Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– ¿Un pelo del pincel?

– Puede. Pero fíjese que está curvado hacia un extremo y tiene una especie de bultíto al final. ¿Y si ruera una pestaña?

– Y si conserva el folículo…

– Exacto.

– Mire, puedo hacer las polimerasas y las secuencias del genoma, es decir, tres colores a la vez, en la misma línea de gel y aislar tres localizaciones de ADN al mismo tiempo. Harán falta trece para los tribunales, pero bastarán un par de días para saber con toda seguridad si es de él.

– A. Benning, estaba segura de que me ayudarías.

– Eres Starling, ¿verdad? Quiero decir la agente especial Starling. Perdona si he empezado con mal pie. Es que los polis mandan las pruebas en unas condiciones… No tenía nada que ver contigo.

– Ya lo sé.

– Creía que eras mayor. Todas las chicas… las mujeres te conocen, bueno, todo el mundo te conoce; pero para nosotras eres… -A. Benning apartó la mirada- algo especial -luego levantó el rechoncho pulgar y dijo-: Buena suerte con el Otro. No te importa que lo llame así, ¿verdad?

CAPÍTULO 60

El mayordomo de Mason Verger, Cordell, era un hombretón de rasgos excesivos que habría sido guapo de haberles dado un poco de animación. Tenía treinta y siete años, y no podría volver a trabajar en la sanidad suiza, ni en cualquier otro oficio que lo pusiera en contacto con niños en aquel país.

Mason le pagaba un salario generoso para que organizara aquella ala del edificio, y era responsable del cuidado y alimentación del inválido. Le había demostrado ser de absoluta confianza y capaz de cualquier cosa. Mientras Mason interrogaba a las criaturas, Cordell había presenciado a través de la pantalla actos de crueldad que hubieran provocado la rabia o las lágrimas de cualquier otro.

Ese día Cordell estaba un tanto preocupado por el único asunto que consideraba sagrado, el dinero.

Llamó a la puerta con los nudillos dos veces, como de costumbre, y entró a la habitación de Mason. Estaba completamente a oscuras excepto por el resplandor del acuario. La anguila se percató de su presencia y salió del agujero, esperanzada.

– ¿Señor Verger?

Pasó un momento antes de que Mason se despertara.

– Necesito comentar algo con usted. Tengo que hacer un pago extra en Baltimore esta semana a la misma persona de la que hablamos antes. No se trata de ninguna emergencia, pero sería prudente. Ese niño negro llamado Franklin comió veneno para ratas y estaba en estado crítico a principios de semana. Le ha contado a su madre adoptiva que usted le sugirió envenenar a su gato para que la policía no lo torturara. Así que le dio el gato a un vecino y se tomó el veneno él mismo.

– Eso es absurdo -dijo Mason-. Yo no tuve nada que ver con semejante cosa.

– Por supuesto, señor Verger, es completamente absurdo.

– ¿Quién se ha quejado, la mujer que te consigue los crios?

– A ésa hay que pagarle ya.

– Cordell, tú no le hiciste nada a ese pequeño bastardo, ¿verdad? No le verían nada en el hospital, ¿o sí? Ya sabes que lo acabaré descubriendo.

– No, señor. ¿En esta casa? Nunca, lo juro. Usted sabe que no soy ningún estúpido. Y adoro mi trabajo.

– ¿Dónde está Franklin?

– En el Hospital General de la Misericordia de Maryland. Cuando salga irá a un hogar comunitario. Ya sabe que la mujer con quien vivía fue borrada de la lista de hogares adoptivos por fumar marihuana. Ella es la que se está quejando de usted. Tal vez convenga hablar con ella.

– Una negrata drogadicta, no será mucho problema.

– No conoce a nadie a quien ir con el cuento. En mi opinión hay que manejarla con cuidado. Guantes de seda. La asistente social quiere que la hagamos callar.

– Pensaré en ello. Adelante, págale a la asistenta.

– ¿Mil dólares?

– Pero que se entere de que es lo último que va a sacarnos.

