mazenc le engañó con una lata de salmón del mercado negro. Furioso, usted la golpeó en el tragaluz, donde guardaba su alijo. Pero Lili estaba escondida en el patio. Tenía miedo del oficial nazi que había estado haciendo preguntas a Arlette. Lo vio todo. Usted la persiguió escaleras arriba pero echó a correr y se escapó por el tejado. Usted se imaginó que había muerto. El último eslabón con su identidad se había desvanecido, especialmente cuando supo del castigo infligido a Sarah, la judía de los ojos azules, de la deportación de Odile a Berlín y de sus compañeros de clase, a los que habían envíado al campo. Pero cincuenta años más tarde, Lili le reconoce en un periódico hebreo y se lo cuenta a Soli Hecht. Hecht le dice que no haga nada hasta que él consiga más pruebas y hace una propuesta al Centro Simon Wiesenthal. Pero Lili no podía esperar, sabía cómo silenciaba usted a la oposición. Le siguió la pista ella misma: ese fue su error. Gracias a sus conexiones gubernamentales, usted averiguó que Hecht había obtenido un trozo de fotografía encriptado en la que aparecía usted. Hecht me contrató para descifrar la codificación. Intentó decirme su nombre. No sé cómo encontró usted a Lili
El interrumpió a Amée con un movimiento de la mano
– Pero Lili era la única que podía dar sentido a todo esto. Por supuesto, estaba dondeyo pensaba que estaría.- Esbozó una tímida sonrisa-. Alors, seguía en la rue de Rosiers.
– Usted vio a Lili hablando con Sarah y la mató antes de que pudiera extender sus acusaciones. La mató como mató a Arlette Mazenc.
– Se lo merecía -dijo él.
De la puerta entornada que daba a la habitación contigua, salía una luz amarilla, Aimée avanzó hacia ella poco a poco
– El trato es que usted renuncie esta noche-dijo
– Pero eso no entra en mis planes -explicó con calma-. Tengo que ocuparme de todos los que me han ayudado todos estos años. Muchos, muchos amigos. Contactos que me han impulsado y a los que tengo que corresponder.
Aimée lo interrumpió
– Al igual que se lo pagó a los padres de Sarah, a los de Lili y a sus porpios compañeros de clase que no hicieron lo que usted quería
El se encogió de hombros
– Sabe que no voy a dejar que salga de aquí como si nada. -Pero no había cámara acorazada y ella sentía que se estaba poniendo mala.
El resplandor de la ira cruzó brevemente su mirada
– ¿Ha hecho usted algo que requiera un mayor control de los daños? -dijo-. He aprendido que si quieres que algo se haga bien, debes hacerlo tú mismo -añadió con desgana
Cuando se giró para mirarla cara a cara, en su mano centellaba el acero, iluminado por la luz amarilla. Levantó el brazo que sostenía un puñal de la Gestapo.
– No se puede demostrar nada. Está usted haciendo historia, mademoiselle -dijo sonriendo
– Lo ha entendido usted mal -dijo ella-. Tengo las pruebas: la copia de su pasaporte Nansen y las fotos en las que aparece usted en París. Soli Hecht me dio unos archivos codificados. Usted es el que es ya historia, Cazaux. Nadie elige a un colaboracionista asesino.
– Le sorprendería conocer el pasado de algunos de nuestro diputados -dijo él, encogiéndose de hombros.
Ella miró por la ventana y deseó que el patio estuviera rodeado por los hombres de Morbier, no por brillantes cuervos negros que graznaban ruidosos. Pero estaban en las afueras de París. Se dio cuenta de repente de que estaba irremediablemente sola
Se dirigió corriendo a la puerta entreabierta, le pegó una patada y entró como un cohete en la sala de al lado. Resbaló con los tacones y consiguió meterse debajo de una mesa de reuniones justo a tiempo de evitar chocarse con ella. La sala aparecía desierta, a no ser por las fotografías enmarcadas de color sepia de hombres barbudos cuyas solapas aparecían decoradas con medallas. Un montón de periódicos le bloqueaban el camino. Aimée salió de la sala hacia atrás y entró en un austero salón sin amueblar. Justo al otro lado estaban las altas puertas de entrada a más series de despachos.
Se giró para mirar a Cazaux, el cual, con una sonrisa perversa, le apuntaba con su propia pistola. Chasqueó los dedos e hizo que se dirigira hacia una escalera cerrada.
– Vamos a tomar el aire -dijo Cazaux.
Le aplastó la cabeza con la culata de la pistola al tiempo que hacía que subiera la oscura escalinata. Sus manos nudosas y tensas le sujetaban los brazos por detrás como si fueran alfileres. De su oreja manaba un reguero de sangre cálida que iba a caer a su hombro, y su olor metálico y empalagoso hacía que se sintiera mareada. O puede que fuera la culata de la pistola, no sabría decirlo. Para cuando llegaron al siguiente piso, ella jadeaba y él ni siquiera se había inmutado. Para ser un anciano, estaba en buena forma. El se percató y sonrió
– ¿Se pregunta cómo lo hago? -dijo, mientras la obligaba a arrodillarse sobre el escalón superior y le pegaba una patada en la sien.
Le atravesó el cerebro un dolor punzante que le hizo ver las estrellas. El la sujetaba por los brazos de forma que no pudiera tirarse al suelo rodando.
Le pegó una brusca bofetada
– Le he hecho una pregunta: ¿no quiere saber cómo lo hago?
Ella quería responder que bebiendo la sangre de sus víctimas, pero, sin embargo, se concentró en mantener el equilibrio. Sentía un miedo sin límites ante la crueldad que podía manifestar un ser humano ante otro.
– Inyecciones de embrión de cordero -dijo él-. Me mantienen joven. También me levanta durante horas -añadió con una sugerente sonrisa.
Ella sintió que se moría de asco
– Está usted enfermo
Sobre la cubierta de pizarra del periódico, se extendían a sus pies los picudos tejados del Marais. Desde las ventanas iluminadas del edificio de l´Academie d´Arquitecture se elvaba el sonido de la música. La hizo entrar de un empujón en un hueco embaldosado, que una vez fue un balcón. El viento y una fina lluvia le azotaban el rostro.
– SE lo he advertido -dijo él con el tono del que sufre-. En repetidas ocasiones. Le he ofrecido darle lo que quiere, he intentado negociar, pero me temo, mademoiselle Leduc, que usted no se ha mostrado particularmente receptiva.
La condujo a rastras hasta un alfeizar que simulaba ser un parapeto. Ella hincó los tacones en las tuberías que cruzaban el tejado e intentó retorcerse para desprenderse de él.
– Será usted la que cargue con las culpas -dijo él-. De todo. Yo me encargaré de eso.- Cazaux tenía guardado un último as para la despedida-. Su preciosa Lili fue la que los mandó a los hornos, no yo -dijo con una pequeña risita-. Todo fue culpa suya.
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