Michael Peinkofer - Las puertas del infierno

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Otoño de 1884. Una celda lúgubre. Dentro se encuentra un hombre inerte. ¿Estará muerto? Bajo su lengua hay una moneda, es el óbolo de Caronte, el precio que hay que pagar al barquero del reino de los muertos.
La joven arqueóloga Sarah Kincaid no sabe qué hacer, el destino parece haberse puesto en su contra. Primero la abatió la muerte de su padre en Egipto y ahora su prometido, Kamal, a quien se acusa de un antiguo crimen, sufre una extraña enfermedad que lo tiene a las puertas del infierno. Pero aún hay una última oportunidad de salvarlo, la legendaria agua de la vida.
Para encontrarla, Sarah deberá sortear los peligros que acechan en los callejones de Praga, donde dicen que habita el Golem, entre las torres de los monasterios de Meteora o en las orillas subterráneas del Estigia, el río griego de los muertos.
«Embarcarse en la lectura de la tercera novela de Sarah Kincaid, la aguerrida arqueóloga victoriana, es toda una aventura.»
Frankfurter Stadtkurier

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Puesto que suponía a su padrino internado en la institución de Bedlam, no había contado con verlo allí. Por eso la conmocionó tanto el encuentro, como podía deducirse fácilmente a partir de la palidez cérea de su semblante.

– No pareces muy contenta de verme -señaló Laydon, y torció a un lado la cabeza rasurada mientras la observaba a través del ventanuco-. ¿No has venido a verme a mí? ¿Tienes más conocidos entre estos adustos muros? ¿Tal vez un amante secreto…?

De nuevo soltó una risita maliciosa, y Sarah notó que la rabia le corría por las venas. Se acercó a la puerta de la celda hecha una furia, el odio le brillaba en los ojos.

– ¿Qué sabes tú? -masculló-. ¡Vamos, dímelo!

Las risas de Laydon sonaron aún más malévolas.

– Vaya, ¿de repente hablas conmigo?

– Si sabes algo de Kamal, ¡dilo! ¡Ahora mismo! ¿Oyes?

– Sarah. Mi buena Sarah. -Laydon meneó compasivo la cabeza-. De tu reacción deduzco que ha vuelto a ocurrirte algo que ha sacudido tu mundo hasta los cimientos. Y como en todas las ocasiones anteriores, como con el viejo Kincaid y con tu maleado amigo francés, echas la culpa a los demás. Ni en sueños se te ocurriría pensar que tú eres el motivo de…

– No te atrevas siquiera a mencionar a mi padre ni a Maurice -replicó temblando, mientras se esforzaba por contener su ira-. Los dos seguirían con vida si no hubiera sido por ti.

– ¿Eso crees realmente?

– Lo sé. Del mismo modo que sé que tus palabras no son de fiar. Una vez ya envenenaste mi mente y mi corazón, como le hiciste a mi padre. Pero, a diferencia de él, yo abrí los ojos a tiempo y descubrí tu verdadero ser.

– Pero únicamente porque yo te lo revelé. De lo contrario, aún continuarías buscando desesperadamente la verdad. Estás ciega, Sarah Kincaid, y no solo en lo tocante a tu pasado…

– Eso a ti no te importa -resopló, enfadada porque él conocía su secreto más íntimo.

– Sé muchas cosas de ti, Sarah. Más de las que crees… Y más de las que te gustaría.

De nuevo soltó aquella risita odiosa, marcada por la locura, que a Sarah le llegó hasta el alma.

– ¿Qué sabes? -volvió a preguntar, esta vez con mayor acritud-. Habla o…

– ¿Vas a amenazarme? ¿Después de habérmelo quitado todo?

– Tú tienes la culpa de lo que te ha ocurrido. Con tu ansia de riquezas y de poder, te has mezclado con gente de la que deberías haberte mantenido alejado.

– Igual que tú y tu padre -replicó Laydon tranquilamente-. A pesar de todo lo sucedido, sigues sin comprender lo antigua y poderosa que es aquella organización y hasta dónde llegan sus tentáculos… Incluso aquí, entre estos muros sombríos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sarah con cautela, remarcando cada sílaba.

Mortimer Laydon la había manipulado y engañado repetidamente. Y aunque se había apoderado de él la locura, continuaba siendo peligroso…

– Tanto en Alejandría como en la búsqueda del Libro de Thot, te cruzaste en su camino -respondió él burlonamente-, pero aún no te has dado cuenta de a quién te enfrentas realmente. Tal vez Gardiner se equivocó contigo y no eres ni con mucho tan brillante como siempre supuso…

Sarah se estremeció.

