Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Sufrió, ¿no es cierto? -preguntó-. Sufrió de veras.

¿Qué? Oh, sí, puede usted estar seguro -repuso Víctor con la boca llena.

Michael se puso en pie otra vez y comenzó a pasear por la oficina. Un esqueleto humano colgaba de un rincón; se acercó a él y se puso a mirar fijamente las polvorientas cuencas de los ojos. Lo tocó suavemente y el esqueleto se puso a bailar y a dar saltitos al tiempo que los huesos de las rodillas chocaban entre sí.

– Le llamamos Idle -comentó Víctor. Michael esbozó una media sonrisa.

– La cuestión es… -empezó a decir; pero se interrumpió al ver que la puerta del despacho se abría y entraba Thomas. Parecía cansado y acalorado. La mitad del faldón de la camisa se le había salido de los arrugados pantalones de color beige, y llevaba la corbata torcida. Le preguntó a Víctor:

– ¿Cómo va eso?

Víctor levantó el emparedado a medio comer.

– Estamos en un descanso nutritivo. Cortar en pedazos a la gente es un trabajo muy duro. Hemos abierto el tórax y la cavidad abdominal; Keiller está recuperando el contenido del estómago. Le mandaré un informe preliminar en cuanto pueda.

– Si es posible, que sea antes de cenar -le pidió Thomas-. Mi aparato digestivo nunca se encuentra muy feliz con esta clase de cosas.

Miró a Michael y sorbió por la nariz; luego se la limpió con el dorso de la mano.

– Bueno, Mikey… Victor me ha dicho que nos has prestado un poco de ayuda en este caso.

– Más que un poco -dijo Victor. Señaló hacia la fotografía que reposaba sobre el escritorio-. Michael cree haber investigado a la desconocida de la calle Byron.

– ¿Me tomas el pelo? -inquirió Thomas. Cogió la fotografía-. ¿Sabes quién es?

Michael asintió.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente. Se llama Elaine Patricia Parker -le explicó Michael-. Fue la única persona de la lista de pasajeros del accidente aéreo de Rocky Woods cuyo cadáver nunca se encontró.

Michael era más bajo que Thomas, le llegaba por el hombro. Thomas se quedó mirándolo desde arriba un buen rato, respirando roncamente por la boca abierta.

– ¿Elaine Patricia Parker?

– Eso es. Estudiaba arte en Attleboro.

– ¿Y eres capaz de reconocerla después de todo este tiempo? ¿Y a pesar de que la hayan golpeado y torturado de ese modo, y de que tenga la cara desfigurada?

Michael asintió.

– Créeme, Thomas, estudié más de cien veces todas las fotografías disponibles de esa chica. Soy un profesional. -Thomas levantó una ceja-. Todavía sigo siendo un profesional -insistió Michael.

Victor comenzó a tamborilear vivamente con los dedos sobre el escritorio; luego se puso en pie y cogió la bata verde de quirófano, que estaba colgada en un perchero al lado de un cartel de glándulas linfáticas de la Hewer's Histology.

– Perdóneme -dijo-. Será mejor que vuelva al trabajo.

– De acuerdo -dijo Thomas sin quitarle los ojos de encima a Michael-. Infórmeme en cuanto pueda, ¿quiere?

Victor salió, y Michael, Thomas e Idle, el esqueleto, se quedaron allí solos sumidos en un incómodo silencio. Thomas cogió la fotografía de Elaine Parker y la levantó hasta ponerla cerca de la cara de Michael. Éste le echaba alguna mirada fugaz de vez en cuando, pero no podía soportar mirarla con demasiado detenimiento. Había empezado a notar aquella espantosa y familiar sensación de vértigo, como si el suelo estuviera a punto de abrirse bajo sus pies, como si estuviera a punto de caer a plomo seis mil metros en medio de la helada oscuridad. Luego entre ramas que lo azotaban y árboles que lo magullaban, y por último contra el suelo sólido, como el nadador que se tira de cabeza contra el cemento.

– ¿Estás seguro de que es ella?

Michael se aclaró la garganta.

– Sacaré el expediente de Plymouth Insurance y te lo traeré. Además tenía marcas distintivas. Recuerdo una pequeña fresa de nacimiento debajo de la axila derecha.

