Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Hemorragias tras los párpados.

– Mason no tiene párpados.

Margot había hecho los deberes, y estaba acostumbrada a comprar cualquier cosa. Y a cualquiera…

Barney la miró a la cara pero mantuvo el martillo dentro de su ángulo de visión mientras contestaba.

– No, Margot.

– Si hubiera dejado que me follaras, ¿lo harías?

– No.

– Si te hubiera follado yo, ¿lo harías?

– No.

– Si no trabajaras aquí, si no tuvieras ninguna responsabilidad médica hacia él, ¿lo harías?

– Probablemente no.

– ¿Es cuestión de ética o puro canguelo?

– No lo sé.

– Pues vamos a comprobarlo. Estás despedido, Barney.

Él asintió, no especialmente sorprendido.

– Y Barney… -la mujer se llevó un dedo a los labios-. Chis. ¿Me das tu palabra? ¿Hace falta que te diga que podría aplastarte con tus antecedentes de California? No es necesario, ¿verdad?

– No tienes por qué preocuparte -dijo Barney-. Soy yo el que tengo motivos. No sé qué forma tiene Mason de despedir a la gente. Puede que desaparezcan sin más.

– Tú tampoco tienes de qué preocuparte, le diré a Mason que has cogido la hepatitis. Y apenas sabes nada de sus asuntos; sólo que está intentado ayudar a la ley. Además, Mason sabe lo de tus antecedentes, te dejará marchar.

Barney se preguntó a quién habría encontrado más interesante el doctor Lecter durante las sesiones de terapia, si a Mason Verger o a su hermana.

CAPÍTULO 66

Era de noche cuando el largo camión plateado se detuvo ante el granero de Muskrat Farm. Llegaban con retraso y con los nervios de punta.

Los trámites en el Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington habían ido como la seda al principio; el inspector del Departamento de Agricultura selló la entrada de los dieciséis cerdos. Aunque tenía los conocimientos de un experto en la materia, era la primera vez que veía unos animales semejantes.

Luego, Carlo Deogracias echó un vistazo al interior del camión. Era un vehículo para el transporte de ganado y olía como tal, además de mostrar la huella de sus anteriores inquilinos en las numerosas grietas. Carlo no estaba dispuesto a descargar sus cerdos. El avión tuvo que esperar hasta que el airado conductor, Carlo y Fiero Falcione encontraron otro camión más a propósito para transportar las jaulas, localizaron un lavadero de camiones con una manguera de vapor y limpiaron el interior de la caja.

Una vez ante la entrada principal de Muskrat Farm, se presentó el último inconveniente. El guarda comprobó el tonelaje del vehículo y se negó a dejarles paso alegando que superaban el límite de un puente ornamental. Los encaminó hacia la carretera de servicio que atravesaba el parque nacional. Las ramas de los árboles arañaban el techo del vehículo mientras recorrían los tres últimos kilómetros.

Carlo contempló satisfecho el granero enorme y limpio de Muskrat Farm. Le hizo gracia el pequeño elevador de carga que trasladó las jaulas hasta las cuadras de los ponis con exquisita delicadeza.

Cuando el conductor del camión se acercó blandiendo una aguijada eléctrica y se ofreció a azuzar a uno de los cerdos para comprobar hasta qué punto estaba drogado, Carlo le arrebató el instrumento y lo asustó de tal modo que no se atrevió a pedirle que se lo devolviera.

Carlo pensaba dejar que los animales se recuperaran de los sedantes en la semioscuridad, sin permitirles salir de las jaulas hasta que estuvieran sobre sus cuatro patas y alerta. Le preocupaba que los primeros en despertarse decidieran atacar a los que siguieran drogados. Cualquier bulto acostado atraía su atención cuando la piara no dormitaba al mismo tiempo.

Fiero y Tommaso se veían obligados a extremar las precauciones desde que la manada devoró a Oreste el cineasta y más tarde a su ayudante congelado. No podían estar en el corral o en los pastos con ellos. Los cerdos no los amenazaban, tampoco hacían rechinar los dientes como hacen los jabalíes; se limitaban a mirar a los hombres con la espeluznante terquedad propia de los cerdos, e iban aproximándose de soslayo hasta que estaban lo bastante cerca para cargar.

