Thomas Harris - Hannibal
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Starling arrancó la insignia del FBI con una palanca y se la echó al bolsillo. La 45 fue a parar a la pistolera yaqui, detrás de la cadera y cubierta por la chaqueta. Se metió la 45 corta en un tobillo y el puñal en el otro, dentro de las botas. Sacó su diploma del marco y se lo guardó doblado en el bolsillo. En la oscuridad podría pasar por una orden judicial. Mientras plegaba el grueso papel, se dio cuenta de que no era ella misma del todo, y se alegró.
Otros tres minutos ante el portátil. Tras navegar por Internet, imprimió un mapa a gran escala de Muskrat Farm y el parque nacional que la rodeaba. Se quedó mirando el imperio del magnate de la carne unos instantes, recorriendo sus límites con el dedo.
Los gases de los enormes tubos de escape del Mustang aplanaron la hierba mientras salía del camino de acceso de su casa para hacer una visita a Mason Verger.
CAPÍTULO 81
Sobre Muskrat Farm reinaba una quietud que parecía el silencio del antiguo Sabbath. Mason estaba entusiasmado, terriblemente orgulloso de poder llevar a cabo aquel sueño. Para sí, comparaba su éxito con el descubrimiento del radio.
El libro de ciencias ilustrado era el que más recordaba de sus años de colegial; era el único lo bastante alto como para permitirle masturbarse en clase. Solía mirar una imagen de Madame Curie mientras se manipulaba, y ahora pensaba a menudo en ella y en las toneladas de pechblenda que había hervido para obtener el radio. Los esfuerzos de aquella mujer habían sido muy semejantes a los suyos, estaba convencido.
Mason se imaginó al doctor Lecter, producto de todas sus investigaciones y dispendios, reluciendo en la oscuridad como la redoma en el laboratorio de la Curie. Imaginó a los cerdos que se lo iban a comer yéndose después a dormir al bosque, con las panzas reluciendo como bombillas.
Era viernes por la tarde, casi de noche. Los obreros de mantenimiento se habían ido. Ninguno de los trabajadores había visto llegar la furgoneta, que no entró por la puerta principal, sino por el camino forestal que atravesaba el parque nacional y hacía las veces de carretera de servicio de Mason. El sheriff y sus ayudantes habían completado su registro rutinario y estuvieron lejos de la propiedad antes de que el vehículo llegara al granero. Ahora la entrada principal estaba custodiada y sólo un mínimo retén de confianza permanecía en Muskrat.
Cordell estaba en su puesto en la sala de juegos, donde lo relevarían a medianoche. Margot y el ayudante Mogli, que se había puesto su placa para despistar al sheriff y no se la había quitado, estaban con Mason. Y la banda de secuestradores profesionales se afanaba en el granero.
Antes de la noche del domingo todo habría acabado y las pruebas habrían ardido o estarían en proceso de digestión en las barrigas de los dieciséis cerdos. Mason pensó que podía darle a la anguila alguna exquisitez del doctor Lecter, tal vez su nariz. Luego, en los años por venir, contemplaría a la voraz cinta trazando su eterno ocho y sabría que el signo del infinito representaba a Lecter muerto para siempre, por los siglos de los siglos, amén.
No obstante, Mason sabía que es peligroso conseguir exactamente lo que se desea. ¿Qué haría después de haber matado al doctor? Podía malograr unos cuantos hogares adoptivos y atormentar a unos cuantos niños. Podía beber martinis hechos con lágrimas. Pero la diversión auténtica, ¿de dónde la sacaría?
Qué tonto sería si dejaba que el miedo al futuro le estropeara aquel tiempo de éxtasis. Esperó la rociada diminuta del ojo, esperó que se aclarara la lente, luego sopló en un tubo-conmutador: siempre que le apeteciera podría poner el vídeo y ver a su presa…
CAPÍTULO 82
El olor del fuego de carbón en la guarnicionería del granero de Mason y los olores más arraigados de los animales y los hombres. El resplandor sobre el alargado cráneo del caballo de carreras Sombra jugaz, vacío como la Providencia, mirándolo todo con las anteojeras.
