Thomas Harris - Hannibal
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La ventanilla de espejo bajaría los centímetros imprescindibles y el pequeño proyectil hipodérmico volaría cargado con una dosis considerable de acepromacine hacia la masa muscular de la espalda o el trasero del doctor Lecter.
No se oiría otro ruido que el semejante al chasquido de una rama seca al partirse, ninguna detonación ni estallido del proyectil subsónico que pudieran atraer la atención.
Tal como lo habían ensayado, cuando el doctor Lecter empezara a desplomarse Fiero y Tommaso, vestidos de blanco, lo «atenderían» y lo trasladarían a la furgoneta, mientras aseguraban llevarlo al hospital a los posibles mirones. Tommaso era el que mejor inglés hablaba, pues lo había estudiado en el seminario, aunque la hache de «hospital» se le hacía un poco cuesta arriba.
Mason no se equivocaba asignando a los italianos las fechas clave para capturar al doctor Lecter. A pesar del fiasco de Florencia, eran con mucha diferencia los más dotados para la caza del hombre y los que más garantías ofrecían de atrapar vivo al doctor.
Para realizar su misión, Mason no les permitía llevar más arma, aparte del rifle de aire comprimido, que la del coriductor, Johnny Mogli, ayudante del sheriff en Illinois de permiso y miembro de la cuadra Verger desde siempre. Mogli se habia criado hablando italiano en casa. Era un individuo que solía estar de acuerdo con todo lo que decían sus víctimas hasta un segundo antes de matarlas.
Carlo y los hermanos Fiero y Tommaso disponían de una red, la pistola de aire comprimido, espray irritante y un buen surtido de ligaduras. Era más que suficiente.
Al amanecer estaban en su puesto, a cinco manzanas de la casa de Starling en Arlington, aparcados en una plaza para minusválidos de una calle comercial.
Ese día la furgoneta llevaba rótulos adhesivos en los que podía leerse: «TRANSPORTE MÉDICO PARA LA TERCERA EDAD». Una tarjeta colgada del retrovisor y la matrícula falsa colocada en el parachoques la identificaban como vehículo para el transporte de minusválidos. En la guantera guardaban el recibo de un taller de carrocería por el cambio reciente del parachoques, de forma que podían alegar una confusión del empleado del aparcamiento para salir del paso si alguien cuestionaba el número de la tarjeta. Los números de identificación del vehículo y la documentación eran auténticos. Como lo eran los billetes de cien dólares doblados en su interior como soborno.
El monitor, sujeto con velero al salpicadero y alimentado a través del hueco del encendedor, brillaba mostrando un plano del barrio de Starling. El mismo satélite de posición global que ahora indicaba la situación de la furgoneta también señalaba el coche de Starling, un punto brillante frente a la casa.
A las nueve en punto de la mañana Carlo dio permiso a Fiero para comer algo. Tommaso podría hacerlo a las diez y media. No quería que los dos tuvieran el estómago lleno al mismo tiempo, por si era necesaria una larga persecución a pie. También a mediodía se hicieron turnos para comer. A media tarde, mientras Tommaso revolvía en la nevera portátil buscando un sandwich, sonó el pitido. La maloliente cabeza de Carlo se volvió con viveza hacia el monitor.
– Se está moviendo -dijo Mogli, e hizo girar la llave del contacto.
Tommaso volvió a tapar la nevera.
– Vamos allá, vamos allá… Va por Tindal hacia la carretera principal -dijo Mogli sumándose al tráfico.
Podía permitirse el lujo de seguir a Starling a tres manzanas de distancia, con lo que no había forma de que la mujer los descubriera. Eso impidió que Mogli viera la vieja camioneta gris que avanzaba una manzana detrás de Starling, con un árbol de Navidad sobresaliendo por la parte de atrás.
Conducir el Mustang era uno de los pocos placeres que nunca la decepcionaban. El potente vehículo, sin ABS ni dirección asistida, era impredecible en las calles resbaladizas la mayor parte del invierno. Pero cuando las carreteras estaban secas era un placer bombear combustible a los ocho cilindros en uve sin pasar de segunda y oír el rugido del motor.
