Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– ¡El doctor Hannibal Lecter! -exclamó-. Deseaba tanto aquella máscara suya para nuestro club de Baltimore. Mi chica y yo tenemos en casa una pequeña mazmorra, llena de argollas y arneses de cuero.

Dejó sus cosas en el soporte del yunque y puso un atizador a calentar en el fuego.

– Buenas noticias y malas noticias -dijo Cordell con su alegre voz de enfermero y su leve acento suizo-. ¿Le ha comunicado Mason el orden del día? El programa es el siguiente: dentro de un ratito bajaré a Mason aquí y los cerdos le comerán los pies. Luego esperará hasta mañana y entonces Carlo y sus hermanos lo meterán de cabeza entre los barrotes, para que los cerdos le puedan comer la cara, igualito que hicieron los perros con Mason. Yo lo mantendré vivo con intravenosas y torniquetes hasta el final. Está realmente jodido, ¿eh? Esas son las malas noticias.

Cordell miró hacia la cámara de televisión para asegurarse de que estaba apagada.

– La buena noticia es que no tiene por qué ser mucho peor que una visita al dentista. Eche un vistazo a esto, doctor -Cordell sostuvo una jeringuilla hipodérmica con una larga aguja ante la cara del doctor Lecter-. Hablemos como profesionales de la sanidad. Podría ponerme detrás de usted e inyectarle una epidural que le impediría sentir nada ahí abajo. Podría limitarse a cerrar los ojos y hacer oídos sordos. Lo único que sentiría serían sacudidas y tirones. Y una vez que Mason tenga bastante juerguecita por esta noche y se vaya a la casa, yo podría inyectarle algo para que le diera un ataque al corazón. ¿Quiere que se lo enseñe?

En la palma de Cordell apareció una botellita de Pavulon que sostuvo cerca del ojo sano del doctor Lecter, pero no lo bastante como para que pudiera morderlo.

El resplandor de la fragua jugaba en una de las mejillas de Cordell, que tenía una expresión ávida y un brillo de felicidad en los ojos.

– Usted, doctor Lecter, tiene montones de dinero. Todo el mundo lo dice. Yo sé cómo funcionan esas cosas, también yo coloco dinero aquí y allí. Sáquelo, muévalo, gástelo ahora que tanta falta le hace. Yo puedo mover el mío por teléfono, y apuesto a que usted también.

Cordell se sacó un teléfono celular del bolsillo.

– Llamaremos a su banquero, le dirá un código, él me dará la conformidad y yo lo arreglaré a usted en un periquete -levantó la inyección epidural-. Mire que chorrito. ¿Qué me dice?

El doctor Lecter murmuró algo con la cabeza hundida en el pecho. «Cartera» y «consigna» fue todo lo que Cordell pudo oír.

– Vamos, vamos, doctor, y después podrá dormir…

– Billetes de cien sin marcar -dijo el doctor Lecter, y su voz se apagó.

Cordell se inclinó más cerca, y el doctor Lecter estiró el cuello hacia abajo tanto como pudo, atrapó una ceja de Cordell con sus pequeños y afilados dientes y le arrancó una buena porción aprovechando el tirón de Cordell. Luego le escupió la ceja a la cara como si fuera el pellejo de una uva.

Cordell se secó la herida y se puso dos tiras de esparadrapo que dieron a su cara una expresión de sorpresa. Luego guardó la jeringa.

– Todo este alivio, mal empleado -dijo-. Antes de que amanezca lo verá de otro modo. Puede imaginarse que tengo estimulantes para llevarlo justo por el otro camino. Y no se preocupe, no se me morirá antes de tiempo -aseguró mientras recogía el atizador del fuego-. Voy a engancharlo -terminó Cordell-. Si se resiste, lo quemaré. Mire, así es como se sentirá.

Aplicó el extremo candente del atizador al pecho del doctor Lecter y le tostó la tetilla a través de la camisa. Tuvo que apagar el círculo de fuego que se ensanchaba en la pechera del doctor.

El doctor Lecter no emitió el menor sonido.

