Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Krendler se quitó los guantes y la cinta del pelo, y los dejó sobre el piano del salón. Con un dedo tocó el tema principal de Dragnet hasta que volvió a sonar el teléfono.

– Starling ha sido agente técnica, Eric. A saber lo que ha hecho con los teléfonos de su despacho. Hay que proteger los asuntos del gobierno.

– Sí, señor. Starling me ha llamado, señor Krendler. Quería recoger su planta y sus otras cosas, como ese pájaro del tiempo ridículo que bebe de un vaso. Pero me ha explicado algo que funciona. Me ha dicho que me olvidara del último dígito de los códigos postales de las suscripciones a revistas si la diferencia es de tres o menos. Dice que el doctor Lecter podría estar usando varios apartados de correos que estuvieran convenientemente cerca unos de otros.

– ¿Y?

– He conseguido un acierto de esa manera. La Revista de Neurofisiología va a una oficina de correos y el Physica Scripta y el ICARUS a otra. Están a unos quince kilómetros de distancia. Las suscripciones son a distintos nombres, pagados por giro postal.

– ¿Qué es ICARUS ?

– Es la revista internacional de estudios sobre el sistema solar. Lecter fue uno de los primeros suscriptores hace veinte años. Las oficinas postales están en Baltimore. Suelen recibir las publicaciones alrededor del diez de cada mes. Tengo otra cosa; hace un minuto se ha vendido una botella de Cháteau… ¿cómo es, Yiquin ?

– Sí, se pronuncia «IH-kán». ¿Qué pasa con eso?

– Ha sido en una de las mejores licorerías de Annapolis. Introduje la venta en la base de datos y coincide con la lista de fechas significativas que elaboró Starling. El programa identificó el año de nacimiento de Starling. El año que hicieron ese vino es el mismo que nació Starling. El sujeto pagó trescientos veinticinco dólares en metálico y…

– ¿Eso ha sido antes o después de que hablaras con Starling?

– Justo después, hace un minuto…

– Así que ella no sabe nada…

– No. Debería llamar…

– ¿Me estás diciendo que el vendedor te ha llamado por la venta de una sola botella?

– Sí, señor. Ella tiene un montón de notas, sólo hay tres botellas de ese vino en toda la costa este. Starling las tenía localizadas. La verdad, hay que quitarse el sombrero.

– ¿Quién las ha comprado? ¿Qué aspecto tenía?

– Varón blanco, altura mediana, con barba. Iba muy arropado.

– ¿Tiene cámara de seguridad esa tienda?

– Sí, señor, eso es lo primero que les pregunté. Les dije que enviaríamos a alguien para recoger la cinta. Pensaba hacerlo ahora. El dependiente que atendió a ese individuo no había leído el boletín, pero fue a decírselo al dueño por tratarse de una venta poco habitual. El dueño corrió afuera a tiempo para ver al sujeto, al menos cree que era él, subiendo a una camioneta vieja y marchándose. Gris con una prensa de tornillo en la parte trasera. Si se trata de Lecter, ¿cree usted que intentará entregarle la botella a Starling? Deberíamos ponerla sobre aviso.

– No -lo cortó Krendler-. No le digas nada.

– ¿Puedo avisar a los del VICAP y actualizar el expediente Lecter?

– No -lo atajó Krendler, pensando deprisa-. ¿Ha habido respuesta de la Questura sobre el ordenador de Lecter?

– No, señor.

– Entonces no puedes poner al día el VICAP hasta que estemos seguros de que Lecter no puede acceder a él. Podría tener el código de acceso de Pazzi. O Starling podría leerlo y darle el soplo otra vez de alguna forma, como hizo en Florencia.

– Vaya, es verdad, no había caído en eso. La oficina federal de Annapolis podría recoger la cinta.

– De eso me encargaré yo personalmente.

Pickford le dictó la dirección de la licorería.

– Sigue con lo de las suscripciones -le ordenó Krendler-. Puedes informar a Crawford de esto cuando vuelva al trabajo. Yo organizaré la vigilancia de las oficinas de correos a partir del día diez.

