Mientra subía la escalera, vio a una débil y sonriente Sarah sostenida por Hartmuth y Thierry e iluinada por el haz de la luz de una linterna.
El personal médico no pudo conseguir que Sarah soltara a Thierry hasta que llegó Morbier. El hizo un gesto con la cabeza a los enfermero, que la trasladaron a la camilla que habían desplegado.
En los ojos de Sarah brillaba el pánico
– ¡Les he dado toda la comida!-gritaba mientras forcejeaba para deshacerse de Hartmuth-. Tenemos hambre. S´il vous plaît, ¡mi niño tiene hambre!
– ¿Habéis tomado alguna declaración? -Morbier giró la cabeza para dirigirse al joven sargento uniformado que se encontraba en la escena.
El sargento hizo un movimiento negativo con la cabeza.
Morbier se inclinó sobre la palma extendida de Hartmuth y la olió
– ¿No nota el residuo de la recámara? -Señaló el guante-. ¿Cuál es su teoría, sargento?
El del uniforme volvió a negar con la cabeza y carraspeó intranquilo
– Fuerte olor a pólvora en la mano derecha.- Morbier inclinó la cabeza mirando al sargento, el cual tomaba notas en una libreta que había sacado del bolsilo apesuradamente
– Señor, yo… -comenzó a hablar
– Recoja las pruebas -gritó Morbier
– Vamos- dijo Morbier tomando el brazo de Thierry con delicadeza-. Puede usted conducir hasta el hospital.
Sintiéndose vacío y exhausto, Thierry trepó al exterior de las catacumbas.
– ¿Por qué no la creí?
Morbier sonrió mientras esposaba las muñecas de Hartmuth a su espalda. El murmuraba en voz apenas audible
– Es por su propia protección, monsieur.- Hartmuth permanecía mudo, con la mirada fija en un lugar perdido
– ¿Quiere decir que por qué no creyó a Aimée?- Morbier miraba a René.
René asintió
– Llevadlo a la comisaría -ordenó Morbier
El sargento saludó mientras empujaba a Hartmuth escalera arriba
– ¿Por qué no me cuentas el plan de Aimée?
René sonrió con tristeza
– Pensaba que nunca iba usted a preguntarlo
– ¿Dónde está?
– De fiesta -dijo René
Sorprendido, Morbier dejó caer el cigarrillo
– Estamos invitados -añadió René
Aimée sabía que si a una persona la habían dado por muerta y no lo estaba, esa persona necesitaba una identidad. Durando la guerra y después de ella, miles de refugiados habían perdido su documentación, ya que se bombardearon los edificios del registro, sus países fueron engullidos o los cambiaron de nombre. Las personas no tenían nacionalidad. Se creó un documento, llamado pasaporte Nansen, para legitimar su existencia. Si encontraba esa prueba, lo tendría.
Se dirigió al elegante museo Carnavalet, situado a la vuelta de la esquina de las catacumbas en el antiguo hôtel particulier de madame de Sévigné. El patio del museo se encontraba abierto. En el interior del desierto cuarto de baño con techo de mármol, encendió el ordenador portátil y se dio cuenta de que se había agotado la batería. Encontró un enchufe, lo conectó a la red y suspiró con alivio al ver que podía conectarse.
Entró en los archivos del Palais de Nationalité y lo encontró. A Lauren Zazaux le habían concedido un pasaporte Nansen en 1945. Pero su triunfo le resultaba inútil. Tenía que detenerlo. Descargó rápidamente los informes de solicitud y de aprobación.
Pulsó el botón de rellamada en el teléfono móvil de Hervé Vitold.
– En el despacho de l´Académie d´Arquitecture, a medianoche. Venga usted solo, Cazaux-dijo Aimée-. Si quiere que hagamos un trato.
