No había dónde esconderse
Escuchó la voz de Annick y un teléfono que sonaba
– Está sobre mi mesa. Ya contesto yo el teléfono
Aimée echó mano de los zapatos de tacón y se ocultó tras la puerta, pegada a la pared. Mientras Solange se acercaba a la mesa, Aimée tiró suavemtne de la puerta y se cubrió con ella casi por completo.
Solange había recogido el maletín y se había dado la vuelta para salir cuando Annick hab{o
– Solange, busca los recorte de prensa sobre el monumento a la deportación, ¿de acuerdo? Está en el segundo o tercer cajón del escritorio
No podía ver a Solange, pero rezó para que lo encontrara. Y rápido. Le picaba la nariz. Desgraciadamente, con las manos estaba sujetando los zapatos, y no podía taparse la nariz sin golpear la puerta a un tiempo
Escuchó el ruido que hacía Solange al rebuscar en el escritorio y remover papeles
– No lo encuentro. ¿En qué cajón?
Trató de apretar la nariz contra la puerta para evitar el estornudo, pero eso solo consiguió abrirla algo más. Estaba a punto de explotar cuando oyó a Annick gritar.
– Lo he encontrado
Solange salió de la habitación y cerró la puerta de golpe tras ella. Al mismo tiempo, Aimée dejó caer los zapatos sobre la alfombra y amortiguó su estornudo con las dos manos lo mejor que pudo. Desde detrás de la puerta cerrada le llegaba el sonido de conversaciones en voz baja y luego el silencio. Mientras volvía a ponerse los zapatos, marcó el número de Leah en la fábrica de botones
– Leah, ¿qué tal Sarah?
Leah contestó en voz baja y cómplice
– La última vez que lo he comprobado, bien
– ¿Hace cuánto tiempo que lo has comprobado, Leah?-preguntó Aimée-. Nuestra invitada es de las que pertenece a la variedad nerviosa. Probablemente le vendría bien tener compañía
– He ido a ver hace unas pocas horas-dijo leah-. Voy a cerrar, así que ahora miro. Tengo en el horno un souflee de Gruyere con salsa de alcaparras…
Aimée se dio cuenta de que no había comido nada durante el día
– Suena estupendo. Estaré ocupada un rato, así que por favor tranquilízala. Volveré a llamarte
La fundación de Soli Hecht en el quinto piso se encontraba en lo que había venido a llamarse de manera poética durante el siglo anterior una buhardilla. La placa de bronce en el exterior de su despacho afirmaba que ahí había muerto Chopin, arruinado, tísico y con atrasos en el pago del alquiler. Ahora consistía en estancias blanqueadas con aleros oblicuos y ventanas rectangulares. Aglomerado de color blanco rodeaba la oficina proporcionando así un mostrador continuo y espacio para estanterías. Varios ordenadores estaban situados junto a una fotocopiadora de último modelo y el espacio restante lo ocupaban archivadores de metal blanco.
La primera impresión de antisepsia la estropeaba la fotografía que cubría una pared entera. El pie de un niño pequeño colgaba de un horno crematorio cerca de montones de cenizas y sonrientes oficiales de la Gestapo daban golpecitos con sus fustas. Letras en negrita colocadas debajo decían: “No olvidar nunca…”
A Aimée se le revolvió el estómago, pero se obligó a quedarse ahí. Se sentó frente al ordenador más cercano. Apoyó la cabeza contra la pantalla, pero la foto no acababa de disiparse. ¿Y ese piececito? ¿Y la madre que lo había lavado, el padre que le había hecho cosquillas, la abuela que había tejido calcetines para él o el abuelo que lo había subido en sus hombros? Probablemente ninguno estaba ya. Generaciones perdidas. Solo quedaban los fantasmas
Aimée pensó que Soli Hecht se recordaba a sí mismo el por qué de su trabajo ahí. Como si necesitara motivación, siendo como era, él mismo un superviviente de Treblinka. Comenzó a golpear las teclas y a jugar con posibles contraseñas para acceder al disco duro de Soli. Consideró la posibilidad del “efecto ático”, que todos los datos que se almacenan sobreviven en el disco duro. Un usuario, como Hecht, pensaría que había eliminado información al borrarla. Pero nada se eliminaba del todo. Todos los códigos escritos se redirigían a través del hardware del ordenador y se alojaban allí en algún lugar, algo por lo cual le pagaban muy bien en sus investigaciones informáticas forenses.