Carlo hizo retroceder la carretilla elevadora hasta la guarnicionería. Fiero y él descolgaron al doctor mientras Tommaso le apuntaba con el rifle; lo colocaron sobre la horquilla de carga y sujetaron el balancín a la parte delantera del vehículo. El doctor Lecter quedó sentado en el centro de la horquilla elevadora, con los brazos atados al balancín y las piernas extendidas, cada una atada a uno de los dientes de la horquilla.

Cordell le insertó un catéter en el dorso de cada mano. Tuvo que subirse a una bala de paja para colgar las bolsas de plasma a ambos lados de la máquina. Luego retrocedió para admirar su obra. Era divertido ver al doctor Lecter allí tendido con una intravenosa en cada mano, como la parodia de algo que Cordell no acababa de recordar. Cordell amarró torniquetes con nudos corredizos justo encima de cada una de las rodillas con extremos lo bastante largos como para poder apretar los torniquetes por encima de la valla e impedir que el doctor Lecter muriera desangrado. De momento, los dejó flojos. Mason se pondría hecho un basilisco si a Lecter se le dormían los pies.

Había llegado el momento de bajar a Mason y meterlo en la furgoneta. El vehículo, aparcado tras el granero, estaba frío. Los sardos habían dejado su comida dentro. Cordell juró y arrojó fuera su nevera portátil. Tendría que pasar el aspirador al jodido montón de chatarra en la casa. También tendría que ventilarlo. Los putos sardos habían estado fumando allí dentro, y mira que se lo tenía prohibido. Habían vuelto a instalar el encendedor en el salpicadero, del que aún colgaba el cable eléctrico del monitor de la baliza.

CAPÍTULO 86

Starling apagó la luz interior del Mustang y apretó el botón que abría el maletero antes de abrir la puerta.

Si el doctor Lecter estaba allí, si conseguía apoderarse de él, tal vez pudiera esposarlo de pies y manos y llevarlo metido en el maletero por lo menos hasta la cárcel del condado. Tenía cuatro juegos de esposas y bastante cuerda como para amarrarle los pies a las manos e impedir que pataleara. Más valía no pensar en lo fuerte que era.

Cuando puso los pies sobre la grava, se dio cuenta de que estaba cubierta por una fina escarcha. El viejo coche había crujido cuando Starling se apeó.

– Tenías que quejarte, ¿no, chatarra hija de puta? -susurró por debajo de su respiración.

De pronto se acordó de cuando le hablaba a Hannah , la yegua que montó la noche de su huida, cuando quiso alejarse de la matanza de los corderos. Se limitó a entornar la puerta del coche. Se guardó las llaves en un apretado bolsillo del pantalón para que no sonaran.

La noche era clara y la luna en cuarto creciente le permitía caminar sin encender la linterna cuando los árboles no ocultaban el cielo. Comprobó el borde de la grava y vio que estaba suelta y desigual. Lo más silencioso sería caminar sobre la huella de una rueda, donde la grava estuviera apisonada, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la cuneta y manteniendo la carretera en la periferia del ángulo de visión para observar su trazado. Era como atravesar la blanda negrura; oía cómo sus pies hacían crujir la grava pero no podía verlos.

El momento más duro se produjo cuando estuvo lejos del Mustang pero podía seguir sintiendo su presencia tras ella. No quería dejarlo allí.

De pronto era una mujer de treinta y tres años, sola, con una carrera arruinada, sin rifle, caminando en medio de un bosque por la noche. Se vio con claridad meridiana, vio las patas de gallo que empezaban a formarse en las comisuras de sus ojos. Deseó desesperadamente volver a su coche. El siguiente paso fue más lento; luego se quedó inmóvil y pudo oír su respiración.

El cuervo volvió a graznar, la brisa agitó las ramas desnudas sobre su cabeza y en ese momento el grito desgarró el aire de la noche. Un alarido horrible y desesperado, que creció, decayó y murió convertido en una súplica pidiendo la muerte, prorrumpido por una voz tan torturada que podía ser la de cualquiera.

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