Cara Black - Asesinato En Paris

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Cara Black se ha forjado un renombre con las novelas que narran las aventuras de la detective Leduc, ambientadas en París. En sus páginas se puede disfrutar de La Ciudad de la Luz como si se paseara por sus calles. Es la serie de la que se habla en toda Europa.
Un misterioso rabino se acerca a Aimeé Leduc, detective parisina medio francesa y medio americana, y le pide que descifre una fotografía codificada de cincuenta años de antigüedad y se la haga llegar a una mujer en el Marais, el viejo barrio judío. Cuando lo hace, se encuentra con un cadáver en cuya frente alguien ha grabado una esvástica. Con la ayuda de su socio, un enano de extraordinarias habilidades informáticas, se decide a resolver este horrendo asesinato y se encuentra en el centro de un peligroso juego de política actual y viejos crímenes de guerra. Aimée recorre tejados y cloacas, los órganos del poder y los bajos fondos de París, para descubrir la historia de la ciudad que conforma su presente.

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Más adelante, los húmedos muros marrones rezumaban riachuelos de roñoso limo que salían de una tubería de tres metros de diámetro cubierta por una red.

Aimée sacó el corta-metal del interior de su mono y comenzó a cortar. Cerca de ellos sonaban chillidos agudos y fuertes.

– Ni en sueños voy a reptar ahí dentro-protestó René-. Ya me las tengo que ver con suficiente mierda cada día sin tener que pasar por esto.

– No es exactamente lo que piensas que es, René-repuso ella mientras cortaba el grueso cable-. No es un desagüe de aguas fecales.

– Bueno, puede que el olor me haya confundido-dijo él-. ¿De qué se trata?

– El vertedor del colector de residuos y la única forma de llegar al depósito de cadáveres-dijo ella mientras lo ayudaba a deslizarse por el agujero que había cortado.

– Se trata del allanamiento de morada más extraño que he realizado en mi vida-murmuró él.

– Puede que baja por aquí un poco de sangre o algún fluido que se haya deslizado desde las mesas de embalsamar al fregarlas con la manguera-dijo ella-. Pero todo está diluido.

– Me contenta pensar que hoy no he comido-dijo René trepando despacio por los húmedos travesaños utilizando para ello su brazo sano.

Aimée pulsó un botón y la cubierta de metal del vertedor, sujeta con bisagras, se abrió de golpe. Tiró de René y se dio cuenta de que había subido hasta un gran trastero. Fregonas, aspiradoras y limpiadores industriales ocupaban la mayoría del espacio. Varias batas de laboratorio de color azul, de las que vestían los de mantenimiento, colgaban de ganchos junto con gorros de plástico para el cabello y guantes de goma. Se desprendió de las mallas negras, se puso el atuendo del laboratorio y dejó el mono en la basura. Le quitó las botas a René y él se puso una deportivas.

– Saldremos por la puerta trasera cuando haya comprobado una huella dactilar, ¿de acuerdo?-susurró Aimée mirando el reloj-. Con tu ayuda, no nos tendría que llevar más de quince minutos.

– ¿Y por qué no hemos entrado también por la puerta de atrás?-dijo René

– La custodia la policía-dijo ella-. Quería haberlo calculado para hacerlo durante el cambio de guardia, pero se complicaba demasiado. Entramos, salimos, y nadie se entera

– Y ¿por qué en el depósito de cadáveres?

– Cuando acabemos, cuento con encontrar a Sarah en las catacumbas que están justo al otro lado de la pared de la morgue.

En el interior del depósito, únicamente parpadeaba una de las luces fluorescentes del pasillo. El resto estaban fundidas. Las paredes con azulejos verdes del tipo de los de los mataderos hacían que sus pasos resonaran. Abrió una puerta con manilla de acero inoxidable con el letrero “Solo personal”.

La sala abovedada apestaba a formaldehído y hacía un frío polar. Cuerpos cubiertos por una sábana gris que dejaba a la vista solo los dedos de los pies, yacían sobre plataformas de madera, cada uno con una etiqueta numerada de plástico amarillo. La escena le recordaba a un grabado de medicina del siglo XV

Lo único que faltaba eran las sanguijuelas y las incisiones que permitían que los humores malignos abandonaran el cuerpo.