Carlo, con la misma terquedad, no descansó hasta haber recorrido linterna en mano la valla que rodeaba el prado boscoso adyacente a la gran masa forestal del parque nacional.

Cavó en la tierra con la navaja para examinar el mantillo y encontró bellotas. Mientras se acercaban con el camión, había oído arrendajos graznando a las últimas luces y consideró que probablemente habría acebos. Sin duda, en aquel campo vallado crecían robles blancos, aunque esperaba que no demasiados. No quería que los animales encontraran su alimento en el suelo, como hubieran hecho con facilidad en el bosque abierto.

A todo lo largo del fondo abierto del granero, Mason había hecho construir una sólida barrera con una puerta holandesa como la de Cerdeña.

Tras la seguridad de aquella barrera, Carlo podría alimentarlos lanzándoles ropa rellena con pollos, patas de cordero y hortalizas al centro del corral.

No estaban domesticados, pero no tenían miedo de los hombres ni del ruido. Ni siquiera Carlo podía entrar en el corral. Los cerdos no son como otros animales. Hay en ellos una chispa de inteligencia y un terrible sentido práctico característicos de la especie. Aquellos no eran del todo hostiles. Simplemente, les gustaba la carne humana. Eran ligeros de patas como un miura, capaces de maniobrar como un perro pastor, y sus movimientos en torno a los cuidadores tenían el siniestro empaque de la premeditación. Tras uno de los ensayos, Fiero pasó un mal rato cuando intentó recuperar una de las camisas para volver a utilizarla.

Nunca se había visto unos cerdos como aquéllos, mayores que el jabalí europeo e igual de salvajes. Carlo se sentía su creador. Sabía que el trabajo que llevarían a cabo, el mal que destruirían, le proporcionaría más crédito del que pudiera necesitar en el más allá.

Hacia medianoche todo el mundo dormía en el granero. Carlo, Fiero y Tommaso descansaban libres de sueños en el altillo de la guarnicionería, mientras los cerdos roncaban en sus jaulas, empezando a trotar en sueños con sus elegantes patas y a intentar levantarse sobre la lona limpia en algunos casos. La calavera del caballo de carreras, Sombra fugaz , débilmente iluminada por las brasas del horno de herrero, no perdía detalle.

CAPÍTULO 67

Atacar a una agente del Burjeau Federal de Investigación con la prueba amañada por Mason era un salto enorme para Krendler. De hecho, lo dejó casi sin aliento. Si la fiscal general lo cogía, lo aplastaría como a una cucaracha.

Excepto por el riesgo personal, la cuestión de arruinar la carrera de Clarice Starling no le quitaba el sueño como lo hubiera hecho acabar con la de un hombre. Un agente tenía una familia que mantener, como el propio Krendler, que mantenía la suya, por muy codiciosa y desagradecida que fuera.

Y estaba claro que Starling tenía que desaparecer. Si la dejaban a su aire, siguiendo las pistas con sus ridiculas habilidades femeninas, encontraría a Hannibal Lecter. Si eso ocurría, Mason Verger no le daría nada.

Cuanto antes la privaran de sus recursos y la pusieran de patitas en la calle, a hacer de cebo, tanto mejor.

En su ascensión al poder, Krendler había acabado con otras carreras, primero como fiscal con ambiciones políticas, más tarde en el Departamento de Justicia. Sabía por experiencia que arruinar la carrera de una mujer es más fácil que perjudicar a un hombre. Si una mujer consigue un ascenso que ninguna mujer debiera obtener, lo más eficaz es decir que lo ha conseguido boca arriba.

Sería imposible acusar a Starling de eso, reflexionó Krendler. De hecho, no se le ocurría nadie más necesitado de un polvo salvaje en todo el escalafón. A veces imaginaba el abrasivo acto mientras se hurgaba la nariz.

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