Cara Black - Asesinato En Paris

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Cara Black se ha forjado un renombre con las novelas que narran las aventuras de la detective Leduc, ambientadas en París. En sus páginas se puede disfrutar de La Ciudad de la Luz como si se paseara por sus calles. Es la serie de la que se habla en toda Europa.
Un misterioso rabino se acerca a Aimeé Leduc, detective parisina medio francesa y medio americana, y le pide que descifre una fotografía codificada de cincuenta años de antigüedad y se la haga llegar a una mujer en el Marais, el viejo barrio judío. Cuando lo hace, se encuentra con un cadáver en cuya frente alguien ha grabado una esvástica. Con la ayuda de su socio, un enano de extraordinarias habilidades informáticas, se decide a resolver este horrendo asesinato y se encuentra en el centro de un peligroso juego de política actual y viejos crímenes de guerra. Aimée recorre tejados y cloacas, los órganos del poder y los bajos fondos de París, para descubrir la historia de la ciudad que conforma su presente.

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– Allo?

– Martine, voy a enviarte un archivo a la oficina-dijo Aimée-. Descárgalo y haz copias inmediatamente

– Aimée, acabo de quedarme dormida después de estar dos días enteros sin meterme en la cama por culpa de las revueltas-repuso Martine.

– ¿A qué hora vais a rotativas para la edición del domingo?

– Esto… dentro de unas pocas horas, pero yo estoy libre-dijo Martine-. Dáselo a la CNN

– ¡Así es como me has estado mangoneando todos estos años!-dijo Aimée-. Siempre pensé que querías ser la jefa. Esta información conlleva la descripción de tu nuevo trabajo como primera directora femenina de Le Figaro.

Ahora Martine parecía haber despertado

– Necesito dos fuentes que lo confirmen. Impecables.

– Tendrás una tercera dentro de veinte minutos-dijo Aimée, satisfecha de ver que Martine no podía verla cruzar los dedos.

– Mas vale que sea algo bueno-dijo Martine-. Gilles acaba su turno dentro de media hora. Nos vemos allí

– ¿Qué tal suena mademoiselle l´editeur?-dijo Aimée-. Agárrate bien cuando leas esto o igual te caes como casi me ocurre a mí

Aimée sacó la huella de sangre de la rue des Rosiers y solicitó la búsqueda de compatibilidades en Frapol 1 con el nombre de Cazaux. En una esquina de la pantalla centelleaba la ventanita que indicaba el progreso: “buscando”. Tamborileaba sobre la mesa del forense con sus uñas rojas descascarilladas.

La alarma pitó y ella se incorporó en la silla al tiempo que sujetaba la Beretta dentro de su mochila de piel. Encontró el seguro con los dedos y lo quitó. Había cogido la pistola del hombre vestido con uniforme de la policía de la habitación del hospital de Soli Hecht. Se apagaron las luces de la oficina, solo oscilaba la luz roja de la regleta. Mientras se abrazaba a la bolsa, se dijo que tenía que mantener la calma.

Se vio moverse a una sombra en el pasillo y luego la luz de una linterna se reflejó en las paredes. El aroma a limón lo delataba antes de que pudiera oírlo hablar.

– A lo mejor me dices lo que estás haciendo-dijo

Sobre su teclado aterrizó la incandescente colilla de un cigarrillo rubio Rothmans, iluminándola por un instante.

– Tengo una pistola-dijo ella-. Si me enfado, voy a utilizarla

– No juegues conmigo. No tienes permiso-rió él-. Esto es Francia.

Se produjo un zumbido y las luces fluorescentes se encendieron de nuevo. Miró directamente a los ojos verdes con reflejos dorados de Hervé Vitold. Detrás de él, en el pasillo, René colgaba suspendido de sus tirantes de un gran panel de control, la boca tapada con guantes de plástico.

– Mademoiselle Leduc, volvemos a encontrarnos-dijo Vitold. Se deslizó a su lado con un movimiento ágil, sin apartar sus ojos de ella ni un momento.

– Ya sabía que eras demasiado guapo para pertenecer a la seguridad interna-dijo ella. Se acercó tanto que podía ver cada uno de los pelos sobre su labio superior. De manera casi íntima. Su pecho subía y bajaba rítmicamente, como único indicio de que se estaba riendo. Sin embargo, la Luger que tenía en su mano no se movía: descansaba fríamente sobre su sien.

– He esperado hasta que has vuelto a entrar en Frapol 1-dijo mientras analizaba la pantalla con atención-. Tienes una buena técnica: yo mismo la usaré la próxima vez.

– Eres el hombre de la limpieza, ¿no?-dijo ella. Sabía que tan pronto como encontrara una concordancia, él la borraría y eliminaría de esa manera todos los rastros.

