Thomas Harris - Hannibal
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– Margot, ¿crees que Mason te dará así como así lo que te ha prometido? Eres tú la que está suplicando a Mason. ¿Te sirvió de algo suplicarle cuando te desgarró? Es lo mismo que aceptar su chocolate y dejarle salirse con la suya. Sabes que obligará a Judy a hacérselo. Y ella no está acostumbrada.
Margot no respondió, pero apretó las mandíbulas.
– ¿Sabes lo que ocurriría si, en vez de arrastrarte ante Mason, simplemente le estimularas la próstata con la aguijada de Carlo? ¿La ves encima del banco de trabajo?
Margot empezó a levantarse.
– Escúchame -susurró el doctor Lecter-. Mason te lo negará. Sabes que tendrás que matarlo, lo has sabido durante veinte años. Lo has sabido desde que te dijo que mordieras el almohadón y no hicieras tanto ruido.
– ¿Está diciendo que lo haría por mí? No podría fiarme de usted en la vida.
– No, claro que no. Pero podrías confiar en que yo nunca negaría haberlo hecho. En realidad sería mucho más terapéutico para tí hacerlo tú misma. Recordarás que te lo recomendé cuando aún eras una niña.
– «Espera hasta que puedas solucionarlo tú misma», me dijo. Eso me alivió mucho.
– Profesionalmente, ése es el tipo de catarsis que tenía que aconsejarte. Ahora eres lo bastante mayor. ¿Y qué más da otro cargo por asesinato contra mí? Sabes que tendrás que matarlo. Y cuando lo hagas, la ley seguirá la pista del dinero, que la llevará derecha hasta ti y el recién nacido. Margot, soy el único sospechoso que te queda. Si muero antes que Mason, ¿quién me sustituirá? Podrás hacerlo cuando más te convenga, y yo te escribiré una carta babeando sobre lo mucho que disfruté matándolo.
– No, doctor Lecter, lo siento. Es demasiado tarde. Ya tengo mis propios planes -observó el rostro del hombre con sus brillantes ojos azules de carnicera-. Puedo hacer esto y dormir después, sabe que soy capaz.
– Sí, sé que puedes. Eso es algo que siempre me gustó de ti. Eres mucho más interesante, mucho más… capaz que tu hermano.
Ella se levantó para marcharse.
– Si le sirve de algo, doctor Lecter, lo siento.
Antes de que llegara a la puerta, él volvió a hablarle:
– Margot, ¿cuándo volverá a ovular Judy?
– ¿Cómo? Dentro de un par de días, creo.
– ¿Tienes todo lo que necesitas? Extensores, equipo de congelación rápida…
– Tengo todo el instrumental de una clínica de fertilización.
– Haz algo por mí.
– ¿Sí?
– Maldíceme y arráncame un mechón de pelo, lejos de la frente, si no te importa. Llévate un trozo de piel. Acuérdate de ponérselo en la mano a Mason. Después de matarlo.
»Cuando llegues a casa, pídele a Mason lo que te prometió. A ver qué contesta. Tú me has entregado, tu parte del trato está cumplida. Sujeta el mechón en la mano y pídele lo que quieres. Y a ver qué dice. Cuando se te ría en las narices, vuelve aquí. Todo lo que has de hacer es coger el rifle tranquilizante y dispararle al que está ahí detrás. O golpearlo con el martillo. Tiene una navaja. Basta con que cortes las cuerdas de un brazo y me la des. Y te vayas. Yo me encargo del resto.
– No.
– ¿Margot?
La mujer agarró el pomo de la puerta, dispuesta a rechazar otra súplica.
– ¿Aún puedes cascar una nuez?
Se metió la mano en el bolsillo y sacó dos. Los músculos del antebrazo se arracimaron y las nueces reventaron.
– Excelente -dijo el doctor soltando una risita-. Con toda esa fuerza, y nueces. Puedes ofrecerle nueces a Judy para hacerle pasar el mal sabor de Mason.
Margot volvió sobre sus pasos con la expresión crispada. Le escupió al rostro y le arrancó una mata de pelo cerca de la coronilla. Era difícil saber con qué intención.
