Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– No -dijo el doctor Lecter-. Cepillen los huesos y tiren todo lo demás excepto el sombrero, el cinturón y las botas, guarden las falanges de las manos y los pies en bolsas y envuélvanlos en el mejor sudario de seda que tengan, con el cráneo y los demás huesos. No es necesario que los compaginen. ¿Quedarse con la lápida les compensa de volver a tapar la fosa?

– Sí, basta con que firme aquí, y le daré copias de esos otros certificados -dijo el señor Greenlea, más que satisfecho por la venta realizada. Cualquier otro director de funeraria que hubiera llegado a por un cadáver habría facturado los huesos en una caja de cartón y vendido a la familia un ataúd de los suyos.

Los papeles de la exhumación cumplían escrupulosamente las normas del Código de Salud y Seguridad de Texas, sección 711.004, como el doctor bien sabía, pues los había hecho él mismo, para lo que había extraído los requisitos y facsímiles de los impresos de las páginas web de la Biblioteca Legal de la Asociación de Condados de Texas.

Los dos trabajadores, agradecidos por la plataforma neumática de la parte posterior de la camioneta alquilada por el doctor Lecter, colocaron el ataúd en su sitio y lo sujetaron a su plataforma con ruedas junto al otro único objeto cargado en el vehículo, un guardarropa de cartón.

– Qué buena idea llevar su propio armario. Así no se arruga el traje de ceremonias en la maleta, ¿verdad? -dijo el señor Greenlea.

En Dallas, el doctor sacó del ropero la funda de una viola y guardó en ella el bulto de huesos envueltos en seda, con el sombrero bien encajado en la parte de abajo y el cráneo dentro.

Sacó el ataúd de la camioneta y lo abandonó en el cementerio Fish Trap. Luego volvió al aeropuerto Dallas-Fort Worth, donde facturó la funda de la viola directamente a Filadelfia.

IV FECHAS SEÑALADAS EN EL CALENDARIO DEL HORROR

CAPÍTULO 69

El lunes, Clarice Starling tuvo que comprobar las ventas de productos sofisticados del fin de semana, y su sistema tenía problemas que requerían la ayuda del técnico informático de la Unidad de Ingeniería. Incluso con listas drásticamente reducidas a dos o tres de las cosechas más selectas de cinco distribuidores de vinos caros, a dos proveedores de foie gras americano y a cinco colmados especializados, la cantidad de compras era formidable. Las llamadas de licorerías individuales a través del número de teléfono que figuraba en el boletín del Bureau tenían que introducirse una por una.

Basándose en la identificación del doctor Lecter como autor del asesinato del cazador de ciervos de Virginia, Starling redujo la lista a las compras realizadas en la costa este, excepto para el foie gras Sonoma. En París, Fauchon se había negado a cooperar. Starling no consiguió comprender lo que el empleado de Vera dal 1926, de Florencia, le decía por teléfono, y envió un fax a la Questura para pedir su ayuda por si el doctor Lecter encargaba trufas blancas.

Al final de la jornada de trabajo de aquel lunes diecisiete de diciembre, a Starling se le ofrecían doce posibles líneas de acción. Se trataba de combinaciones de compras realizadas con tarjetas de crédito. Un hombre había comprado una caja de Pétrus y un Jaguar con compresor de sobrecarga, con la misma American Express.

Otro había encargado una caja de Bátard-Montrachet y una caja de ostras verdes de la Gironda.

Starling comunicó cada posibilidad a las oficinas locales del Bureau para que las investigaran.

Starling y Eric Pickford trabajaban en turnos distintos pero solapados para poder tener la oficina en activo durante el horario comercial.

En su cuarto día de trabajo allí, Pickford empleó parte del tiempo en programar las llamadas automáticas de su teléfono. No puso etiquetas en los botones.

Cuando salió a tomar cafe, Starling pulsó el primer botón. Respondió el propio Paul Krendler.

