– ¿Leduc! ¿Qué demonios estás…?
– ¿Por qué me tiendes una trampa, Morbier?
– Alto ahí. No viniste a mi encuentro, no me devolviste las llamadas y ahora han disparado a tu socio-dijo él
– Ahórrate toda esa basura-repuso ella-. ¿Quién está detrás de todo esto? Voy a colgar antes de que localices la llamada. Tengo algunas preguntas.
– A propósito, tu socio está cabreadísimo-dijo-. Le dolió que lo abandonaras. Parece que no quiere que sigáis siendo socios.
– ¿Por qué estás haciendo preguntas a Abraham cuando te han retirado del caso de Lili?-dijo ella mirando el reloj
– Tenía curiosidad por saber si había tenido noticias tuyas-dijo él
– ¿Por qué diablos había que tenderme una emboscada?
– Estás paranoica, ¿qué se te ha metido en la cabeza? Escucha, Leduc, tómate una dosis de realidad. Nadie te persigue.
– La única otra explicación posible es que pincharon mi teléfono y escucharon dónde íbamos a encontrarnos. Javel…
El la interrumpió
– ¿Por qué están tus huellas por toda su casa?
Sus huellas dactilares se encontraban por todas las habitaciones del escenario de un supuesto suicidio. En su reloj aparecían dos minutos y cincuenta segundos en el momento en el que colgó el teléfono de la cabina
Aimée oyó el chirrido del metal y el zumbido de los frenos de aire cuando el tren se detuvo. Cruzó la puerta del que se dirigía a porte des Vanves, lleno de parisinos de camino de vuelta a casa desde el trabajo. Se agarró a la barra superior mientras la cabeza le daba vueltas y le entraba malestar. ¿Quién decía la verdad? ¿Podría haberse vuelto contra ella René, su socio y amigo desde la Sorbona? ¿Realmente la protegía cuando le dijo que echara a correr? Por supuesto. Su comportamiento protector era coherente con la manera en la que siempre la había tratado. Normalmente con el consiguiente enfado por su parte.
Luego estaba Morbier. Había mentido sobre la investigación sobre Lili y se había comportado muy en su estilo.
Se bajó en Châtelet. En el quiosco compró una recarga para su teléfono móvil. Los viajeros la arrastraban en el andén como si de una ola se tratara y se separaban ante ella en el último minuto. Vestida con el traje negro de diseño, no desentonaba entre los profesionales de la hora punta. En cuanto insertó la recarga el teléfono emitió un pitido.
– ¿Sí?-contestó mirando el reloj.
– Ya era hora-dijo Thierry-. Es difícil dar contigo. ¿La has encontrado?
– Tenemos que vernos-dijo ella
– Trae a Sarah a mi despacho en Clingancourt-repuso Thierry
No haría eso por nada
– Nos vemos en Dessange, en la Bastilla, dentro de media hora
– ¿Te refieres a la peluquería esa? ¿Cómo…?
– Dentro de treinta minutos. Después me habré ido.-Colgó y llamó a Clotilde.
Estar huyendo de alguien, que los skinkeads y la policía la buscaran y que pudiera regresar a su apartamento no suponía un motivo suficiente para tener el pelo grasiento. Clotilde enjabonaba con henna el cabello de Aimée mientras Françoise, la propietaria, acompañaba a Thierry hasta la zona de lavado.
– ¿De qué va todo esto?-preguntó Thierry desconcertado
– Siéntate. Te haría falta un corte-dijo Aimée
– Ahórrate tus comentarios agudos-resopló él
– Un servicio completo: las uñas, facial… ¿Por qué no te aprovechas?-dijo ella bajo la redecilla, mientras sonreía a Clotilde, la cual le masajeaba el cuero cabelludo. Thierry jugueteaba con las manos y parecía encontrarse incómodo. Indicó un espacio en el luminoso y ventilado salón, que bullía de actividad con los profesionales del color vestidos con batas de laboratorio; mujeres con las mechas envueltas en papel de aluminio sobre sus cabezas, como si de antenas se trataran y enormes fotografías ampliadas de modelos con aspecto desamparado en las paredes. Los secadores junto con la música disco antigua proporcionaban el sonido de fondo, junto con el penetrante olor a amoníaco de las permanentes.