Aimée empujó otra puerta batiente. Las balanzas utilizadas para pesar los órganos colgaban del techo suspendidas de cadenas de metal. Un cadáver yacía sobre una mesa de acero inoxidable, formando un ángulo sobre el desagüe del suelo: mujer, joven, con pelo largo castaño y descoloridas marcas de pinchazos en sus manos y brazos. La habían abierto desde el pecho hasta la pelvis, y la habían vuelto a coser con hilo negro, lo cual resaltaba de forma brutal en contraste con su piel cerúlea. Habían vuelto a coser en su sitio la cubierta superior del cuero cabelludo, pero el nacimiento del pelo estaba demasiado cercano a la sien. Qué triste, y un trabajo ciertamente chapucero. Normalmente se esforzaban por los padres, aunque quizá en este caso no los había.

Hizo que su tono de voz sonara profesional

– El ordenador del forense tiene que estar por aquí-. Se metió en la boca un chicle de Nicorette y señaló el pasillo tenuemente iluminado

– El allanamiento de morada solía ser algo más divertido que esto-dijo Rene antes de detenerse. El pasillo se sumió en la oscuridad.

– ¿Dónde está el interruptor de la luz?-Palpó la áspera pared buscando el interruptor. Lo encontró por fin y lo activó. Frente a ella, en la puerta del forense, se encontraba la mayor cerradura que había visto en su vida.

Sábado a primera hora de la noche

Después de pasar los arbustos que rodeaban la plaza Georges-Cain, Thierry llevó a Sarah hacia un oscuro agujero oculto por el pilar en ruinas. La empujó hacia delante a empellones y la obligó a bajar por los maderos medio podridos. En el interior de una caverna jalonada de huesos que olía a moho y a putrefacción, le hizo un gesto para que se sentara.

– ¿Te acuerdas de esto?-dijo. Apuntó con la linterna a las paredes en ruinas de las catacumbas. El agua de las cisternas goteaba formando negros y grasientos charcos.

Le temblaba todo el cuerpo.

– ¿Cómo has sabido de este lugar?

Thierry tenía en la mano el fax que había robado de la oficina de Aimée con la fotografía de Sarah: la marca de la esvástica, el cuero cabelludo afeitado, y él de bebé en sus brazos. A Sarah se le mudó el rostro.

Nom de Dieu!- dijo-. ¿Dónde has encontrado eso?

El permaneció en silencio, encendió una vela y sacó una tira de cinta aislante.

– ¿Qué ocurre?-preguntó ella inquieta. Comenzó a levantarse, pero él la hizo volver a sentarse de un empujón en la húmeda suciedad-. ¿Qué es lo que quieres?

– Toda tu atención-dio él mientras le ataba los tobillos con la cinta-. Admítelo-dijo él mientras le ataba los tobillos con la cinta-. Admítelo-dijo, sentándose frente a ella con las piernas cruzadas sobre una irregular losa y comenzó a cantar “Frêre Jacques, dormez vous?” con empalagosa vos de falsete. Pegó una patada en el suelo.

La peluca negra de Sarah se descolgaba sobre su oreja y la cicatriz se mostraba por completo a la luz de la vela. El aire húmedo llenaba la caverna.

– ¿Por qué haces esto?

– Sabes, tendría que estar orgulloso de eso.- Thierry se levantó y le pasó el dedo por la esvástica de la frente.

Sarah temblaba

– Ganaste el sello del Führer, algo que muy pocos judíos consiguieron-dijo Thierry-. Pero sigues siendo una kike , una impura.

– Oui.Une Juive-dijo ella y dejó de temblar-. Pero no vivo con miedo por ello. Ya no.

– Pero debes pagar-repuso él

– ¿Pagar?-Abrió unos ojos como platos-. ¿No he pagado ya lo suficiente? La Gestapo se llevó a mi familia, tuve que abandonarte… ¿no es eso más que suficiente?-Ella movió la cabeza de un lado a otro

“Tan pronto como regresé a París, estuve frente a la casa de los Rambuteau y te vi entrar por la puerta”-Se secó los ojos con la sucia manga de su gabardina-. Justo en el lugar en el que me había despedido de ti con un beso cuando eras bebé. ¿Sabes lo que hice? Me arrodille, en un charco de la acera y di gracias al Dios que durante años he despreciado porque estabas vivo. Vivo, andando y respirando. Un hombre adulto.-Estaba haciendo un esfuerzo por continuar-. Fui al templo, al que iba con mis padres, y rogué a dios que me perdonara por haberlo odiado. Estás sano, y tenías unos padres que te amaban.

Thierry soltó un bufido.

– ¿Unos padres que me amaban? Lo que Nathalie Rambuteau amaba era la botella

– Lo siento. Lo siento mucho

– No importaba que lo prometiera. Cuando volvía a casa de la escuela, estaba borracha y se desmayaba, pegada al suelo con su propio vómito.-Golpeó con el puño la pared de tierra endurecida-. Eso era cuando tenía un día bueno. Yo pensaba que era porque yo era adoptado.

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