Krendler marcó el número de Mason; luego salió de su residencia de Georgetown y trotó hacia el parque Rock Creek.

En la penumbra cada vez más densa sólo se veían la cinta Nike blanca para el pelo, las zapatillas Nike blancas y la raya blanca a lo largo del costado de su oscuro chándal Nike, como si no hubiera nadie bajo los emblemas comerciales.

Fue una carrera a paso vivo de media hora. Oyó el zumbido de las hélices cuando tuvo a la vista la pista de helicópteros próxima al zoo. Se agachó bajo las aspas y alcanzó la cabina sin necesidad de interrumpir el trote. El ascenso del aparato lo emocionó, la ciudad, los monumentos iluminados empequeñeciéndose mientras subía a las alturas que se merecía, en dirección a Annapolis para recoger la cinta y llevársela a Mason.

CAPÍTULO 76

– ¿Quieres enfocar el aparato de una puta vez, Cordell? -en la profunda voz de locutor de Mason, con sus consonantes sin labialidad, «aparato» y «puta» sonaban más bien como «ajaiato» y «juta».

Krendler estaba a su lado en la parte oscura de la habitación para ver mejor el monitor elevado. En el calor de aquel cuarto de enfermo, se había atado la chaqueta de su chándal de yuppie a la cintura y lucía su camiseta de Princeton. La cinta del pelo y las zapatillas destacaban a la luz del acuario.

En opinión de Margot, Krendler tenía hombros de pollo. Cuando él entró, apenas intercambiaron un saludo.

No había contador de revoluciones ni de tiempo en la cámara de la licorería, y el ajetreo del negocio en vísperas de las Navidades era considerable. Cordell hizo correr la cinta de un cliente a otro a lo largo de un montón de ventas. Mason mataba el tiempo mortificando a todo el mundo.

– ¿Qué dijiste cuando entraste en la tienda con tu chándal y enseñaste la chapa de hojalata, Krendler? ¿Que te estabas entrenando para la seguridad de las Olimpiadas? -Mason había acabado de perderle el respeto desde que Krendler había empezado a ingresar los cheques.

Krendler era incapaz de ofenderse cuando sus intereses estaban en juego.

– Dije que iba de incógnito. ¿Qué vigilancia le has puesto a Starling?

– Margot, explícaselo -dijo Mason, que al parecer prefería ahorrar su escaso aliento para los insultos.

– Hemos traído a doce hombres de nuestro servicio de seguridad de Chicago. Están en Washington. Han formado tres equipos, un miembro de cada uno es ayudante del sheriff en el estado de Illinois. Si la policía los sorprende cogiendo a Lecter, dirán que lo reconocieron y que es una acción cívica y bla, bla, bla. El equipo que lo capture se lo entrega a Carlo. Se vuelven a Chicago y aquí no ha pasado nada.

La cinta de vídeo seguía corriendo.

– Un momento… Cordell, retrocede treinta segundos -dijo Mason-. Mirad eso.

La cámara de la licorería cubría el área que iba de la entrada a la caja resgistradora.

En la borrosa, imagen sin sonido de la cinta, se veía entrar a un individuo con una gorra de visera larga, chaqueta de leñador y manoplas. Tenía las patillas largas y llevaba gafas de sol. Dio la espalda a la cámara y cerró la puerta cuidadosamente.

El comprador explicó al dependiente lo que quería en cuestión de segundos y lo siguió fuera de cámara, hacia los botelleros.

Pasaron tres minutos. Por fin, regresaron al encuadre. El dependiente limpió el polvo de la botella y la rodeó de borra antes de meterla en una bolsa. El cliente sólo se quitó la manopla derecha y pagó en metálico. La boca del dependiente se movió diciendo «gracias» a la espalda del hombre, que se dirigía hacia la salida.

Una pausa de unos segundos, y el dependiente llamó a alguien que estaba fuera de cámara. Un individuo corpulento apareció a su lado y corrió hacia la puerta.

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