Thomas Harris - Hannibal
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– Starling… Por amor de Dios, Starling. Mire, se lo voy a preguntar una sola vez. ¿Está segura de lo que ha visto? Piénselo un segundo. Piense en todo lo bueno que ha hecho usted aquí. Piense en lo que juró. Luego no habrá marcha atrás. ¿Qué ha visto?
«Qué tendría que decirle… ¿Que no soy una histérica? Eso es lo primero que diría una histérica.»
Comprendió en un instante lo bajo que había caído en la confianza de Pearsall, y de qué material tan perecedero estaba hecha su confianza.
– He visto a tres individuos, puede que a cuatro, secuestrar a un hombre en el aparcamiento del Safeway. En el lugar de los hechos he encontrado un regalo del doctor Hannibal Lecter, una botella de vino Cháteau d'Yquem, por mi cumpleaños, acompañada de una nota de su puño y letra. He descrito el vehículo. Ahora le estoy informado a usted, Clint Pearsall, director del centro de operaciones Buzzard's Point.
– Lo voy a llevar adelante como secuestro, Starling.
– Voy para allá. Puedo ser nombrada ayudante y acompañar a la brigada de intervención rápida.
– No venga, no la dejarán entrar.
Starling lamentó no haberse alejado de allí antes de la llegada de la policía de Arlington. Les costó quince minutos rectificar el boletín para las unidades sobre el vehículo. Una oficial obesa con bastos zapatos de suela gorda le tomó declaración. El cuadernillo de multas, la radio, el espray irritante, la pistola y las esposas sobresalían formando ángulos con su enorme trasero, y las costuras de la chaqueta parecían a punto de reventar. La oficial no sabía si rellenar la casilla sobre la profesión de Starling con «FBI» o «Ninguna». Cuando Starling consiguió irritarla anticipándose a sus preguntas, aminoró el ritmo del interrogatorio. Cuando le llamó la atención sobre las huellas de neumáticos para nieve y barro en el lugar donde la furgoneta había saltado sobre la mediana, resultó que nadie tenía una cámara. Prestó la suya a los policías y les enseñó a usarla.
Una y otra vez, mientras respondía a las preguntas, Starling se repetía mentalmente: «Tenía que haberlos perseguido, tenía que haberlos perseguido, tenía que haber echado a patadas a esos dos del Lincoln y haberlos perseguido».
CAPITULO 79
Krendler se enteró de la declaración de secuestro de inmediato. Llamó a sus fuentes y después se puso en contacto con Mason por un teléfono seguro.
– Starling ha presenciado la captura; no habíamos contado con eso. Está armando jaleo en el centro de operaciones de Washington. Pidiendo una orden para registrar tu casa.
– Krendler… -Mason esperó que la máquina le proporcionara oxígeno, o tal vez estaba exasperado, Krendler no hubiera sabido decirlo-. Ya he puesto denuncias ante las autoridades locales, el sheriff y la oficina del fiscal por el acoso a que me está sometiendo esa Starling, que me llama a las tantas de la noche con amenazas absurdas.
– ¿Lo ha hecho?
– Por supuesto que no, pero no podrá probarlo y servirá para enturbiar las aguas. Sobre lo otro, puedo invalidar cualquier orden en este condado y en este estado. Pero quiero que llames al fiscal de aquí y le recuerdes que esa puta histérica no me deja en paz. De los otros ya me ocupo yo, no sufras.
CAPÍTULO 80
Cuando consiguió librarse de la policía, Starling cambió la rueda y volvió a casa, a sus teléfonos y su ordenador. Le hubiera venido de perlas el teléfono celular del FBI, al que aún no había encontrado sustituto.
En el contestador había un mensaje de Mapp: «Starling, sazona el estofado de ternera y ponió a fuego lento. No se te ocurra echar la verdura todavía. Acuérdate de lo que pasó la última vez. Estaré en una vista de exclusión hasta las cinco aproximadamente».
Starling encendió su portátil e intentó acceder al archivo VICAP de Lecter, pero se le denegó la entrada, no ya a ese archivo, sino a toda la red informática del FBI. Tenía menos acceso que el alguacil del pueblo más perdido.
Sonó el teléfono. Era Clint Pearsall.
– Starling, ¿has estado incordiando a Mason Verger por teléfono?