Descubrió la contraseña (Shoah) y encontró las terminales de la fundación de Soli que estaban conectadas con el sistema central de la planta baja y se froto las manos con excitación. Metódicamente, comenzó a acceder al disco duro y comprobó las bases de datos en busca del nombre de Lili
La última actividad de Soli con el ordenador tenía fecha del viernes, el día de su accidente, dos días después del asesinato de Lili. No se habían abierto archivos, ni se había añadido ninguno nuevo. Al leer su correo electrónico se desilusionó. Solo había un breve mensaje del Centro Simon Wiesentahl ¿Dónde estarían los disquetes de seguridad de Soli?
La cerradura de los archivadores cedió ante el contoneo de un clip y Aimée rebuscó al tiempo que se ocupaba en mantener su mirada alejada de la fotografía. Cientos de páginas sobre Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, con testimonios de supervivientes que Soli se había encargado de documentar cuidadosamente. Aimée dio una patada al fichero más cercano: no había nada posterior a 1987. Perpleja, comenzó una búsqueda sistemática en las habitaciones pintadas de blanco. Vació los archivadores y desmontó los archivos, buscó debajo del ordenador por si había algo pegado a la parte inferior y comprobó las costuras de la alfombra. Tres horas más tarde aún seguía frustrada. Nada. Ni siquiera un solo disquete.
Tenía la sensación de que aquí tenía que existir algo que tuviera que ver con Lili. ¿Se lo habría llevado Soli? Incluso si lo hizo, tendría una copia o un disco de seguridad. En momentos como este, Aimée sabía que era mejor marcharse y regresar con ojos nuevos para poder apreciar algo que quizá se le había pasado por alto. Decidió bajar al piso de abajo y buscar en los ficheros de microfichas del Centro de anotaciones sobre la ocupación.
El sistema de la biblioteca del tercer piso era claro, conciso y contenía continuas remisiones inmaculadamente perfectas. Las microfichas de periódicos y boletines judíos se agolpaban delante de sus ojos.
Una hora más tarde, encontró la vieja fotografía granulada, junto a un breve artículo, “Jamais plus froid ”.
Los alumnos del liceo de la rue du Plâtre demuestran patriotismo a favor
de nuestros obreros franceses en Alemania. Este cargamento de lana
contribuye a mantener a nuestros hombres calientes durante este invierno.
Vio a Sarah y a Lili, con las estrellas amarillas bordadas sobre sus vestidos, de pie junto a montones de abrigos en el patio de la escuela. Ahí estaba también la cara que Odile Redonnet había identificado como la de Laurent de Saux. Sobre su cuello, asomando sobre el cuello de la camisa, lucía una marca de nacimiento en forma de mariposa.
Copió el archivo, con foto incluida, en una copidadora láser forrada de madera, alineada junto a la entrada a la biblioteca. Eliminaba las distorsiones y las imágenes borrosas gracias a un sistema de descompresión de archivos en papel de prensa, de manera que se distinguían incluso hasta los menores rasgos faciales. Era de una calidad excelente e irrefutable. Se pregntaba cómo había podido esconder Laurent de Saux esa marca de nacimiento.
Existía una prueba de que Laurent conocía a Lil y a Sarah. Lo que permanecía siendo una incógnita era su identidad. Tenía que contrastar las huellas de sangre con el archivo nacional francés. Eso es: ¡encontrar a un tal Laurent de Saux y comparar su huella con la impresión de sangre!
Fue en ese momento cuando escuchó el eco de unos pasos. Se quedó helada. Del pasillo le llegó una tos áspera y rasposa. ¿Seguridad? Se lanzó debajo de una mesa de caballete apretando la copia entre las manos. En ese momento se dio cuenta de que la tapa de la fotocopiadora estaba sospechosamente abierta y la luz roja parpadeaba de manera insistente.
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