– ¿Cómo debo interpretarlo?
– Su madre era inglesa -explicó Sarah-. Kamal se crió aquí, por eso no solo conoce muy bien nuestra lengua, sino también nuestras costumbres.
– No… No lo sabía.
– Kamal considera que Inglaterra es su verdadera patria, Milton. Creo que eso dice mucho de él.
– Cierto… Pero ¿por qué no se quedó en Inglaterra? ¿Por qué regresó a África para vivir en medio de toda aquella suciedad y polvo?
– Porque, como todos nosotros, quiso conocer sus raíces… Y porque tenía que suceder a su padre, que era un gran jefe de los tuaregs.
– Eso que dice suena muy bien, pero me temo que no se ajusta totalmente a la verdad -objetó Fox-. Según nuestras informaciones, Kamal salió del país porque tenía las manos manchadas de sangre, la sangre de dos soldados al servicio de la Armada real británica.
– La sangre de dos asesinos -puntualizó Sarah-. Esos hombres atacaron antes a la novia de Kamal y la violaron brutalmente. Y no murió solo ella a consecuencia del ataque, sino también el hijo que llevaba en sus entrañas. El hijo de Kamal.
– Puede que esa sea su versión de los hechos -replicó Fox-, pero no hay ninguna prueba de ello, al contrario. He ordenado que me trajeran las actas. El granadero real Samuel Tennant y el granadero real Leonard Albright fueron detenidos la noche de ese supuesto crimen y comparecieron ante el tribunal poco después. Y Kamal fue el único que los identificó como criminales. Los demás testigos…
– Los demás testigos estaban sobornados o eran tan estrechos de miras como la mayoría de la gente en este país.
– ¡Sarah! ¿Cómo se le ocurre?
– El juicio estaba amañado. La prometida de Kamal era medio africana, igual que él. Estaba decidido desde el principio que dos granaderos reales blancos no acabarían en la cárcel por una mestiza.
– Querida -se sublevó también sir Jeffrey, que hasta entonces apenas había dicho nada-, ¡tenga cuidado con lo que dice! Está poniendo en duda la independencia de los tribunales…
– No por principio ni mientras ante esos tribunales se presenten personas de piel clara -contestó Sarah-. Sin embargo, en el caso de Kamal no puede hablarse de un proceso justo. Me contó que uno de los testigos se sonrió maliciosamente cuando leyeron la absolución.
– Ningún sistema es perfecto -admitió Milton Fox-. Pero eso no le da derecho a Kamal a sentenciar por su cuenta a esos hombres después de que un tribunal los dejara en libertad.
– ¿Qué se supone que hizo? -preguntó sir Jeffrey.
– Se le acusa de haber asesinado al granadero real Samuel Tennant de dos puñaladas en el corazón en abril de 1869. Posteriormente, mutiló al granadero real Leonard Albright convirtiéndolo en un pobre lisiado sin virilidad. Albright abandonó el ejército y se quitó la vida medio año después de esos terribles sucesos.
– Muy caritativo -murmuró sir Jeffrey, y se le notaba cuánto lo sublevaba semejante barbarie.
– ¿Sería su espanto tan considerable si Kamal fuera un caballero de la antigua escuela inglesa? -preguntó Sarah quedamente-. ¿Si, en vez de ejecutar a los asesinos de su novia con un cuchillo y de noche, lo hubiera hecho al alba y con una pistola?
Ni sir Jeffrey ni Milton Fox respondieron nada. Pero la mirada atónita que intercambiaron fue muy elocuente.
– Con todos mis respetos, caballeros -susurró Sarah, que de nuevo tenía que luchar contra las lágrimas de rabia y desesperación-, son ustedes unos hipócritas que miden con doble rasero. ¿Y pretenden afirmar que, en estas condiciones, Kamal tendrá un juicio justo en este país?
– Bueno -murmuró Jeffrey Hull, tocándose avergonzado el cabello ralo-. Probablemente nuestra amiga tiene razón, Milton. Tal vez estamos un poco cargados de prejuicios…
– Puede que usted sí, sir Jeffrey, pero yo no -opinó Fox con convencimiento-. Como funcionario de Scotland Yard, los prejuicios son algo que no puedo permitirme. No discuto que se hayan cometido errores y, naturalmente, siento simpatía por Kamal y su causa. Pero, como parte del aparato judicial, estoy obligado a ser neutral. No puedo ayudarlo.
