Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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No iba a dejar que le estropearan el cumpleaños por tan poca cosa. No quedaban carritos libres dentro del supermercado. Salió a buscar uno por el aparcamiento.

Ecco!

Carlo lo vio saliendo de entre los vehículos con el paso vivo y seguro que le recordaba. Vestía abrigo de pelo de camello y sombrero de fieltro de ala ancha y llevaba un regalo con caprichosa resolución.

Madonna! Va hacia el coche de la chica.

El cazador que llevaba dentro se hizo cargo de la situación y Carlo empezó a controlar la respiración preparándose para el disparo. El diente de venado que mascaba apareció un instante entre sus labios.

Las ventanillas traseras eran fijas.

Metti in moto! Retrocede y ponte de lado -ordenó Carlo.

El doctor Lecter sé detuvo junto a la ventanilla del acompañante del Mustang, luego cambió de idea y fue a la del conductor, puede que con la intención de olfatear el volante.

Echó un vistazo a su alrededor y se sacó la varilla de la manga.

Ahora la furgoneta estaba de costado y Carlo, dispuesto para disparar el rifle. Pulsó el botón para bajar la ventanilla. No pasó nada.

Mogli, il finestrino! -se oyó decir a Carlo con voz sobrecogedoramente tranquila ahora que estaba en plena acción.

Tenía que ser el seguro para los niños, y Mogli lo buscó a tientas.

El doctor metió la varilla por el espacio entre la puerta y la ventanilla e hizo saltar la cerradura. Abrió la puerta y se agachó para entrar.

Soltando un juramento, Carlo descorrió lo justo la puerta lateral y levantó el rifle. Fiero hizo mecerse la furgoneta al apartarse unas décimas de segundo antes de que sonara el chasquido del rifle.

El dardo cortó el aire y con un crujido casi imperceptible atraveso la camisa almidonada del doctor Lecter y se le clavó en el cuello. La droga, una dosis abundante en un punto crítico, hizo su trabajo en cuestión de segundos. El hombre intentó erguirse pero las piernas no le respondieron. El envoltorio se le cayó de las manos y rodó bajo el coche. Aún pudo sacar la navaja del bolsillo y abrirla mientras se derrumbaba entre la puerta y el asiento con las piernas convertidas en agua por el tranquilizante.

– Mischa -murmuró mientras su visión se hacía borrosa.

Fiero y Tommaso se deslizaron hasta él como dos gatos enormes y lo inmovilizaron entre los coches hasta estar seguros de que las fuerzas lo habían abandonado.

Mientras empujaba el segundo carrito del día por el aparcamiento, Starling oyó el chasquido y, al reconocerlo de inmediato como el ruido de un disparo, se agachó instintivamente mientras a su alrededor la gente seguía su camino. Era difícil saber de dónde procedía. Miró hacia su coche, vio las piernas de un hombre desapareciendo dentro de una furgoneta y pensó que se trataba de un secuestro.

Se golpeó la cadera huérfana de pistola y echó a correr hacia la furgoneta sorteando los coches aparcados.

El anciano del Lincoln había vuelto y estaba tocando el claxon para que la furgoneta se apartara de la plaza de aparcamiento que bloqueaba, ahogando así los gritos de Starling.

– ¡Alto! ¡Deténganse! ¡FBI! ¡Alto o disparo! -gritó Starling, esperando que al menos le diera tiempo a ver la matrícula.

Fiero la vio venir y, moviéndose a toda prisa, cortó la válvula del neumático del lado del conductor con la navaja de Lecter y corrió y se arrojó de cabeza al interior de la furgoneta. El vehículo pegó un bote sobre una mediana del aparcamiento y aceleró hacia la salida. Starling consiguió ver la matrícula. La apuntó con el dedo sobre una carrocería polvorienta.

Con las llaves ya en la mano, Starling oyó el silbido del aire que escapaba de la válvula antes de llegar al coche. Veía el techo de la furgoneta llegando a la salida.

Golpeó la ventanilla del Lincoln, que seguía tocando el claxon, ahora por ella.

