– También, pero no únicamente. Aunque en este caso estuviera dispuesto a saltarme las normas por usted, sería inútil, porque ya no tenemos la carta.
– ¿Qué? -Sarah no daba crédito a sus oídos-. ¿Han arrestado a un hombre a partir de una información anónima que poco después ha desaparecido?
– Debo constatar, mi joven amigo, que eso no deja en muy buen lugar a esta institución -reprendió sir Jeffrey-. Y eso que Scotland Yard tiene fama de extrema formalidad.
– Y con razón -se apresuró a asegurar Fox-. El inventario del depósito de pruebas se lleva con la máxima meticulosidad. Sin embargo, parece ser que en este caso se ha cometido un penoso error, una negligencia inexcusable… Llámenlo como quieran, pero el caso es que el escrito ha desaparecido.
Sir Jeffrey enarcó las cejas.
– No se lo tome a mal, mi querido amigo, si consideramos que el procedimiento relacionado con la detención de mister Ben Nara es un poco peculiar…
– ¿Cómo podría? -Fox se encogió de hombros-. De hecho, que el escrito aún exista o no es irrelevante a estas alturas. Kamal ha sido arrestado y, por lo que veo, ha confesado en gran parte. La carta ya no es necesaria como prueba. Ha quedado obsoleta.
Sarah se mordió los labios.
Para los guardianes de la ley, la carta podía ser innecesaria a esas alturas, pero a Sarah le habría hecho falta para demostrarle a Kamal que no había sido ella quien lo había delatado a la policía. ¿O, en su amargura, también habría supuesto que ella había escrito la nota anónima y había puesto en marcha las pesquisas de Scotland Yard?
– ¿Qué piensan hacer? -se interesó Fox un tanto azorado. El silencio que había imperado durante unos instantes parecía resultarle incómodo.
– Bueno -replicó sir Jeffrey-, en lo que a mí respecta, interrumpiré mi retiro y me encargaré de la defensa de Kamal por aprecio a nuestra amiga.
– ¿Hay algo que defender? -Fox se echó a reír con tristeza-. Como ya les he dicho, Kamal ha confesado la mayor parte del delito del que se le acusa. Por lo tanto, me parece que lo sentenciarán con toda seguridad.
– En realidad, tenemos dos posibilidades -contestó sir Jeffrey, diligente-. Por un lado, conseguir demostrar que las dos víctimas eran realmente los asesinos de la mujer de mister Ben Nara, lo cual podría servir de atenuante en vista de los móviles del crimen. Aunque, dada la circunstancia de que los sucesos ocurrieron hace más de quince años, no cabe tener muy en cuenta esa posibilidad.
– ¿O bien?
– O bien -prosiguió el consejero real con la serenidad propia de un hombre que ya había librado muchas batallas en los tribunales y había logrado salir victorioso de no pocas- alegamos incapacidad mental. Eso le evitaría a mi cliente la pena de muerte y probablemente también cumplir cadena perpetua en Newgate, y lo llevarían directamente a Bedlam…
Mientras Fox asentía prudentemente a esos argumentos, a Sarah le recorrieron la espalda unos escalofríos.
Bedlam era la abreviatura usada para referirse al Hospital Saint Mary of Bethlehem, una institución cerrada para custodiar a enfermos mentales. Cumplir condena allí sería mejor que acabar en el patíbulo o malvivir míseramente olvidado del mundo en la infame prisión de Newgate. Con todo, lo que se explicaba sobre la institución y sobre los métodos que allí se empleaban era bastante atroz. Sarah recordó estremecida la visita a la clínica Saint James, cercana a París, que había realizado con Maurice du Gard hacía, al menos eso le parecía, una eternidad. A ojos de Sarah, la tenebrosidad y la tristeza de aquel centro eran insuperables, y eso que entre los expertos en Medicina tenía fama de ser una de las instituciones más modernas y avanzadas de Europa.
Por muchas vueltas que se le diera, las perspectivas que se le ofrecían a Kamal no eran de color de rosa. El idilio que habían disfrutado durante su estancia en Yorkshire había sido destruido de una manera brutal, el sueño de un amor pleno, al que se habían entregado plenamente, había resultado ser una mentira.