Mapp, imbatible coleccionista de cupones, le había dado un fajo de vales junto con la lista de la compra. Querían preparar jamón, ternera estofada y dos asados con verduras. Los invitados traerían el pavo.
Celebrar su cumpleaños con un banquete era lo último que le apetecía. Pero no le quedaba más remedio, porque Mapp y un sorprendente número de agentes femeninas, a muchas de las cuales sólo conocía de vista o no apreciaba especialmente, se habían empeñado en mostrarle su apoyo en aquellos momentos de infortunio.
Jack Crawford no se le iba de la cabeza. No podía visitarlo en cuidados intensivos ni tampoco llamarlo por teléfono. Le había ido dejando notas en el mostrador de la enfermera, simpáticas postales de perros con los mensajes más ligeros que se le habían ocurrido escritos al dorso.
Starling procuró olvidarse de su situación jugando con el Mustang, reduciendo dos marchas con un solo toque del embrague, empleando la compresión del motor para aminorar antes de girar hacia el aparcamiento del supermercado Safeway y pisando el freno tan sólo para que los coches que la seguían vieran sus luces.
Tuvo que dar cuatro vueltas al aparcamiento para encontrar una plaza libre, aunque bloqueada por un carrito del supermercado. Se bajó a apartarlo. Cuando acabó de aparcar, otro comprador se había llevado el carrito.
Starling cogió uno junto a la puerta y lo empujó hacia la sección de alimentación.
Mogli había visto que giraba y se detenía en la pantalla del monitor, y a cierta distancia, a la derecha, distinguió el enorme Safeway.
– Está en el supermercado -dijo a los otros, y torció para entrar en el aparcamiento.
En unos segundos localizaron el coche. Una mujer joven empujaba un carrito hacia la entrada. Carlo la enfocó con los prismáticos.
– Es Starling. Es la mujer de las fotografías -aseguró, y le pasó los prismáticos a Fiero.
– Me gustaría hacerle una foto -dijo éste-. Tengo el zoom aquí.
Había una plaza libre para minusválidos separada del coche de Starling por el espacio para circular. Mogli se metió en ella adelantándose a un gran Lincoln con matrícula de minusválidos. El conductor, iracundo, hizo sonar el claxon un buen rato.
Desde la parte trasera de la furgoneta veían la cola del Mustang. Tal vez porque los vehículos norteamericanos le eran más familiares, fue Mogli el primero que advirtió la vieja camioneta, estacionada en una plaza alejada, cerca del final del aparcamiento. Sólo se veía la parte trasera, de color gris. Enseguida se la señaló a Carlo.
– ¿Lleva un torno en la parte de atrás? ¿Recuerdas lo que dijo el tío de la licorería? Enfócalo con los prismáticos, el puto árbol no me deja verlo. Carlo, c'é una morsa sul camione?
– Certo . Sí, sí que lleva un torno. Está vacía.
– ¿Entramos en el supermercado para vigilar a la mujer? -dijo Tommaso, que no solía hacer preguntas a Carlo.
– No, si lo hace será aquí fuera -respondió Carlo.
La lista empezaba por los productos lácteos. Starling, procurando aprovechar los cupones, eligió el queso y algunos panecillos preparados para calentar y servir. «Lo tienen claro si piensan que voy a hacer panecillos para una multitud», pensó. Al llegar al mostrador de la carnicería, se dio cuenta de que se había olvidado de la mantequilla. Dejó el carrito y dio media vuelta.
Cuando volvió a la sección de carnes, el carrito había desaparecido. Alguien había sacado los productos y los había dejado en un estante. Pero se había quedado con los cupones y con la lista.
– La madre que lo parió -dijo Starling, lo bastante fuerte para que lo oyeran los presentes.
Se puso a mirar a su alrededor, pero no vio a nadie con un fajo de cupones. Respiró hondo un par de veces. Podía quedarse junto a las cajas registradoras y tratar de reconocer su lista, si es que no la habían separado de los cupones. Bah, total por un par de dólares.
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