Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Victor se detuvo, se quitó las gafas y las limpió pensativamente con un trocito arrugado de papel de cocina.

– Está corriendo un riesgo al contármelo a mí, ¿no es cierto? ¿Cómo sabe que el doctor Moorpath y yo no somos amigos íntimos? Los forenses con los mismos intereses tienden a mantenerse unidos, ¿no sabe ustted eso? Y el doctor Moorpath y yo somos miembros de la Asociación de Patólogos en Activo de Massachusetts.

– Claro que estoy corriendo un riesgo -le comentó Michael-. Pero lo hago porque usted parece el tipo de hombre que ni muerto querría que lo vieran jugando ocho hoyos en Chestnut Hill en compañía de Raymond Moorpath. Y dejando aparte eso, esa asociación de que usted habla no existe.

Víctor volvió a ponerse las gafas.

– De acuerdo -aceptó por fin. Consultó el reloj-. Hoy es imposible. Pero vaya a verme mañana… digamos a las once. Primero tengo que ir a cortarme el pelo.

Michael no estaba seguro de si había descubierto un aliado en Victor Kurylowicz o no, pero le gustaba la combinación que Victor tenía de insensibilidad, de rareza y de capacidad de reírse de sí mismo. Hacían falta las tres cosas para ser un buen forense. Michael había quedado síquicamente tocado tan sólo por la visión de los cadáveres; Victor tenía que pasarse el día cortándolos en pedazos, manoseando los órganos internos, sacándoles el cerebro e intentando, al mismo tiempo, no pensar que aquel cuerpo era la madre de alguien, el hijo de alguien… que se trataba de una persona que habría podido estar hablando con él unas cuantas horas antes. Se puso a caminar con dificultad por las dunas y echó una última mirada a su alrededor. Joe estaba esperándolo y hablaba impacientemente con el sargento Jahnke. Oyó, a sus espaldas, que la ambulancia se marchaba con un súbito y corto sonido de la sirena, que hizo que todos se sobresaltaran.

Fue entonces cuando vio, a corta distancia, algo blanco, algo que brillaba entre la dorada bruma matutina, como la vela de un barco.

Se protegió los ojos contra el resplandor, pero aun así no podía distinguir con claridad de qué se trataba. Se volvió hacia uno de los guardacostas que se encontraba de pie cerca y le preguntó si le prestaba los prismáticos.

– Vale, señor, pero trátelos con cuidado, ¿eh? Son unos Zeiss, y cuestan setecientos y pico pavos.

El guardacostas tenía un racimo de granos de un color escarlata muy vivo en cada mejilla, y Michael confió en que no fueran contagiosos.

Cogió los prismáticos y los enfocó hacia la blanca silueta que se veía a lo lejos. Incluso así no se distinguía con claridad, debido a la niebla matinal de verano que se levantaba del mar. Pero no había duda acerca de lo que era. Lo que había tomado al principio por una vela se encontraba bien metido tierra adentro, en la cima de un cabo tosco y lleno de hierbajos. Encima de una forma triangular blanca había una barandilla negra de rejilla y una lente de vidrio resplandeciente.

Era un faro… pero no un faro cualquiera. Era el mismo faro blanco y achaparrado que había tenido ocasión de ver en el trance hipnótico.

Y un poco más a la derecha, detrás de los árboles barridos por el viento, se veía una hilera de casas típicas de Nueva Ingla-terra que estaban pintadas de verde. Las mismas casas que había visto durante el trance.

Con creciente emoción, debida al temor y al descubrimiento, se volvió mirando de un lado a otro, y entonces fue cuando supo con toda certeza que aquélla era la bahía: la que había visto cuando el doctor Rice lo había hipnotizado por última vez.

Aquélla era la bahía y aquél era el faro; y allí era donde Sissy O'Brien había sido recogida del océano, y donde su propia vida iba a cambiar. Presentía que su destino estaba dando un giro del mismo modo que una veleta se da la vuelta. Oía cómo la arena crepitaba entre las hierbas marinas. Michael miró otra vez hacia el faro lleno de excitación y de miedo.

Joe se le acercó, lo cogió del brazo y le dijo:

– Vamos, Michael, estoy muriéndome de hambre. Vamos a desayunar algo.

Los ojos de Michael estaban abiertos de par en par y miraban fijamente. Joe instintivamente lo soltó.