Carbones al rojo en la fragua del herrero, resplandeciendo y avivándose con el siseo del fuelle mientras Carlo calentaba una barra que ya había adquirido un rojo cereza.
El doctor Lecter pendía bajo la calavera como un retablo atroz. Tenía los brazos estirados en ángulo recto, fuertemente atados con sogas a un balancín, una pieza de roble macizo del carro de los ponis. El balancín le recorría la espalda como un yugo y estaba fijado a la pared con una argolla fabricada por el propio Carlo. Las piernas no tocaban el suelo. Las tenía atadas por encima del pantalón como patas de cordero asado, con muchas vueltas de cuerda espaciadas y con sendos nudos. No había cadenas ni esposas, ninguna pieza de metal que pudiera dañar los dientes de los cerdos y hacérselo pensar dos veces.
Cuando el hierro del horno estuvo al rojo blanco, Carlo lo llevó al yunque con las pinzas y lo golpeó con el martillo para darle forma de grillete, salpicando la semioscuridad de brillantes chispas que rebotaban en su pecho y en la figura colgante del doctor Hannibal Lecter.
La cámara de televisión de Mason, extraña entre las viejas herramientas, escrutaba al doctor, Lecter desde su trípode metálico, que le daba aspecto de araña. En el banco de trabajo había un monitor apagado.
Carlo volvió a calentar el grillete y salió corriendo para colocarlo en el elevador de carga mientras seguía candente y maleable. El martillo resonaba en el alto granero, el golpe y su eco, bang-bang, bang-bang.
Se oyó un áspero chirrido procedente del piso superior, donde Fiero trataba de sintonizar la retransmisión en diferido de un partido de fútbol en onda corta. El equipo de Cagliari jugaba en Roma contra la odiada Juventus.
Tommaso estaba sentado en un sillón de mimbre con el rifle de aire comprimido apoyado contra la pared. Sus oscuros ojos de sacerdote no se apartaban del rostro del doctor.
Tommaso detectó una alteración en la inmovilidad del hombre amarrado. Era un cambio sutil, de la inconsciencia a un autodominio sobrehumano, puede que tan sólo una diferencia en el sonido de su respiración.
Tommaso se levantó de la silla y gritó hacia el granero.
– Si sta svegliando .
Carlo volvió a la guarnicionería con el diente de venado asomándole en la boca. Sostenía unos pantalones con las perneras llenas de fruta, verdura y trozos de pollo. Los frotó contra el cuerpo y las axilas del doctor.
Procurando mantener la mano lejos de su boca, lo agarró por el pelo y le levantó la cabeza.
– Buona sera, Dottore .
Un chisporroteo en el altavoz del monitor de televisión. La pantalla se iluminó y mostró la cara de Mason…
– Encended la luz de la cámara -dijo Mason-. Buenas noches, doctor Lecter.
El doctor abrió los ojos por primera vez.
Carlo hubiera jurado que en el fondo de los ojos del demonio volaban chispas, pero prefirió pensar que eran reflejos de la fragua. Se santiguó contra el mal de ojo.
– Mason -dijo el doctor a la cámara. Detrás de Mason podía ver la silueta de Margot, negra contra el acuario-. Buenas noches, Margot -añadió en un tono más cortés-. Es un placer volver a verte.
A juzgar por la claridad con que se expresó, se podría haber pensado que llevaba un rato despierto.
– Buenas noches, doctor Lecter -saludó la áspera voz de Margot.
Tommaso encontró el foco de la cámara y lo encendió.
La luz cruda los deslumbró a todos durante unos segundos. Al cabo, se oyeron los profundos tonos de locutor de Mason:
– Doctor, en unos veinte minutos vamos a servir a los cerdos del primer plato, es decir, sus pies. Después de eso celebraremos una fiesta en pijama, usted y yo. Para entonces, podrá ponerse unos pantaloncitos cortos. Cordell va a mantenerlo vivo mucho tiempo…
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