Thierry tenía que, o bien quedarse en pie y bajar la cabeza para hablar con Aimée, o recostarse en una silla y hacer que le lavaran la cabeza
– ¿La has encontrado?
– Si lo he hecho, ¿qué significa eso para ti?-dijo Aimée mientras Clotilde le aclaraba el cabello jabonoso
– Ese es tu trabajo. E he pedido que me ayudaras-dijo-. Ahora que hemos encontrado a mi padre. A mi verdadero padre.
– ¿Por qué quieres conocerla?-dijo ella
– Es lo normal, ¿no?-replicó él
Cuando Aimée se sentó y Clotilde le secaba el pelo, ella percibió sus movimientos bruscos y sus ojos inyectados en sangre. Apretaba y soltaba el cinturón de piel de su abrigo militar. Ella nunca organizaría un encuentro entre Sarah y Thierry en su estado actual.
– Mira, voy a volver a la manifestación en el palacio del Elíseo-dijo él-. Estamos obligando a los Verdes a retraerse. Enseñando a esos idiotas quela gente adoptará una postura firme. El tratado se firmará.
Sonaba petulante para ser un hombre de cincuenta años. Y también alguien con miedo.
– ¿Te refieres al Tratado de Comercio de la Unión Europea?
El asintió
– Deja que la vea, que hable con ella
– Se lo preguntaré. ¿Por qué esa escoria vestida con pantalones de cuero tenía un rifle con sensor de calor?
Thierry entrecerró los ojos
– ¿Qué?
– Intentó acribillarme como si fuera un conejo. En el patio del hotel Sully.- Aimée se encorvó bajo la toalla mojada cliente mientras Clotilde continuaba alborotándole el pelo
Thierry las siguió con desgana hasta un sillón hidráulico que Clotilde elevó con el pie. Al mirarse en el espejo, Aimée pensó que parecía una criatura peluda, ahogada, mientras que él parecía una rapaz despeluchada.
– Igual quieres contármelo-dijo ella.
– Parece que te estás volviendo paranoica-dijo él moviendo la cabeza-. El está ocupado organizando las manifestaciones.
– Ya no-dijo ella-. Y es demasiado tarde para preguntárselo
Thierry hizo girar la silla tan rápido que las tijeras y los peines de Clotilde salieron volando. Botes de espuma y gel moldeador cayeron al suelo con un repiqueteo. Todos los ojos se volvieron hacia ella, sujeta en su bata de barbero como en una camisa de fuerza, mirando a un Thierry que a punto estaba de echar espuma por la boca y que agarraba fuertemente los apoyabrazos del sillón, al tiempo que acercaba su rostro al de Aimée para empujarla. Varias estilistas automáticamente se pusieron a recoger cepillos y una agarró un resistente secador a modo de defensa.
– ¿Te has cargado a Leif?-Thierry abrió los ojos como platos, incrédulo
– Era él o yo. A eso llegamos-dijo ella intranquila-. Leif parecía demasiado guarro como para ser nórdico
– ¡Idiota!-dijo él-. Un reconocido cabo en nuestro cuerpo.
– Me disparó desde el tejado-repuso ella-. No voy a disculparme por haber conseguido salir viva.
De repente, Thierry levantó la mirada y vio que la peluquera lo contemplaba con sus instrumentos de belleza en alto.
Bajó su voz hasta convertirla en un susurro
– Trae a esa cerda judía-siseó-. Nos vemos esta noche en el despacho. Si no, el enano no legará a mañana
Le tocaba a ella el turno de sorprenderse
– Habitación 224 del Hospital St. Catherine. Tu socio, René Friant.
Y entonces se fue, dejando tras de sí un halo de sudor rancio
Françoise se acercó corriendo
– ¿Llano a los flics?
– No, por favor-dijo Aimée-. Gracias, pero no ha ocurrido nada.
Françoise asintió
– Malas noticias, ¿no?
– Peores de lo que te imaginas-asintió Aimée
Con el pelo goteando, Aimée cogió su teléfono móvil y llamó inmediatamente al Hospital St. Catherine
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