Oír pronunciar a Laydon el nombre de su padre desataba aún más su ira. Intentó en vano serenarse y convencerse de que aquello solo eran tonterías de un enfermo mental. Las palabras del asesino la agitaron y el veneno que aquel hombre esparcía como antaño surtió efecto. Un miedo irracional se apoderó súbitamente de Sarah, quien se dijo que lo mejor sería abandonar aquel lugar lo más deprisa posible.

Sin pronunciar una sola palabra a modo de saludo, se separó de la puerta de la celda, dio media vuelta y prosiguió el camino hacia el exterior en compañía del guardia, seguida por los estúpidos gritos de Laydon.

– ¡Esto no ha acabado todavía! Volveremos a vernos, Sarah Kincaid -gritó a sus espaldas, y enseguida se explayó en una carcajada histérica que rebotó en el bajo techo abovedado y sonó como el chillido de un mono.

Algunos de los presidiarios, sobre todo aquellos que ya llevaban suficiente tiempo en aquel infierno húmedo y oscuro para haber perdido en gran parte la razón, se sumaron al griterío, y Sarah y su acompañante fueron embestidos por una oleada de carcajadas estridentes y arrastrados de vuelta al adusto patio interior.

Absorta en pensamientos sombríos, Sarah cruzó el patio y el portalón, y regresó al carruaje que sir Jeffrey había puesto a su disposición mientras durara su estancia en Londres. El cochero, un hombre corpulento al servicio de sir Jeffrey y que llevaba una levita demasiado estrecha, la ayudó a subir. Agotada, Sarah se dejó caer en el banco forrado de terciopelo oscuro y miró fuera ensimismada.

El carruaje arrancó bruscamente y tanto los muros intimidantes de Newgate como los edificios colindantes desaparecieron tras la densa niebla, que tenía a Londres en sus garras y que no parecía dispuesta a disiparse nunca más.

Capítulo 6

Diario personal de Sarah Kincaid

Mortimer Laydon.

La sola mención de ese nombre me provoca escalofríos, pues me recuerda al mismo tiempo mis momentos más sombríos y el mayor de mis errores: el terrible instante en que murió mi padre, abatido por el puñal del asesino, y que yo, demasiado inexperta y ciega debido al dolor y a la pena, no supe reconocer al verdadero autor del crimen.

Aunque las palabras de Laydon me persiguen y sigo viendo sus rasgos demacrados y desfigurados por el odio y la locura, mis miedos y mis miserias me parecen insignificantes comparados con los de mi amado, en quien estos días se concentra toda mi preocupación. Me aferró a la esperanza de que los esfuerzos de sir Jeffrey tal vez sean coronados por el éxito y que exista un modo de salvar a Kamal… Pero a medida que el tiempo pasa y el semblante de sir Jeffrey se vuelve más ceñudo, yo también me veo obligada a reconocer que humanamente no tenemos ninguna posibilidad.

Lo que necesitamos es un milagro…

Maifair, Londres, noche del 25 de septiembre de 1884

En el comedor remaba el silencio. Solo se oía el tictac del gran reloj de pared, cuyo péndulo oscilaba perezosamente, tomando nota con indiferencia del paso del tiempo. Al contrario que Sarah.

Le estaba muy agradecida a sir Jeffrey, no solo porque la había acogido en su villa de Mayfair durante su estancia en Londres, sino también porque intentaba con todas sus fuerzas ser un buen abogado y también un amigo paternal. Sin embargo, habría preferido pasar las veladas aislada en su habitación en vez de cenando en compañía de sir Jeffrey. El consejero real había renunciado al menos a invitar a amigos y colegas, como era usual en su círculo, para que Sarah no se viera obligada a mantener conversaciones banales mientras sus pensamientos vagaban por otros lugares. Pero, incluso así, habría preferido la soledad de su habitación. Había tantas cosas que tenía que poner en claro, sentimientos y sensaciones a los que debía sobreponerse.

– ¿Algún problema con el rosbif? -preguntó preocupado sir Jeffrey, que estaba sentado al otro extremo de la larga mesa y se había dado cuenta de que el tenedor de plata de Sarah hurgaba sin propósito alguno en la comida y muy raramente trasladaba un mordisco a su boca. Naturalmente, la carne estaba impecable y tenía aquel color rosa que prometía un verdadero manjar a los entendidos, pero como buen caballero que era intentaba tenderle un puente.

– No, sir Jeffrey -replicó Sarah meneando la cabeza-. El rosbif está delicioso. El problema es que no tengo hambre.

– Es comprensible, querida. Sin embargo, debería comer algo. Oblíguese si es necesario. Nos esperan días agotadores, o semanas.

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