Mientras salía, Margot lo oyó tararear.
Mientras caminaba hacia la casa iluminada, la sangre pegaba el pequeño fragmento de cuero cabelludo a la palma de su mano, de la que el mechón colgaba sin que le hiciera falta cerrar los dedos a su alrededor.
Se cruzó con Cordell, que conducía un cochecito de golf cargado con el equipo médico necesario para preparar al paciente.
CAPÍTULO 84
Desde el paso elevado a la altura de la salida treinta de la autopista, en dirección norte, Starling podía ver a un kilómetro de distancia la caseta iluminada de la entrada principal, el puesto de vigilancia más adelantado de Muskrat Farm. Starling había tomado una decisión en el trayecto hasta Maryland: entraría por la parte de atrás. Si se presentaba en la puerta principal sin credenciales ni orden judicial, la gente del sheriff la escoltaría fuera del condado, o hasta la cárcel del condado. Para cuando la soltaran, todo habría acabado.
No le preocupaba no tener permiso. Condujo hasta la salida 29, bien pasada Muskrat Farm, y volvió atrás por la carretera de servicio. El asfalto parecía muy oscuro después de las luces de la autopista. La carretera estaba limitada por la autopista a la derecha y a la izquierda por una cuneta y una alta valla de malla de alambre que la separaba de la sobrecogedora negrura del parque nacional. Starling descubrió en el mapa un camino forestal que se cruzaba con la carretera alquitranada dos kilómetros más adelante, en un lugar invisible desde la caseta de la de entrada. Era donde se había parado por error en su primera visita. Según el mapa, el camino forestal atravesaba el parque nacional y llegaba a Muskrat Farm. Hacía los cálculos con el odómetro del coche. El rugido del Mustang, más ruidoso que nunca circulando en primera, repercutía en los árboles.
Allí estaba, ante las luces delanteras, una pesada verja de tubos metálicos soldados cotonada por alambre de espino. El cartel «ENTRADA DE SERVICIO» que había visto la otra vez había desaparecido. Los hierbajos habían crecido delante de la verja y en el paso sobre la zanja, que tenía una alcantarilla.
A la luz de los focos pudo apreciar que las hierbas estaban apisonadas por el paso reciente de algún vehículo. En un lugar en que la gravilla y la arena se habían desprendido del pavimento se distinguían la marcas de neumáticos sobre el barro y la nieve. ¿Serían iguales a las que había dejado la furgoneta en el aparcamiento del Safeway? No hubiera podido asegurarlo, pero era muy probable.
Una cadena y un candado de cromo aseguraban la verja. Nada de sudores. Starling miró en ambas direcciones de la carretera. No venía nadie. Un allanamiento de morada sin importancia. Se sentía una criminal. Comprobó los tubos en busca de cables sensores. Ninguno. Empleando dos horquillas y con la pequeña linterna entre los dientes, en cuestión de quince segundos consiguió abrir el candado. Condujo el coche al otro lado de la entrada y se internó entre los árboles antes de apearse para cerrar. Rodeó los tubos con la cadena y puso el candado por la parte de fuera. Todo parecía normal. Dejó los extremos sueltos por la parte de dentro de forma que pudiera abrir con facilidad embistiendo con el coche si era necesario.
Midiendo el mapa con el pulgar, había unos tres kilómetros de bosque hasta la granja. Avanzó bajo el oscuro túnel que cubría el camino forestal, con el cielo nocturno a ratos visible, a ratos oculto, cuando las ramas se cerraban en lo alto. Conducía en segunda, sin pisar apenas el acelerador, sólo con las luces de estacionamiento, procurando mantener el Mustang tan silencioso como podía, con las hierbas secas barriendo la parte baja del coche. Cuando leyó en el odómetro que había recorrido dos kilómetros y un tercio, paró. Con el motor apagado, podía oír la llamada de un cuervo en la oscuridad. El cuervo se quejaba de mala manera. Rogó a Dios que fuera un cuervo.
CAPÍTULO 85
Cordell entró en la Guarnicionería con la viveza del verdugo y botellas de suero bajo los brazos, de los que colgaban las vueltas de los goteros.
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