– ¿Tiene teléfono en el coche? FBI, por favor, ¿lleva teléfono en el coche?

– Arranca, Noel -dijo la mujer golpeando al conductor con la pierna y pellizcándolo-. No queremos problemas, esto es algún truco. Tú no te metas -y el coche salió disparado.

Starling corrió al teléfono público más cercano y marcó el novecientos once.

El ayudante del sheriff Mogli corrió al límite de velocidad a lo largo de quince manzanas.

Carlo arrancó el dardo del cuello del doctor Lecter, aliviado al ver que el agujero no sangraba. Bajo la piel se había formado un hematoma del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. La inyección debía difundirse a través de una masa muscular grande. Aquel hijo de puta era capaz de morirse antes de que los cerdos pudieran acabar con él.

Nadie hablaba en el interior de la furgoneta; sólo se oían las respiraciones y los graznidos de la radio de la policía bajo el salpicadero. El doctor Lecter yacía en el suelo envuelto en su distinguido abrigo, con el sombrero atrapado bajo la lustrosa cabeza y una mancha de sangre en el cuello de la camisa, elegante como un pavo en el escaparate del carnicero.

Mogli se metió en un garaje y subió hasta el tercer nivel, donde se detuvieron el tiempo justo para arrancar las pegatinas de los costados de la furgoneta y cambiar las matrículas.

No valía la pena. Mogli rió para sus adentros cuando la radio de la policía emitió el boletín. La operadora del novecientos once, malinterpretando al parecer la descripción de Starling, que le había hablado de «una furgoneta O minibus gris», emitió una llamada a todas las unidades para buscar un autobús de línea Greyhound. Se había de reconocer, no obstante, que había apuntado correctamente todos los números de la matrícula falsa excepto uno.

– Igual que en Illinois -dijo Mogli.

– Lo he visto sacar la navaja y he creído que se iba a matar para librarse de lo que le tenemos preparado -dijo Carlo a Fiero y Tommaso-. Va a lamentar no haberse rebanado el pescuezo.

Mientras comprobaba las otras ruedas, Starling encontró el paquete junto al coche.

Una botella de Cháteau d'Yquem de trescientos dólares y la tarjeta, escrita con aquella letra que le era tan familiar: «Feliz cumpleaños, Clarice».

En ese momento comprendió lo que había visto.

CAPÍTULO 78

Starling sabía de memoria los números que necesitaba. ¿Conducir diez manzanas hasta casa para usar su propio teléfono? No, mejor volver al teléfono público, donde le quitó el pegajoso auricular a una chica que fue a buscar a un guardia de seguridad del supermercado a pesar de que Starling le había pedido disculpas.

Starling llamó a la brigada de intervención rápida de Buzzard's Point, el centro de operaciones de Washington.

En aquella brigada con la que había trabajado tantos años estaban al cabo de la calle sobre la situación de Starling, y la pusieron con el despacho de Clint Pearsall mientras ella se tentaba en busca de más monedas y discutía con el guardia de seguridad, emperrado en que se identificara.

Por fin oyó la voz de Pearsall al otro lado de la línea.

– Señor Pearsall, he visto a tres hombres, tal vez cuatro, secuestrar a Hannibal Lecter en el aparcamiento del Safeway hace cinco minutos. Me han pinchado una rueda y no he podido perseguirlos.

– ¿Es lo del autobús, la llamada a todas las unidades de la policía?

– No sé nada de ningún autobús. Era una furgoneta gris, con matrícula para discapacitados -explicó, y le dio el número.

– ¿Cómo sabe que era Lecter?

– Me… me ha dejado un regalo, estaba debajo del coche.

– Entiendo…

Pearsall se quedó callado y Starling perdió la paciencia.

– Señor Pearsall, usted sabe que es Mason Verger quien está detrás de esto. No hay otra explicación. Nadie más podría hacerlo. Es un sádico, lo torturará hasta matarlo y querrá verlo. Tenemos que emitir un boletín sobre todos los vehículos de Verger y hacer que el fiscal de Baltimore consiga una orden de registro de su propiedad.

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