Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Agente especial Starling, tiene usted suerte de no estar bajo juramento hoy… -empezó a decir Krendler.

– Pues tómemelo. Y jure usted también.

– Quiero asegurarle que, si no hay pruebas contra usted, tendrá derecho a reincorporarse a su puesto sin que quede constancia alguna en su expediente -dijo Krendler con su tono más amable-. Mientras tanto seguirá cobrando su sueldo y disfrutando de sus beneficios sanitarios y de su seguro. El cese administrativo no es en sí mismo punitivo, agente Starling, aproveche sus ventajas -continuó Krendler en un tono que se había vuelto confidencial-. De hecho, si quisiera aprovechar este lapso para que le quitaran esa mancha de la cara, estoy seguro de que nuestros médicos…

– No es ninguna mancha -dijo Starling-. Es pólvora. Aunque no me extraña que no sea capaz de reconocerla.

El policía federal esperaba con la mano tendida hacia ella.

– Lo siento, Starling -dijo Clint Pearsall, con el equipo de la agente en las manos.

Starling lo miró y él apartó la vista. Paul Krendler se le aproximó mientras los otros dejaban paso al diplomático para que saliera en primer lugar. Krendler empezó a decir algo entre dientes, la frase que tenía preparada:

– Starling, eres muy mayor para seguir…

– Perdone.

Era Montenegro. El esbelto diplomático se había dado la vuelta y se acercó a ella.

– Perdone -repitió Montenegro mirando a Krendler a los ojos hasta que éste se apartó con el rostro alterado-. Lamento lo que le ha ocurrido. Y le deseo que la declaren inocente. Le prometo que presionaré a la Questura de Florencia para que investiguen cómo se pagó la inserzione , el anuncio, que apareció en La Nazione . Si se le ocurre algo… que merezca la pena investigar en mi esfera de competencias, por favor, dígamelo e insistiré personalmente en que se haga.

Montenegro le dio una tarjeta, pequeña, gruesa y con las letras en relieve, e hizo como que no veía la mano que le ofrecía Krendler cuando abandonaba el despacho.

Los reporteros, a los que se había permitido cruzar la entrada principal para asistir a la inminente ceremonia, abarrotaban el patio. Unos pocos parecían saber dónde estaba la auténtica noticia.

– ¿Es necesario que me coja el codo? -le preguntó Starling al alguacil.

– No, señora, no lo es -respondió el policía, que le abrió paso entre la avalancha de micrófonos y el chaparrón de preguntas a voz en cuello.

Esta vez el del corte a navaja parecía estar al cabo de la calle. Las preguntas que le gritó fueron: «¿Es cierto que la han apartado del servicio por el caso Hannibal Lecter? ¿Espera imputaciones criminales? ¿Qué tiene que decir sobre las acusaciones de los italianos?».

En el garaje, Starling entregó su chaleco antibalas, su casco, su rifle y su segunda pistola. El alguacil esperó mientras ella descargaba la pequeña pistola y la limpiaba con un trapo húmedo de aceite.

– La vi disparar en Quantico, agente Starling -le dijo-. Yo llegué a los cuartos de final representando a mi cuerpo. Limpiaré su 45 antes de guardarlo.

– Gracias, oficial.

Se quedó remoloneando cuando Starling ya había entrado en el coche. Entonces dijo algo que el motor del Mustang le impidió oír. Starling bajó la ventanilla y el hombre se lo repitió:

– No sabe cómo siento lo que le han hecho.

– Gracias, oficial. Es muy amable de su parte.

Un coche de la prensa esperaba a la salida del garaje. Starling aceleró el Mustang para dejarlo atrás y le pusieron una multa por exceso de velocidad a tres manzanas del edificio J. Edgar Hoover. Los fotógrafos hacían fotografías mientras el policía de tráfico la redactaba.

El director adjunto Noonan estaba sentado ante la mesa de su despacho después de la reunión, frotándose las señales que le habían dejado las gafas en el caballete de la nariz.