A pesar de todo, Sarah no estaba dispuesta a abandonar.
Había tenido que ver cómo le arrebataban sin poder evitarlo a dos personas a las que había querido por encima de todo; no quería y no podría soportar que ocurriera de nuevo.
Lucharía.
Con todos los medios.
Diario personal de Sarah Kincaid
Milton Fox tenía razón. Teniendo en cuenta lo obvio de la cuestión, la fiscalía ha apremiado en el caso de Kamal y se ha ocupado de que se fijara el día del juicio para el jueves de la semana que viene.
Me abruma la comparación con un animal acorralado; mi instinto me dice que se acerca una tormenta, pero no alcanzo a comprender los procedimientos ni puedo hacer nada por evitarlo. Me embarga un sentimiento de profunda impotencia que intento contrarrestar ofreciéndole mi ayuda a sir Jeffrey. Pero, puesto que no entiendo de cuestiones jurídicas, probablemente solo soy una carga para él. No deja de darle vueltas, día y noche, a su alegato inicial, del que seguramente dependerá todo. Si no consigue sembrar la duda en los corazones de los jueces al inicio del proceso, el destino de Kamal está sellado.
No existen perspectivas de que mi amado pueda salir indemne de este asunto; él mismo ha confesado y se trata únicamente de sacar a la luz los móviles del crimen, que serán decisivos para determinar la pena. La fiscalía afirmará que Kamal actuó por codicia y otros bajos instintos, en tanto que sir Jeffrey pondrá sobre la mesa los antecedentes del asesinato. Sin embargo, puesto que el proceso acabó entonces con la absolución de las futuras víctimas, las probabilidades de éxito también son remotas.
Cuanto más lo pienso, más me desespero. Añoro Kincaid Manor y los días felices y despreocupados que vivimos allí, sabiendo que han acabado irremisiblemente. La cuestión de a quién debemos este cambio desfavorable del destino no se me va de la cabeza, pero mis intentos por descubrir al autor del escrito anónimo que puso a Scotland Yard sobre la pista de Kamal han resultado infructuosos. Creo que la única esperanza radica en preguntárselo a Kamal, aunque tengo claro que mi amado no estará muy dispuesto a hablar conmigo, puesto que, para mi aflicción, sigue considerándome la causante de su desgracia…
Prisión de Newgate, Londres, 25 de septiembre de 1884
Sarah notó un nudo en el estómago cuando se abrió el portalón de hierro. No era habitual que un civil, aún menos una mujer, tuviera acceso a los lóbregos muros de Newgate. Milton Fox, seguramente por mala conciencia, había conseguido una autorización especial.
Las alas del portalón cedieron con un graznido ronco, y Sarah pudo entrar. Acompañada por uno de los guardianes, que llevaba un uniforme sucio y gastado, cruzó el patio interior, rodeado por altos muros desoladores, y se adentró en la prisión, un edificio adusto cuya fachada enlucida con cal parecía fundirse con la niebla matutina. El hedor que la recibió fue aturdidor, una mezcla de podredumbre, sudor y excrementos. Unos faroles de gas iluminaban el corredor sin ventanas; al parecer, nadie quería gastar dinero para alumbrar con electricidad la mísera existencia de los prisioneros.
– Todo recto. -La voz del guardia no revelaba ninguna emoción, tampoco su semblante tosco, como tallado en piedra, ni su mirada apática. Por lo visto, ya no notaba la escalofriante miseria de su entorno.
Al contrario que la visitante.
Sarah se estremeció ante la visión de los corredores estrechos y oscuros a los que daban las puertas de hierro, pintadas de gris y con un ventanuco, de las celdas. Los internos que Sarah pudo distinguir al pasar por delante estaban tan pálidos y demacrados que parecían más muertos que vivos. Pero si alguno se percataba de la extraña visita, en sus ojos brillaba el deseo y a veces enseñaba los dientes podridos esbozando una sonrisa lasciva. Si la cosa no pasaba de ahí, el guardia no reaccionaba, pero cuando uno de los prisioneros se atrevió a aporrear la puerta de su celda y a dirigirle la palabra a Sarah de manera indecente, el guardia sacó su porra de madera y golpeó en el cierre de la puerta con una violencia brutal.
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