El parecía estar aburrido.

– Cuéntame algo que no sepa.

– Quieres destruir el sistema completo-dijo ella-. Destruir todos los ficheros de aplicación de sentencias y la red interna de identificación de huellas dactilares y ADN, las interfaces de la Interpol. Solo para borrar sus huellas. Pero no servirá de nada.

– Qué peña-dijo él-. Tienes talento. Un talento desperdiciado.

– Cada sistema tiene su propia red de seguridad. Nunca conseguirás dar con ellos.-Quería que él siguiera hablando-. Cualquier intento de entrar en sus sistemas hace saltar las alarmas. Paraliza el acceso-dijo ella-. No se puede hacer.

– Pero yo sí que puedo-dijo Hervé Vitold-. Yo diseñé el sistema de alarmas de Frapol. Yo, junto con el Ministerio de Defensa.- Con ademanes expertos, metía y sacaba de golpe el cartucho de la Luger con una sola mano-. Será sencillo desactivarlos.

– Cazaux está acabado-dijo ella

– Déjate ya de jueguitos-dijo ella mirando a René-. Me estoy enfadando.

Vitold la ignoró. René se agitaba descontrolado como un pez atrapado en la caña, los pies balanceándose a centímetros del gastado suelo e intentando golpear con los hombros el cuadro eléctrico de metal. Vitold retrocedió y apuntó a la cabeza de René con la pistola. René parpadeaba sin cesar, aterrorizado.

– Estate quieto, pequeño-dijo Vitold. Con la otra mano, encendió el teléfono móvil y presionó el botón de memoria-. Señor, ya he comenzado-dijo

– ¿No me has oído?-dijo Aimée

Vitold miró con desprecio el gatillo amartillado junto a la oreja de René

– Ahora sí que me he enfadado.-Aimée disparó a través del bolso de piel, hiriéndole tres veces en la entrepierna. El rostro de Vitold mostró su desconcierto antes de doblarse, jurando sin control. Aulló de dolor, dejó caer el teléfono móvil y se desplomó despatarrado sobre un charco de sangre en la superficie de linóleo.

– ¿Ves lo que ocurre cuando me enfado.-dijo ella. Se puso a horcajadas sobre Hervé Vitold, cuyos sorprendidos ojos miraban hacia arriba. Pero su mirada paralizada le indicó que la había palmado.

Sacó los guantes de la boca de René y lo bajó con cuidado.

René escupió polvos de talco y flexionó los dedos

– Y yo que pensaba que a Vitold le gustabas-dijo

– A ellos no les gusto nunca-dijo señalando la pantalla

Sobre la pantalla había aparecido “Concordancia verificada”. Tecleó la dirección de Martine en Le Figaro y pulsó Enviar”. Recogió la Luger de Vitold y su teléfono móvil y se sacudió la blusa. Antes de que hubiera acabado de copiar todo en un disco de seguridad, sonó el zumbido amplificador de la alarma. René dejó caer el portátil sobresaltado. Luces rojas parpadeaban en el pasillo. Ella recogió el portátil y lo deslizó en el interior de la mochila, y se la colgó del hombro.

– ¡Date prisa!-dijo al tiempo que cancelaba la orden y recogía la mochila-. Vamos, René.

En ese momento la única documentación que contenía la fotografía de Cazaux y sus huella dactilares esperaba ser descargada desde el ordenador de Martine en Le Figaro. Pero ¿sería suficiente?

Tendría que serlo. La copiaría y haría un disco de seguridad en el despacho de Martine, pero estaría nerviosa hasta poder descargar las pruebas contra Cazaux. Con los rostro alternando entre el rojo escarlata y la más absoluta expresión sombría, Aimée y René saltaron sobre el cuerpo sin vida de Vitold y echaron a correr pasillo abajo.

En el vestíbulo, ella se apropió de dos chalecos del personal médido y de dos cascos decorados con la cruz roja que colgaban de sendos ganchos. Le lanzó uno a René

– Esto nos dejará que atravesemos la multitud y los cordones policiales-dijo ella.

– De rata de alcantarilla a médico en un día-dijo-. ¿Quién ha dicho que la vida no es una aventura? Ahora bien, si pudiéramos conseguir unos zancos, no destacaríamos tanto.

Había una silla de ruedas aparcada en el vestíbulo

– Sube-dijo Aimée

– Lo has entendido al revés-dijo él-. Los médicos no montan ahí, lo hacen los pacientes

Ella lo empujó hacia delante

– Te hab herido estando de servicio. Ya hablo yo.

Sábado a última hora de la noche

El puñal de Thierry despedía destellos a la luz oscilante de la vela. El aire frío se filtraba por los muros de las catacumbas.

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