Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Cuando oyó el chorro de otra ducha, no le prestó mayor atención y siguió frotándose. Otros empleados usaban el gimnasio, aunque por lo general a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Forma parte de la etiqueta masculina no prestar mucha atención a los demás usuarios de las duchas comunes de un gimnasio; sin embargo, Barney no pudo evitar preguntarse de quién se trataba. Esperaba que no fuera Cordell, que le ponía los pelos de punta. Era extraño que alguien hubiera acudido allí a aquellas horas. ¿Quién coño sería? Barney se dio la vuelta para que el agua le cayera sobre los hombros. Nubes de vapor, fragmentos del individuo que estaba a su lado, visibles entre los chorros como fragmentos de un fresco en una pared enyesada. Un hombro musculoso, una pierna… Una mano bien torneada restregando un grueso cuello y unas espaldas anchas, uñas rojo coral… Ésa era la mano de Margot. Los dedos de los pies, también pintados. La pierna de Margot.

Barney volvió a meter la cabeza bajo el potente chorro de la ducha y respiró hondo. Al alcance de su mano, la figura se había vuelto y se frotaba con energía. Ahora se estaba lavando la cabeza. Aquél era el liso abdomen de Margot, sus pequeños pechos erguidos sobre los grandes pectorales, los pezones duros apuntando al chorro, las ingles de Margot, nudosas en el lugar donde el tronco se unía a los muslos, y eso tenía que ser la raja de Margot, enmarcada por una cresta rubia estrecha y desmochada con mimo.

Barney aspiró tanto aire como pudo y lo aguantó en los pulmones. Notaba el crecimiento del problema. La mujer brillaba como una yegua, hinchada al límite por la dura sesión de entrenamiento. Cuando su interés se hizo demasiado evidente, Barney se dio la vuelta. A lo mejor conseguía desentenderse de ella hasta que se marchara.

La ducha de al lado paró. En cambio, la voz se puso a hablar.

– Oye, Barney, ¿cómo están las apuestas por los Patriots?

– Con… con mi colega puedes conseguir Miami y cinco y medio.

Barney miró por encima del hombro.

Margot se estaba secando a la distancia justa para que el agua de la ducha de Barney no la alcanzara. El pelo empapado se le pegaba a los hombros. Ahora tenía la cara sonrosada y el rastro de las lágrimas había desaparecido. Tenía una piel preciosa.

– Entonces, ¿vas a aceptar los puntos? -le preguntó ella-. Las apuestas en la oficina de Judy están a…

Barney no podía mirar otra cosa. El vellón de Margot, perlado de góticas, enmarcando el rosa de los pliegues. Tenía la cara ardiendo y una erección de caballo. Se sentía confuso y avergonzado. Volvió a ocurrírsele aquella idea desagradable. Nunca se había sentido atraído por los hombres. Margot, a pesar de todos sus músculos, era muy distinta a un hombre, y le gustaba.

Y, además, ¿qué era aquella mierda de ir a la ducha con él?

Cerró su ducha y se quedó frente a ella, chorreando. Sin pararse a pensarlo, le puso la mano en la mejilla.

– Por amor de Dios, Margot… -dijo, con la voz alterada. Ella bajó los ojos.

– Maldita sea, Barney. No…

Barney estiró el cuello e, inclinándose hacia delante, intentó besarla en cualquier parte de la cara sin tocarla con el miembro, pero no pudo evitarlo. Ella se apartó y miró el hilillo de cristalino fluido que salía del hombre y lo unía a su vientre liso; como un rayo, le plantó en el pecho un antebrazo digno de un defensa, que le hizo perder el equilibrio y lo dejó sentado sobre el suelo de la ducha.

– Jodido bastardo -farfulló Margot-. Tenía que habérmelo imaginado. ¡Cabrón! Coge tu cosa y métetela por el culo.

Barney se levantó y salió del vestuario. Se puso la ropa sin secarse y se fue del gimnasio sin abrir la boca.