– Lo comprendo -dijo Sarah, asintiendo con la cabeza.
– No obstante -prosiguió el superintendente-, me ocuparé de que la denuncia del inspector Lester contra usted no sea tramitada oficialmente, lo cual significa ni más ni menos que nunca más volverá a oír hablar del tema.
– Es… es muy amable. Gracias, Milton.
– Me gustaría poder hacer algo más por Kamal y por usted, Sarah. Pero es imposible.
– ¿No podría contarnos algo sobre la fuente de las informaciones? -preguntó sir Jeffrey-. ¿Quién les dio las indicaciones decisivas? ¿Cómo supo su gente el actual nombre de Kamal y dónde se encontraba?
– Lo siento, sir Jeffrey, no estoy autorizado a dar esa información.
– ¡Maldita sea, joven! -vociferó el consejero real, en un inusual arrebato de temperamento juvenil que a Sarah le recordó un poco a su padre-. ¿Aún no ha comprendido lo que está en juego? Si el peso de la ley cae sobre Kamal, acabará en el patíbulo o encerrado para siempre en presidio. Le debemos la vida a ese hombre, Milton, ¡no debería olvidarlo!
– No lo olvido -aseguró Fox, y de nuevo se agitó en su butaca, revolviéndose como una anguila, eso sí, bastante corpulenta-. La cuestión es que el reglamento…
– Olvide el reglamento esta vez, y haga lo que le aconseja el corazón. Usted es un verdadero caballero, amigo mío, lo sé; por lo tanto, actúe como tal.
– Pero yo…, yo… -El semblante de Fox cambió de color y enrojeció, unas perlas de sudor le cubrieron la frente.
Sarah no podía sino tributar el máximo respeto a sir Jeffrey. Inesperadamente, casi como quien no quiere la cosa, el consejero real estaba presionando a Milton Fox y parecía haberlo tocado en su punto más vulnerable: el honor. Sarah comenzó a comprender por qué aquel hombre había disfrutado de la fama de ser uno de los mejores letrados del Temple Bar. En el tórrido viaje al desierto no se había apreciado, pero sir Jeffrey era un contrincante peligroso en su terreno a pesar de su avanzada edad y de su apariencia gris…
Se percibía claramente que la fachada de corrección que Fox se esforzaba cuidadosamente en construir comenzaba a desmoronarse. Una vez más, su semblante se agitó nerviosamente, mientras miraba con disimulo hacia la puerta, como si quisiera asegurarse de que realmente estaba cerrada.
– La información -susurró luego en voz tan baja que apenas se le oía- llegó por caminos poco convencionales.
– ¿Qué significa eso? -inquirió Sarah.
– Simplemente, llegó -explicó Fox enigmáticamente-. El comandante Devine encontró un día un escrito anónimo sobre su mesa, en el que se daban a conocer los acontecimientos. La carta contenía datos detallados sobre los delitos y también se mencionaba en ella tanto el nombre actual como el antiguo nombre del criminal. Puesto que estamos obligados a investigar en cualquier caso los indicios de un delito capital, le confiaron las pesquisas al inspector Lester, con éxito, como ya sabemos.
– Efectivamente -dijo Sarah con voz apagada.
– Me gustaría añadir que yo no supe nada del caso hasta hace poco. Pero aunque no hubiera sido así, habría tenido las manos atadas. No habría podido avisarla ni informarla del estado de las pesquisas.
– Lo comprendo -admitió Sarah-. ¿Y no sabe de dónde salió el escrito?
– Lo lamento. La carta estaba escrita a máquina, no se podía buscar el origen.
– ¿Podríamos echarle un vistazo? -preguntó sir Jeffrey-. Es probable que los ojos de un viejo jurista descubran algo que se les ha escapado.
– Por desgracia, no es posible.
– Comprendo -suspiró Sarah-. El reglamento, ¿no?
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