Starling colgó y se quedó pensativa. Era hora de irse a casa. Haciendo girar lentamente la silla contempló todos los objetos de la Casa de Hannibal. Las radiografías, los libros, la mesa puesta para uno. Después apartó las cortinas y salió.

El despacho de Crawford estaba abierto y vacío. El jersey que le había tejido su difunta esposa colgaba en el perchero del rincón. Starling alargó la mano hacia la prenda, pero no llegó a tocarla. Se echó el abrigo al hombro e inició el largo camino hasta su coche.

Nunca volvería a ver Quantico.

CAPITULO 70

Al atardecer del diecisiete de diciembre, sonó el timbre de Clarice Starling. En el camino de acceso al garaje vio el coche de un policía federal detrás de su Mustang.

Era Bobby, el mismo que la había traído a casa desde el hospital después del tiroteo en el mercado de Feliciana.

– Hola, Starling.

– Hola, Bobby. Entra.

– Me gustaría, pero antes tengo que decirte algo. Me han dado un pliego para que te lo entregue.

– Bueno, hombre, pues dámelo en casa, que se está mejor -le dijo Starling, helada en mitad de la corriente.

La comunicación, con el membrete del inspector general del Departamento de Justicia, la intimaba a aparecer ante una comisión a la mañana siguiente, dieciocho de diciembre, a las nueve en punto, en el edificio J. Edgar Hoover.

– ¿Quieres que te lleve mañana? -ofreció el policía. Starling negó con la cabeza.

– Gracias, Bobby, iré con mi coche. ¿Quieres un café?

– Te lo agradezco, pero no puedo. Lo siento, Starling -dijo el hombre, con evidentes ganas de marcharse. Se produjo un silencio incómodo-. Veo que tienes mejor la oreja -dijo al fin.

Starling le dijo adiós con la mano mientras el coche retrocedía por el camino de acceso.

La notificación se limitaba a ordenarle que se presentara. No ofrecía ninguna explicación.

Ardelia Mapp, veterana de las guerras intestinas del Bureau y azote del corporativismo machista del organismo federal, se puso de inmediato a preparar el té medicinal más fuerte que encontró, regalo de su abuela y famoso por levantar los ánimos. Starling temía aquel té, pero no había excusa que valiera.

Mapp dio golpecitos al membrete con el dedo.

– El inspector general no tiene una mierda que decirte -soltó entre dos sorbos-. Si nuestra Oficina de Responsabilidad Profesional tuviera algo de que acusarte, o lo tuviera la del Departamento de Justicia, tendrían que comunicártelo, tendrían que entregarte un pliego de cargos. Tendrían que darte un jodido 645 o un 644 con los cargos bien claros, y si la acusación fuera criminal tendrías un abogado, puertas abiertas, todo lo que se les da a los criminales, ¿verdad?

– Sí, claro.

– En cambio, de esta forma te acojonan por adelantado. El inspector general es un cargo político, puede encargarse de cualquier caso.

– Pues se ha encargado de éste.

– Con Krendler metiendo cizaña. Sea lo que sea, si decides que quieres ir con uno de los de Igualdad de Oportunidades, tengo todos los números. Ahora, escúchame, Starling. Tienes que decirles que quieres que se grabe. Al inspector general las declaraciones firmadas se la traen floja. Lonnie Gains se llenó de mierda hasta el cuello por eso. Guardan un atestado de lo que dices, pero a veces cambia después de que lo has dicho. Ni siquiera ves una transcripción.

Cuando Clarice Starling llamó a Jack Crawford, la voz del hombre sonaba como si acabara de despertarse.

– No sé de qué se trata, Starling -le confesó-. Hare unas cuantas llamadas. Pero hay algo que sí sé; mañana estaré allí.

CAPITULO 71

Era de día, y la blindada jaula de hormigón del edificio Hoover se cernía amenazante bajo un cielo lechoso.

En la era del coche bomba, la entrada principal y el patío están cerrados la mayoría de los días y el edificio, rodeado de viejos automóviles del Bureau que forman una improvisada barrera de protección.

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