– ¿Michael? ¿Qué ocurre?

– Nada. Pero algo está empezando a cobrar sentido.

– ¿Quieres contármelo?

– No lo sé… todavía no. Vamos a desayunar algo.

– ¡Eh! -le avisó a gritos el guardacostas cuando Michael ya se alejaba-. ¡Devuélvame los prismáticos!

Verna Latomba estaba de pie en la cocina planchando una falda negra cuando sonó el timbre de la puerta. Se acercó al televisor y bajó el volumen. Había estado viendo a Oprah Winfrey hablando del incesto. Un hombre con la cara muy pálida había confesado que se había enamorado de una hija suya de dieciséis años. Ahora, Verna frunció el ceño y se puso a escuchar. Sabía que Patrice no volvería hasta que se hiciese de noche, puede que mucho más tarde, y en cualquier caso, él tenía llave y podía entrar sin llamar.

Dejó la plancha en la base y entró en el cuarto de estar. Vio que había olvidado poner la cadena en la puerta principal. Levantó las manos hacia ella, pero antes de que pudiera poner la cadena, el timbre volvió a sonar, sobresaltando a Verna. Ésta titubeó, sin dejar de escuchar, y aguardó, pero el timbre no volvió a sonar, así que se acercó a la puerta y preguntó:

– ¿Patrice? ¿Eres tú?

Hubo un largo silencio. No contestó nadie. Verna estaba segura de que allí fuera había alguien, y no sólo porque no hubiera oído pasos alejándose por el rellano. No oía hablar, no oía ninguna respiración, pero de algún modo podía notar la presencia de alguien que aguardaba, alguien con infinita paciencia e inimaginables intenciones.

– ¿Quién está ahí? -preguntó.

No hubo respuesta. Cogió el pomo del extremo de la cadena de la puerta, que estaba colgando. Al lado del marco de la puerta, en la pared empapelada de amarillo, un cuadro de Jesús la miraba con expresión de tristeza: Jesús pintado como un hombre negro con ojos amarillos.

– Somos amigos -dijo por fin una voz de hombre joven desde el rellano.

Verna estaba de pie con la cadena medio levantada hacia el soporte.

– ¿Amigos? -preguntó con voz exigente-. ¿Qué amigos?

– Amigos -repitió el joven, como si con eso bastase.

– No sois nadie que yo conozca -dijo Verna.

– Somos amigos de Patrice.

– Patrice me ha dicho que no deje entrar a nadie.

Hubo otra larga pausa; y luego:

– A nosotros puedes dejarnos entrar.

– No puedo hacerlo, lo siento.

– Patrice ha dicho que a nosotros sí puedes dejarnos entrar. Acabamos de ver a Patrice en la calle, justo a la puerta del Palm Diner.

– Patrice me ha dicho que no abra a nadie.

– ¿De verdad no quieres abrir la puerta?

– No puedo. Patrice se pondría furioso.

– Si no abres la puerta, ¿sabes lo que vamos a hacer?

– No me vengáis con amenazas.

– Si no quieres abrir la puerta, soplaremos y soplaremos y la casa derribaremos.

– ¿Qué sois, enfermos o algo así? ¡Largo de aquí!

Hubo otra pausa. A Verna le pareció oír susurros y arrastrar de pies. Hubiera podido jurar que oía a un hombre joven soltando una risita.

Luego, sin el menor aviso, la cerradura produjo un chasquido y la puerta se abrió de un empujón.

– ¡Fuera! -chilló ella-. ¡Salid de aquí!

Se lanzó contra la puerta, magullándose el hombro al hacerlo, pero no tenía la menor posibilidad. Los dos hombres de gafas oscuras irrumpieron en la habitación por la fuerza, empujando a Verna hacia adelante con las manos extendidas y dobladas hacia arriba. Uno de ellos cerró la puerta de golpe detrás de él y le puso la cadena de seguridad.

El otro empujó a Verna hasta el cuarto de estar, y entonces la obligó a sentarse en el sofá de un empujón. Era un sofá viejo que les había dado un amigo de Patrice, y estaba cubierto con una tela beige y blanca. Verna se dio con el sofá en la cadera al caer hacia atrás. Intentó levantarse, pero el joven la empujó y la obligó a echarse de nuevo.

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