Thomas Harris - Hannibal
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Carlo y sus ayudantes volaron con los cerdos en la apretada bodega del carguero. Cada media hora, el porquero jefe hacía una visita a cada uno de los animales, les ponía la mano en el áspero costado y sentía los zambombazos de su salvaje corazón.
Por más que estuvieran sanos y tuvieran buen apetito, no podía pedirse a dieciséis cerdos que se zamparan al doctor Lecter de una sentada. Les había costado un día dar entera cuenta del cineasta.
En la primera sesión, Mason quería que el doctor Lecter viera cómo le comían los pies. Durante la noche lo mantendrían vivo con una solución salina intravenosa, a la espera del segundo plato.
Mason había prometido a Carlo que le permitiría pasar una hora con el doctor entre plato y plato.
El segundo día, los animales podrían vaciarlo y comerse la carne de las paredes del vientre y de la cara en una hora; cuando la primera tanda con los cerdos mayores y la cerda preñada se retirara ahita, la segunda ola correría a la mesa. Para entonces, la diversión se habría acabado de todos modos.
CAPÍTULO 65
Era la primera vez que Barney iba al granero. Entró por una puerta lateral practicada bajo las galerías de asientos que rodeaban las dos terceras partes de un viejo ruedo. Vacío y silencioso salvo por el zureo de las palomas en las vigas del techo, el lugar seguía conservando un cierto aire de expectación. Tras el podio del subastador se extendía el corral abierto. Grandes puertas dobles daban a las cuadras y la guarnicionería.
Barney oyó voces y gritó un «¡Hola!».
– En la guarnicionería, Barney, entra -dijo la profunda voz de Margot.
La guarnicionería era un lugar alegre, con las paredes llenas de arneses y hermosas sillas de montar, e impregnado de olor a cuero. Los cálidos rayos de sol que se colaban por las ventanas polvorientas, justo debajo de los tirantes, lustraban los aparejos y las pacas de heno. Un sobrado abierto a lo largo de uno de los lados daba al pajar del granero.
Margot estaba recogiendo las riendas y los cepillos de los caballos. Su cabello era más claro que la paja y sus ojos, tan azules como el sello de inspección de la carne.
– Hola -dijo Barney desde la puerta.
El lugar le parecía un tanto teatral, pensado para las visitas infantiles. Por su altura y la inclinación de la luz, recordaba a una iglesia.
– Hola, Barney. Echa un vistazo por ahí, la comida estará lista en veinte minutos.
La voz de Judy Ingram llegó del piso superior.
– Barneeeeeey. Buenos días. ¡Espera a ver lo que tenemos para comer! Margot, ¿quieres que probemos a comer fuera?
Los sábados Margot y Judy acostumbraban cepillar la variopinta recua de rollizos Shetlands adiestrados para que los montaran los niños de visita, y solían preparar una comida al aire libre.
– Vamos a probar en la fachada sur del granero, al sol -dijo Margot.
Las dos mujeres parecían demasiado predispuestas a gorjear. Cualquier persona con la experiencia hospitalaria de Barney sabe que un exceso de gorjeos no presagia nada bueno para el agasajado.
La guarnicionería estaba presidida por un cráneo de caballo colgado al alcance de la mano en una de las paredes, con la brida y las anteojeras puestas, y engalanado con los colores de la cuadra Verger.
– Te presento a Sombra fugaz , que ganó la carrera de Lodgepoles del cincuenta y dos, el único ganador que tuvo mi padre -dijo Margot-. Era demasiado roñoso para hacer que lo disecaran -se quedó mirando la calavera y añadió-: Es igualito que Mason, ¿no te parece?
En un rincón había una fragua y un fuelle. Margot había encendido un pequeño fuego de carbón para caldear el granero. En la lumbre hervía una cacerola que esparcía olor a sopa.
Sobre un banco de trabajo podía verse un juego completo de herramientas de herrero. Margot cogió un martillo de mango corto y abultada cabeza. Con sus fuertes brazos y su amplio tórax hubiera podido ganarse la vida haciendo trabajos de forja o herrando caballerías, aunque sus puntiagudos pectorales no hubieran pasado desapercibidos.
– ¿Podéis echarme las mantas? -les pidió Judy.
Margot cogió una pila de mantas de caballo recién lavadas y con un impulso del recio brazo la lanzó describiendo un arco al piso superior.