– Nunca, se lo juro.
– Pues él asegura que lo has hecho. Ha invitado al sheriff a una visita por su propiedad, de hecho le ha pedido que acuda a recorrerla, y ahora mismo deben de estar haciéndolo. Así que no hay orden de registro que valga, ni la habrá en el futuro. Y no hemos conseguido encontrar más testigos del secuestro. Sólo tú.
– Había un Lincoln blanco con una pareja de ancianos. Señor Pearsall, ¿por qué no comprueban las compras con tarjeta de crédito en el Safeway justo antes de los hechos? En los resguardos figura la hora de la venta.
– Ya veremos, pero eso…
– Eso necesitará tiempo -completó Starling.
– ¿Starling?
– ¿Señor?
– Entre nosotros. La tendré informada de lo importante. Pero manténgase al margen. Mientras dure la suspensión no es una agente de la ley, y se supone que no tiene información. Es usted una particular mas.
– Sí, señor, ya lo sé.
¿Qué aspecto tenemos mientras intentamos tomar una decisión? La nuestra no es una cultura reflexiva, elevar la mirada no es nuestro estilo. La mayoría de las veces decidimos sobre las cosas más graves mirando el linóleo de un pasillo de hospital, o susurrando apresuradamente en una sala de espera con una televisión farfullando memeces.
Starling, que buscaba algo, cualquier cosa, atravesó la cocina y se dirigió a la tranquilidad y el orden de las habitaciones de Mapp. Miró la fotografía de la menuda y orgullosa abuela de Ardelia, la especialista en infusiones. Miró la póliza del seguro de la anciana enmarcada en la pared. En cada rincón de la zona de Mapp se respiraba la personalidad de su moradora.
Starling volvió a su parte de la casa. Tuvo la impresión de que allí no vivía nadie. ¿Qué había enmarcado ella? Su diploma de la Academia del FBI. No le quedaba ninguna fotografía de sus padres. Había vivido sin ellos demasiado tiempo y sólo los conservaba en su mente. A veces, con los olores del desayuno o cualquier otro aroma, con un retazo de conversación o un coloquialismo apenas oído, Starling sentía las manos de sus padres posadas sobre ella. Se percataba de ello sobre todo con su sentido del bien y el mal.
¿Qué demonios era ella? ¿La había reconocido alguien alguna vez?
«Eres una guerrera, Clarice. Puedes ser tan fuerte como desees.»
Starling podía comprender la obsesión de Mason por matar a Hannibal Lecter. Lo hiciera con sus propias manos o por medio de alguien, ella lo hubiera comprendido. Mason tenía motivos.
Pero no podía soportar la idea de que torturaran al doctor Lecter hasta matarlo; la acobardaba como sólo lo había conseguido la matanza de los corderos y de los caballos hacía tantos años.
«Eres una guerrera, Clarice.»
Casi tan horrible como el hecho en sí, era que Mason lo haría con la tácita aprobación de hombres que habían jurado defender la ley. Así era el mundo.
Semejante pensamiento la ayudó a tomar una sencilla decisión:
«El mundo no será así hasta donde alcance mi brazo.»
De pronto se vio ante el armario, subida a un taburete, buscando en lo más alto.
Bajó la caja que le había dado el abogado de John Brigham en otoño. Parecía que había ocurrido en un pasado inmemorial.
Hay una larga tradición y una mística profunda asociadas a la entrega de armas personales a un compañero de filas. Es un acto que tiene que ver con la continuidad de unos valores más allá de la muerte individual.
A los que les ha tocado vivir en unos tiempos en que su seguridad es salvaguardada por otros puede resultarles difícil de comprender.
La caja en la que las armas de John Brigham llegaron a las manos de Starling era un regalo por sí misma. Debía de haberla comprado en Oriente cuando estaba en la marina. Era un estuche de ébano con incrustaciones de madreperla en la tapa. Las armas eran puro Brigham, bien elegidas, bien conservadas e inmaculadamente limpias. Una pistola Colt 45 M1911A1, una versión Safari Arms del 45 recortada para ocultarla en el tobillo y un puñal de bota con uno de los filos dentados. Starling tenía sus propias fundas. La vieja insignia del FBI de John Brigham estaba montada en una placa de ébano. La de la DEA, suelta en la caja.
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