Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¿De veras quieren mirarla? -les preguntó el sanitario con una incredulidad que hizo que a Michael comenzaran a hormiguearle las palmas de las manos.

– Abra, ¿quiere? -le pidió Thomas con impaciencia.

– ¡Brrr! -exclamó el sanitario dando a entender claramente que cualquiera que quisiera mirar aquellos restos humanos flotantes en concreto no estaba en sus cabales.

Abrió de par en par las dos puertas traseras y subió a la ambulancia. Una bolsa gris de las que usan para guardar cadáveres yacía sobre la camilla plegable con una etiqueta de identificación. El joven abrió la cremallera hasta abajo y, de pronto, un brazo de color gris verdoso quedó colgando de la bolsa, lo que causó un sobresalto a Michael. El sanitario debió de advertirlo, porque comentó divertido:

– No se preocupe, está muerta. No va a levantarse y ponerse a perseguirlo por la playa.

– Gracias -dijo Thomas; y subió a la ambulancia. Al contrario de la mayoría de las personas que se ocupan de levantar cadáveres, a él no le gustaba el humor macabro, especialmente cuando el fallecido había sufrido del modo en que lo había hecho aquella pobre niña. La muerte a veces podía llegar a ser divertida, igual que la vida puede serlo en ocasiones. Pero por alguna razón, Thomas no llegaba a acostumbrarse a ello, y rara vez le hacía reír.

Michael subió también a la ambulancia, agachando la cabeza al entrar en ella. El cuerpo de la chica emanaba un fuerte olor a agua de mar y a descomposición. Era una muchacha joven y delgada, de no más de catorce o quince años, a juzgar por su figura. Llevaba el pelo rubio muy corto, lo tenía mojado y en él se habían enredado algunas algas. La oreja que quedaba a la vista estaba llena de arena, pero todavía llevaba puesto un decorativo pendiente que parecía ser de vidrio y de algún metal de los que pierden brillo con facilidad, posiblemente de plata.

Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente al techo. Sin embargo, tenía los iris lechosos, como un bacalao hervido, y desde luego no parpadeaba. Había arena en los orificios nasales y también en la boca, que la tenía entreabierta.

Lo que más horrorizó a Michael fue el cuerpo. Tenía los pequeños pechos atravesados en zigzag por cortes profundos, como si la hubieran cortado con un cuchillo de carnicero. Los pezones habían sido grapados seis o siete veces con grapas para papel, de modo que estaban desfigurados y retorcidos. El estómago desnudo estaba cubierto de cientos de quemaduras, arañazos y laceraciones, la mayoría de ellas pálidas y abultadas a causa de la larga inmersión en aguas del océano. La parte superior de los muslos estaba también llena de quemaduras y cortes.

– ¿Ésta es Sissy O'Brien? -preguntó Michael al tiempo que sentía que la boca se le llenaba de saliva.

Thomas sacó una fotografía en color del bolsillo del impermeable y la sostuvo en el aire delante de Michael. La fotografía temblaba y Michael se vio obligado a sujetarla para poder examinarla con claridad.

– Es Sissy O'Brien, no cabe duda -dijo Thomas-. Compruébalo por ti mismo. Desde luego, tendrán que realizar una identificación formal.

– Dios mío, ¿quién ha podido hacer esto?

– Nosotros creemos que las mismas personas que mataron a la otra joven no identificada de la calle Byron. El mismo pervertido modus operandi, los mismos cortes, las mismas marcas de látigo y quemaduras de tortura… Nosotros no le contamos nada de eso a la prensa, así que no puede hablarse de la posibilidad de acto de imitación.

– ¿Y qué es? ¿Alguna especie de culto sadomasoquista o qué?

Thomas hizo un gesto negativo con la cabeza. Le habría venido bien otro cigarrillo, pero sabía que no estaba permitido fumar dentro de las ambulancias. No es que importase demasiado, la paciente ya estaba muerta.

Michael, con enorme reticencia, bajó unos cuantos centímetros más la cremallera. Había quemaduras lívidas y cicatrices entre las piernas de Sissy O'Brien, por toda la zona de alrededor de la vulva y en la parte interna de los muslos.