– Bueno, voy a lavarme y a sacar las cosas del jeep. Comemos en quince minutos, ¿vale? -dijo Judy, bajando la escalera de mano.
Barney, que se sentía vigilado por Margot, no prestó atención al trasero de Judy. Había varias balas de paja con mantas dobladas encima. Margot y Barney las utilizaron como asientos.
– Lástima que no puedas ver los ponis. Se los han llevado al establo de Lester -dijo Margot.
– He oído los camiones esta mañana. ¿Cómo es eso?
– Cosas de Mason.
Se produjo un silencio. Siempre se habían sentido cómodos sin necesidad de hablar, pero esta vez fue distinto.
– Mira, Barney, llega un punto en que ya no hay mas que hablar, a menos que se esté dispuesto a hacer algo. ¿No crees que nosotros hemos llegado a ese punto?
– ¿Como en una aventura o algo así? -dijo Barney. La desafortunada comparación quedó flotando entre los dos.
– ¿Una aventura? -dijo Margot-. Te estoy ofreciendo algo mil veces mejor que eso. Ya sabes de lo que hablo.
– Perfectamente -admitió Barney.
– Pero, si decidieras no hacer ese algo, y más tarde ocurriera de todos modos, ¿comprendes que no podrías venir a verme y sacarlo a relucir?
Se golpeó la palma de la mano con el martillo de herrero, tal vez de forma inconsciente, mientras lo miraba con sus azules ojos de carnicera.
Barney había visto toda clase de actitudes a lo largo de su vida, y había sobrevivido aprendiendo a interpretarlas. Ahora veía que aquella mujer hablaba en serio.
– Lo sé.
– Lo mismo que si hiciéramos algo. Seré muy generosa una vez y sólo una. Pero será más que suficiente. ¿Quieres saber cuánto?
– Margot, durante mi turno no le va a pasar nada. Al menos mientras esté recibiendo su dinero por cuidarlo.
– Pero ¿por qué, Barney?
Sentado en la bala de paja, Barney encogió los anchos hombros.
– Porque un trato es un trato.
– ¿A eso lo llamas un trato? Esto sí que es un trato -dijo Margot-. Cinco millones de dólares, Barney. Los mismos que Krendler piensa conseguir por vender al FBI, si quieres saberlo.
– Estamos hablando de conseguir suficiente semen de Mason para que Judy se quede preñada, ¿no?
– Y de algo más que eso. Sabes que si le sacas su cosa y lo dejas vivo, te cogerá, Barney. No podrás huir lo bastante lejos. Irás a parar a los cerdos.
– ¿Adonde?
– ¿Qué significa eso, Barney, ese Semper fi que llevas en el brazo?
– Cuando acepté su dinero dije que cuidaría de él. Mientras, trabaje para él no pienso tocarle un pelo.
– Pero si no tendrás que hacerle nada, excepto la parte médica, después de muerto. Yo no puedo tocarlo ahí. No puedo hacerlo otra vez. Y puede que necesite tu ayuda con Cordell.
– Si matas a Mason, sólo tendrás una ración -dijo Barney.
– Tendremos cinco centímetros cúbicos. Hasta el esperma más pobre, bien administrado, nos daría para cinco inseminaciones, podríamos hacerlo in vitro… La familia de Judy es muy fértil.
– ¿No has pensado en comprar a Cordell?
– No. No cumpliría el trato. Su palabra no vale una mierda. Tarde o temprano volvería pidiendo más. Lo mejor es que desaparezca.
– Veo que lo has pensado bien.
– Sí… Mira, Barney, no tienes más que controlar el cuarto del enfermero. Las constantes de los monitores quedan grabadas, hasta el último segundo. Pero el circuito de televisión sólo actúa en vivo, no hay cinta de vídeo en marcha. Nosotros… yo meto la mano en el armazón del respirador y le inmovilizo el pecho. El monitor reflejará el funcionamiento del respirador. Cuando el ritmo cardiaco y la presión sanguínea muestren un cambio, entras a toda prisa y él estará inconsciente, y puedes intentar revivirlo tanto como quieras. Lo único que tienes que hacer es no darte cuenta de que yo estoy allí. Y yo sigo presionándole el pecho hasta que esté muerto. Has ayudado en un montón de autopsias, Barney. ¿Qué es lo primero que buscan cuando sospechan una asfixia provocada?
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