La habitación de Barney estaba en un edificio separado de la casa, unas antiguas cuadras con techo de pizarra convertidas en garajes con apartamentos en el piso superior. Por la noche se quedaba hasta tarde tecleando en su ordenador portátil. Estaba intentando concentrarse en el curso que seguía por Internet cuando sintió temblar el suelo, como si alguien enorme subiera las escaleras.

Un ligero golpe en la puerta. Cuando la abrió, se encontró con Margot, envuelta en un jersey grueso y cubierta con un gorro de lana.

– ¿Puedo entrar un momento?

Barney se miró los pies unos segundos y luego se hizo a un lado.

– Barney, oye, siento lo que ha pasado -le dijo-. Me ha entrado el pánico. Quiero decir, la he cagado y después me he asustado. Me gustaba que fuéramos amigos.

– A mí también.

– Pensaba que podíamos ser, no sé, como colegas.

– Venga, Margot. Yo también dije que quería que fuéramos amigos, pero no soy un puto eunuco. Te has metido en la jodida ducha conmigo. Y estabas impresionante, eso no es culpa mía. Entras desnuda en la ducha y me veo delante dos cosas que me gustan un montón.

– Yo y un coño -dijo Margot.

Se sorprendieron riéndose al mismo tiempo.

Margot se le acercó y lo atrapó con un abrazo que hubiera lesionado a cualquiera menos fuerte que Barney.

– Escucha, si tuviera que haber un tío, serías tú. Pero no es lo mío. De verdad que no. Ni ahora ni nunca.

Barney asintió.

– Lo sé. Ha sido superior a mis fuerzas.

Se quedaron callados unos instantes sin deshacer el abrazo.

– ¿Quieres que inténtenlos ser amigos?

Barney lo pensó por un momento.

– Claro. Pero tendrás que poner un poco de tu parte. A ver qué te parece el trato: voy a hacer un esfuerzo enorme para olvidar lo que he visto en la ducha, y tú no volverás a enseñármelo nunca más. Y tampoco me enseñes las tetas, ya puestos. ¿Qué te parece?

– Puedo ser muy buena amiga, Barney. Ven a casa mañana. Judy cocina y yo no me quedo atrás.

– De acuerdo, pero seguro que no cocinas mejor que yo.

– Ponme a prueba -lo retó Margot.

CAPÍTULO 62

El doctor Lecter sostuvo una botella de Cháteau Pétrus a contraluz. El día anterior la había sacado del botellero y dejado en posición vertical por si tenía posos. Miró el reloj y decidió que era el momento de abrirla.

Aquél era el tipo de cosas que el doctor Lecter consideraba un serio riesgo, superior a los que le gustaba correr. No quería ser brusco. Quería disfrutar el color del vino en una jarra de cristal. ¿Y si, por descorchar la botella demasiado pronto, descubría que no había ningún exquisito aroma que pudiera perderse al decantarla en el recipiente? La luz reveló un poco de sedimento.

Sacó el corcho con el mismo cuidado con que hubiera trepanado un cráneo, y dejó la botella en el escanciador, que mediante una manivela y un husillo inclinaba la botella milímetro a milímetro. Esperó a que el aire salino hiciera su trabajo; luego, decidiría.

Encendió un fuego de carbón vegetal y se sirvió una copa de Lillet con hielo y una rodaja de naranja mientras consideraba el fond en el que había trabajado durante días. Para preparar el caldo había seguido las inspiradas indicaciones de Alejandro Dumas. Tres días antes, a su regreso del bosque, había añadido a la cacerola un rollizo cuervo que se había estado atiborrando de bayas de enebro. Las pequeñas plumas negras habían flotado en las aguas tranquilas de la bahía. Las remeras las había conservado para hacer plectros para su clavicémbalo.

El doctor Lecter machacó sus propias bayas de enebro y empezó a freír chalólas en una sartén de cobre. Ató un manojo de hierbas frescas haciendo un impecable nudo quirúrgico a un cordel de algodón, y les echó encima el caldo utilizando un cucharón.

Sacó de la cazuela de cerámica un solomillo, que la salsa había vuelto oscuro y jugoso. Lo escurrió, lo enrolló sobre sí mismo y lo ató procurando que tuviera el mismo diámetro a todo lo largo.

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