– Algún bromista estuvo divirtiéndose con un Zippo -comentó Thomas con voz completamente inexpresiva. No quería pensar en cómo habría gritado Sissy O'Brien. A lo mejor ni siquiera había sido capaz de gritar. Tenía unas magulladuras alrededor de la boca que indicaban que había sido amordazada, probablemente con una de aquellas mordazas de goma hinchable que usan los fetichistas.

Michael se inclinó hacia adelante y entonces fue cuando vio algo que lo hizo retroceder presa del horror y mirar a Thomas con los ojos abiertos de par en par. Algo oscuro y espeso le colgaba a Sissy O'Brien entre los muslos.

– Ahí hay algo -le indicó, y la voz no le sonó en absoluto como su voz.

Thomas tragó saliva y se encogió de hombros.

– Se lo hicieron pasar muy mal, créeme.

Michael no se atrevió a mirar por segunda vez. Comprendía que Thomas estuviera cansado, pero no alcanzaba a comprender que nadie tomara como algo natural una locura como aquélla. Allí había algo: algo oscuro, asqueroso y peludo que estaba densamente entretejido con sangre y que salía de entre las nalgas mortalmente blancas de Sissy O'Brien.

– ¡Maldita sea, Thomas, tiene rabo!

– Salgamos de aquí -le indicó Thomas.

– ¿Qué?

– ¡Salgamos de aquí! -le ladró Thomas; y bajó por los escalones de la ambulancia hasta llegar a la arena. Joe se encontraba de pie, a unos cuantos metros de distancia, hablando con el sargento Jahnke, y los dos les dirigieron a Michael y a Thomas una mirada llena de preocupación.

– Lo siento -dijo Thomas. Respiró profundamente-. No hago más que decirme a mí mismo que no debo permitir que estas cosas me afecten, pero siempre me afectan.

– Tiene rabo -repitió Michael. Sabía que la voz le sonaba histérica, pero no le importaba mucho-. ¡Thomas, tiene un maldito rabo!

Thomas sacó una caja de cerillas y se entretuvo un buen rato encendiendo un cigarrillo; protegió la llama con las manos para que no se apagara con la brisa.

– Ya te he dicho que se lo hicieron pasar muy mal. Le han hecho algo… con un gato, por lo que nos ha parecido ver. Todavía no podemos estar seguros.

– ¿Un gato? ¿De qué demonios hablas, de un gato?

Michael estaba seriamente trastornado.

El viento levantaba la arena entre ellos. Entonces se oyó gritar a alguien:

– ¡Jack! ¡Jack! ¡Baja aquí!

En aquel momento, un joven delgado con gafas, que llevaba puesta una cazadora azul oscuro, apareció por uno de los lados de la ambulancia. Se acercó a Thomas y dijo:

– Está bien, teniente. Ya podemos llevárnosla. He hablado con el forense, el forense ha hablado con el jefe de policía y éste ha hablado con el gobernador.

– ¿Con el gobernador? ¿Qué le ha dicho, por el amor de Dios?

– Le he dicho que probablemente se trate de un caso de asesinato, y que posiblemente haya algo más; y le he explicado cómo quedaría por televisión que el departamento de Policía intentara mantenerlo oculto.

– Tiene temple, Víctor -le dijo Thomas con un gruñido no exento de admiración.

– Cualquiera puede tener temple, siempre que sepa bien lo que se hace.

– Mira, Mikey… éste es Víctor Kurylowicz, nuestro nuevo forense -le indicó Thomas a Michael-. Lo han trasladado aquí desde Newark, en Nueva Jersey. Víctor es experto en ahogados v también en víctimas de incendios.

Michael le tendió la mano. El apretón fue bastante frío, rendido y flojo, como darle la mano a un hombre recién muerto

– Encantado de conocerle -dijo-. Soy Michael Rearden de Plymouth Insurance. Bueno, en realidad me gano la vida inventando juegos de mesa y aparatos de marinería, pero Plymouth me ha pedido que investigue todo este asunto… el caso O'Brien.

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