Los focos cruzaban el cielo en ráfagas color plata. La luz de una luna fina como una astilla caía sobre el Sena, apenas había una pequeña ondulación sobre la superficie. Aimée se frotó los brazos en medio del frío helador. Ante ella, las ventanas de l´Académie d´Arquitecture de las place des Vosgues relucían con la luz de cientos de velas encendiddas a mano. Una fila de oscuras limusinas depositaban a los invitados en la entrada del antiguo hôtel des Chaulnes del sigulo XVII. La gala conmemorativa era en honor de madame de Pompadour, la verdadera árbitro de la elegancia de la corte francesa, que seguía ejerciendo una influencia sobre lo que, hoy en día, se consideraba elegante.
Al igual que el resto de París, ella sabía que se esperaba que el ministro Cazaux comenzara la celebración asistiendo al desfile de moda, Su burdo plan, formulado en los servicios del museo Carnavalet, se enfrentaba a diversos obstáculos. En primer lugar, tenía que sorprenderlo en la gala antes de su cita de medianoche y forzarlo a admitir su culpa en público. Pero eso parecía ser lo de menos, ya que no tenía invitación para asistir a esta velada rodeada de guardias de seguridad. Sin embargo, antes de eso tenía que verse con Martine en Le Figaro y copiar el disquete con las pruebas.
Al doblar la esquina, se le paró el corazón. Un camión de la brigada antiterrorista estaba atravesado sobre la acera. Los trabajadores barrían los cristales que habían salido disparados al explotar las puertas de hierro forjado de la fachada de ladrillo marrón de Le Figaro. Se preguntó si habrían herido a Martine.
– ¿Algún herido?-preguntó
Un hombre fornido vestido con un mono hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– ¿Ha habido muchos daños?-dijo ella
El hombre se encogió de hombros.
– Imagínese. El futuro primer ministro está a la vuelta de la esquina y alguien pone una bomba en nuestro periódico. Pero a las oficinas del piso de arriba no les ha afectado-dijo
Ella dudó un momento y entró. El olor a cordita y a plástico quemado se mezclaba con el familiar aroma a vino tinto que le llegaba del guardia uniformado. Le ordenó detenerse junto al mostrador de recepción.
– Tengo una cita con Martine Sitbon-dijo, mostrándole un carné de prensa falso.
El lo leyó con atención.
– Vacíe el bolso
Puso el ordenador portátil sobre el mostrador y vertió el contenido de la mochila: pelucas, una grabadora, teléfonos móviles, gafas de sol, máscara de pestañas negra, y un machacado estuche de maquillaje. Al salir la Luger de la bolsa con un golpe, brillaba débilmente a la luz de la lámpara de cristal.
– Tengo permiso-dijo ella sonriendo
– ¡Ah! ¡Como Harry el Sucio!-Manoseó la pistola. Sus mocasines con borla rechinaban cuando se movía-. Ya me quedo yo con la pistola. Nuestro detector de metales ha resultado dañado-dijo devolviéndole la sonrisa-. Se la devolveré al salir. Cuarto piso.
No se molestó en discutir, de todos modos, ya se había metido la Luger en el bolsillo. La explosión también había arrancado parte de los escalones de cemento, había dañado el atrio de madera y había hecho que se desprendienran algunas secciones del techo del vestíbulo. El mobiliario del vestíbulo estaba cubierto de polvo, pero el ascensor funcionaba.
Tenía que hacerlo rápido: copiar la prueba que había enviado por correo electrónico y convencer a Martine para que la publicara, y luego enfrentarse a Cazaux. El se retiraría del ministerio y de la política al saber que Le Figaro iba a sacar a la luz su verdadera identidad. No podía negar que vivía en París durante la ocupación, porque ella tenía la fotografía de la clase de Lili y la foto microfilmada de la biblioteca en la que aparecían él, Lili y Sarah. Y, sobre todo, tenía su huella sangrienta de un homicidio de hace cincuenta años.
Ya en el ascensor, pulsó el cuatro, sacó una peluca rubia de su bolsa de pelucas, la ajustó con horquillas cerca del nacimiento del pelo y lo mezcló con su propio pelo para que pareciera natural. Se pellizcó las mejillas y extendió pintalabios de color rojo en los labios. En cuanto hubiera copiado lo que había descargado y la hubiera dado instrucciones a Martine, imaginaría una manera de entrar en la gala que se estaba celebrando ahí al lado y de enfrentearse a Cazaux.
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