El hecho de acabar con la carrera de Starling no lo preocupaba demasiado; siempre había pensado que había un elemento emocional en las mujeres que a menudo las invalidaba para el trabajo en el Bureau. Pero le dolía ver menospreciado a Jack Crawford. Jack había sido uno de los mejores. Puede que sintiera debilidad por aquella chica, pero la vida tenía esas cosas, y además la mujer de Jack estaba muerta y todo eso. Noonan recordaba cierta semana en que no había podido quitarle los ojos de encima a una estenógrafa y tuvo que librarse de ella antes de que pudiera llegar a causar problemas.

Volvió a ponerse las gafas y bajó en el ascensor hasta la biblioteca.

Crawford estaba sentado en la sala de lectura, con la cabeza apoyada en la pared. Noonan creyó que estaba dormido. Tenía la cara pálida y perlada de sudor. Abrió los ojos y resolló con la boca abierta.

– ¿Jack? -Noonan le palmeó el hombro y le puso la mano en la pegajosa frente. Al instante resonó su voz en la biblioteca-: ¡Eh, bibliotecario, llame a un médico!

Se llevaron a Crawford a la enfermería del edificio, y de allí a la Unidad de Vigilancia Intensiva de Cardiología del Memorial Jefferson Hospital.

CAPÍTULO 73

Krendler no hubiera podido desear una cobertura más amplia. El nonagésimo cumpleaños del FBI incluía un recorrido de profesionales de los medios de comunicación por el nuevo centro de gestión de crisis. Los noticiarios televisivos aprovecharon al máximo aquella insólita posibilidad de acceso al edificio J. Edgar Hoover. La C-SPAN transmitió en directo la totalidad de las declaraciones del ex presidente Bush, junto con las del director. La CNN emitió resúmenes de todos los discursos, y el resto de las cadenas cubrieron la información para las noticias de la noche. Cuando los dignatarios descendieron del estrado, Krendler tuvo su oportunidad. El del corte a navaja, que esperaba junto al escenario, le hizo la pregunta del millón:

– Señor Krendler, ¿es cierto que la agente especial Clarice Starling ha sido relevada de la investigación en torno a Hannibal Lecter?

– Creo que sería prematuro, e injusto para la agente, hacer comentarios al respecto en este momento. Me limitaré a decir que la oficina del inspector general está estudiando el asunto relacionado con Lecter. Por ahora no se han puesto cargos contra nadie.

La CNN también se hizo eco del asunto:

– Señor Krendler, algunos medios de comunicación italianos especulan con la posibilidad de que el doctor Lecter haya recibido información de una fuente gubernamental, que le habría avisado para que huyera. ¿Es ése el motivo para la suspensión de la agente Starling? ¿Es ésa la razón por la que la oficina del inspector general ha tomado cartas en un asunto que parece más bien competencia de la Oficina de Responsabilidad Profesional?

– No puedo hacer comentarios respecto a lo aparecido en la prensa extranjera, Jeff. Lo que sí puedo afirmar es que la oficina del inspector general está investigando alegaciones que hasta el momento no han sido probadas. Tenemos tantas responsabilidades con respecto a nuestros agentes como con respecto a nuestros amigos europeos -dijo Krendler, poniendo el índice tieso como un Kennedy-. El caso Hannibal Lecter está en buenas manos, no sólo en las de Paul Krendler, sino también en las de expertos de todas las unidades del FBI y del Departamento de Justicia. Hemos puesto en marcha un proyecto que revelaremos a su tiempo, cuando haya dado los frutos apetecidos.

El casero alemán del doctor Lecter había equipado la casa con un enorme aparato de televisión Grundig, y había colocado un pequeño bronce de Leda y el Cisne encima de la ultramoderna caja del aparato, en un intento de integrarlo en el decorado de la sala.

El doctor Lecter estaba viendo una película titulada Breve historia del tiempo , sobre el gran astrofísico Stephen Hawking y su obra. La había visto muchas otras veces y aquélla era su parte favorita, el momento en el que la taza de té se cae de la mesa y se hace añicos contra el suelo.

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