Tumbada a oscuras en el sofá de la habitación de Mason, con las mejillas manchadas de lágrimas secas, Margot Verger escuchaba la conversación entre su hermano y Cordell. Había intentado razonar con Mason, hasta que se quedó dormido. Era evidente que Mason la creía lejos de la habitación. Margot abrió la boca para respirar muy despacio aprovechando los siseos de la máquina. La luz del pasillo tiño de gris la penumbra de la habitación cuando salió Cordell. Margot siguió tumbada en el sofá. Esperó casi veinte minutos, hasta que el respirador se adaptó al ritmo del durmiente, y dejó la habitación. La anguila la vio salir, pero Mason no.

CAPÍTULO 61

Margot Verger y Barney pasaban el tiempo juntos. No hablaban mucho, pero veían partidos de rugby en la sala de recreo, Los Simpsons y a veces conciertos en las cadenas educativas, y juntos siguieron Yo, Claudio . Cuando el turno de Barney le obligaba a perderse varios episodios, los grababan en vídeo.

A Margot le gustaba Barney, le gustaba la camaradería con que la trataba. Hasta entonces no había conocido a nadie con tan pocos prejuicios. Barney era listo, y había en él algo indefinible, como de otro mundo. Eso también le gustaba.

Margot tenía una sólida formación en Humanidades, además de su licenciatura en Informática. Barney, que era autodidacta, tenía opiniones que iban de lo pueril a lo penetrante. Ella podía proporcionarle un contexto. Su propia educación era una meseta amplia y abierta, aunque acotada por la razón. Pero la meseta descansaba encima de su mentalidad como la Tierra plana de los antiguos sobre una tortuga.

Margot le hizo pagar cara su broma sobre mear de pie. Estaba segura de tener las piernas más fuertes que él, y el tiempo le dio la razón. Fingiendo grandes esfuerzos con pesos moderados, lo convenció para hacer una apuesta sobre levantamiento con las piernas, y recuperó sus cien dólares. Además, aprovechando su menor peso, lo derrotó haciendo levantamientos con un solo brazo, el derecho, pues el izquierdo nunca se había recuperado de una lesión infantil originada en un forcejeo con Mason.

Algunas noches, cuando Barney había acabado su turno con Mason, se entrenaban juntos ayudándose mutuamente en el banco. Era un trabajo serio durante el que apenas emitían otro sonido que el de sus respiraciones. A veces se limitaban a darse las buenas noches cuando ella guardaba sus cosas en la bolsa de deporte y desaparecía hacia las dependencias familiares, prohibidas al personal.

Aquella noche Margot entró en el gimnasio negro y cromo procedente de la habitación de Mason, con los ojos arrasados en lágrimas.

– Pero, mujer -dijo Barney-, ¿qué te pasa?

– Nada, mierdas de familia, ¿qué te voy a contar? Estoy bien -respondió Margot.

Trabajó como una posesa, levantando más de la cuenta, más veces de las adecuadas.

En una ocasión Barney se acercó a coger una barra de discos y meneó la cabeza.

– Te vas a romper algo -le advirtió.

Ella seguía acelerando en una bicicleta fija cuando Barney decidió parar, se fue al vestuario y dejó que la humeante ducha hiciera desaparecer por el desagüe la larga jornada. Era una instalación sin tabiques con cuatro alcachofas superiores y otras tantas a la altura de la cintura y los muslos. A Barney le gustaba abrir un par de duchas y dejarlas converger sobre su oscuro corpachón.

En unos segundos quedó envuelto en una espesa niebla que lo aisló de todo salvo del agua que azotaba su cabeza. La ducha era uno de sus lugares de reflexión favoritos. Nubes de vapor. Las nubes . Aristófanes. Las explicaciones del doctor Lecter sobre el lagarto que se meó encima de Sócrates. Se le ocurrió que, antes de que lo aporreara el implacable martillo lógico del doctor Lecter, alguien como Doemling hubiera conseguido avasallarlo.

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