– Le diré a Victor que la busque -dijo Thomas. Siguió con la fotografía levantada ante el rostro de Michael. Éste estaba pálido; parecía distraído y no hacía más que tragar saliva. Thomas tenía mucho interés en saber por qué.

– Si no me equivoco, sus padres viven todavía en Attleboro -dijo Michael-. Tú… eh… podrías pedirles que la identificasen, ¿no?

– No me quedará más remedio que hacerlo si acabo totalmente convencido de que es ella -dijo Thomas. Sin bajar la fotografía se metió la mano izquierda en el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo-. Pero tienes que comprender mi punto de vista. No quiero exponerme haciendo que alguien vea los restos de esta chica si existe la menor posibilidad de que no sea ella. Lo que le han hecho es algo que me produce pesadillas, y eso que he visto montones de cosas desagradables que les han hecho a otras personas.

– Es ella, estoy seguro -insistió Michael. Y estaba seguro.

– Si tienes razón, Mikey, estás planteándonos algunas preguntas cuya contestación es muy difícil -dijo Thomas-. Por ejemplo… ¿cómo es posible que sobreviviera a un accidente aéreo desde gran altura del que nadie salió con vida?

– Hay varias respuestas -comenzó a decir Michael-. Podría haber sido una de esas cosas raras que tiene la física, una de esas posibilidades que se dan entre un millón. Algunas de las víctimas de Lockerbie mostraban todavía señales de vida cuando las encontraron, y habían caído desde nueve mil quinientos metros de altura. No sobrevivieron mucho tiempo, de acuerdo, pero cuando un cuerpo humano cae desde gran altura, no supera los ciento ochenta quilómetros por hora, porque la resistencia del viento se lo impide. Cuando choca contra el suelo, los efectos no son peores que un choque frontal entre dos automóviles que viajen a noventa quilómetros por hora.

– Ni mejores tampoco, supongo -intervino Thomas.

Michael se encogió de hombros.

– La otra posibilidad es que no estuviera en el avión. Se registró, eso sí, porque la vieron hacerlo… y su equipaje se encontró a bordo, al igual que un zapato y el bolso. Pero, desde luego, no ha sobrevivido ningún testigo que pueda afirmarlo.

Thomas se puso el cigarrillo, todavía sin encender, entre los labios, y cuando empezó a hablar, se movió arriba y abajo.

– Si estás en lo cierto acerca de… ¿cómo dices que se llama, Elaine Parker?, entonces tenemos dos chicas -ambas en la región de Boston- que, de un modo u otro, han sobrevivido a accidentes aéreos, y a continuación a ambas las han raptado, las han hecho prisioneras, las han torturado y finalmente las han asesinado. Y los porqués, los motivos y las conclusiones de esas preguntas concretas… bueno, sólo Dios las sabe.

– Desde luego -dijo Michael-, lo que las relaciona a ambas son los pinchazos… esas cicatrices que les hicieron en la espalda.

– Sí, claro -asintió Thomas con cansancio-. Pero no es gran cosa para seguir adelante, ¿no? Alguien les metió agujas en la espalda. Pero hasta ahora no tenemos ninguna idea de por qué querían hacerlo. Parte del problema es que las entrañas de la desconocida estaban demasiado descompuestas para que Victor determinase qué era lo que el agresor intentaba conseguir… es decir, aparte de causarle un dolor extremo.

– Cuando dices descompuestas…

– Gusanos -dijo Thomas-. Las larvas de la mosca de la carne común. Pregúntaselo a Victor, él es el experto. Se les comieron las entrañas y las dejaron como un edificio en ruinas.

– Está bien -dijo Michael-. Estoy muy puesto en gusanos.

Se apretó el dorso de la mano contra la frente. Se sentía sudoroso, pero al mismo tiempo tenía frío. Quizás fuera buena idea llamar al doctor Rice aquella tarde, aunque sólo fuera para hablar de todas aquellas cosas, para orientarse de nuevo. El mundo real estaba empezando a adquirir un aspecto frío y amenazador, y Michael comenzaba a sentirse muy lejos de Patsy y de Jason, y muy lejos también del silencioso y tranquilizador despacho que el doctor Rice tenía en Hyannis.

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