Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Aquí no somos descuidados, agente especial Starling. No he vuelto a meterlo en el cráneo por hacerle un favor al de la funeraria. En este caso tendrán un ataúd abierto y un largo velatorio, y no hay forma de evitar que parte del cerebro se escurra al cojín; así que llenamos el cráneo con gasas o lo que tengamos a mano, volvemos a cerrarlo y lo grapo por encima de las orejas para que no vuelva a abrirse. La familia tiene el cuerpo entero y todos felices.

– Lo entiendo.

– Dígame si entiende esto otro -dijo.

Detrás de Starling la ayudante del doctor Hollingsworth había destapado las mesas de autopsia.

Starling se dio la vuelta y lo vio todo en una sola imagen que se le quedaría grabada el resto de su vida. Uno al lado del otro, sobre las dos mesas de acero inoxidable, yacían un ciervo y un hombre. Del cuerpo del primero sobresalía una flecha amarilla. La flecha y las astas del animal habían sostenido la sábana como los mástiles de una tienda de campaña.

El hombre tenía una flecha más corta y gruesa atravesándole la cabeza justo encima de las orejas. Llevaba una sola prenda, una gorra de béisbol calada del revés y clavada a la cabeza por la flecha.

Al verlo, a Starling le entró la risa, pero se reprimió tan rápido que los demás debieron de interpretar el ruido como expresión de su sobresalto. La similar colocación de los dos cuerpos, con el humano también de costado en lugar de en posición anatómica, revelaba que los habían sacrificado de forma casi idéntica; les habían extirpado el solomillo y los ijares con destreza y precisión, y habían rebanado los pequeños filetes de debajo de la columna.

Una piel de ciervo sobre acero inoxidable. La cabeza alzada sobre las astas en el cojín de metal, vuelta y con el ojo en blanco, como si intentara mirar hacia atrás, hacia el brillante astil que lo había matado; tumbado sobre el costado y su propio reflejo en aquel lugar de obsesivo orden, el animal parecía más salvaje, más ajeno al hombre de lo que nunca lo habría parecido en el bosque.

El hombre tenía los ojos abiertos y de la comisura le salía un hilillo de sangre, como lágrimas rojas.

– Produce extrañeza verlos juntos -dijo el doctor Hollingsworth-. Los dos corazones pesan exactamente lo mismo -miró a Starling y comprobó que se encontraba bien-. Hay una diferencia en el hombre. Mire esto: le han separado de la columna las costillas cortas y le han sacado los pulmones por la espalda. Casi parecen alas, ¿verdad?

– Un «Águila sangrienta» -murmuró Starling, que se había quedado pensativa.

– No lo había visto en mi vida.

– Tampoco yo -confesó Starling.

– ¿Hay un nombre para eso? ¿Cómo lo ha llamado?

– El «Águila sangrienta». Está documentada en la biblioteca de Quantico. Es un antiguo sacrificio noruego. Desgajar las costillas cortas y extraer los pulmones por la espalda, luego aplastarlos de esa forma para darles la apariencia de alas. En los años treinta hubo un neovikingo que lo hizo en Minnesota.

– Usted verá un montón de cosas así, no como ésta, pero de este tipo…

– A veces, sí.

– Se sale un poco de mi terreno. Aquí nos traen sobre todo asesinatos corrientes, gente a la que han disparado o apuñalado… Pero ¿quiere saber lo que pienso?

– Me encantaría, doctor.

– Creo que este hombre, Donnie Barber según su carnet de identidad, mató al ciervo ilegalmente ayer, un día antes de que se levantara la veda. Sabemos que murió entonces. La flecha coincide con el resto de su equipo. Lo estaba despiezando a toda prisa. No he examinado los antígenos de la sangre de sus manos, pero es sangre del ciervo. Sólo pensaba llevarse lo que los cazadores de ciervos llaman la «lomera», y se puso a hacer una faena bastante torpe, vea este desgarrón a medio hacer, aquí. Entonces se llevó una sorpresa tremenda, esta flecha atravesándole la cabeza. Del mismo color, pero de otro tipo. Sin muesca en la parte de abajo. ¿Sabe lo que es?

– Parece una flecha de ballesta -dijo Starling.

– Otra persona, puede que el individuo de la ballesta, acabó la faena con el ciervo, y lo hizo mucho mejor; luego, aunque parezca increíble, hizo lo mismo con el hombre. Fíjese con qué precisión la ha despellejado lo imprescindible, lo decididas que son las incisiones. Ningún estropicio, ningún desperdicio. Michael DeBakey no lo hubiera hecho mejor. No hay indicios de actividad sexual con ninguno de los dos. Los han sacrificado por la carne, eso es todo.

Starling se presionó los labios con los nudillos. Por un segundo el patólogo creyó que se besaba un amuleto.

– Doctor Hollingsworth, ¿ha encontrado los hígados?

Silencio. Antes de contestarle, el hombre la escrutó por encima de las gafas.

– Falta el del ciervo. Al parecer el del señor Barber no cumplía las normas de calidad de ese individuo. Le cortó una porción para examinarlo, hay una incisión justo a lo largo de la vena porta. El hígado está cirrótico y descolorido. Sigue en el cuerpo, ¿quiere verlo?

– No, gracias. ¿Qué me dice del timo?

– Las lechecillas, sí, faltan en los dos casos. Agente Starling, nadie ha pronunciado el nombre todavía, ¿no es así?

– No -dijo Starling-, todavía no.

Se oyó el bufido de la cámara neumática y un individuo curtido con chaqueta deportiva de tweed y pantalones caqui apareció en el umbral.

– ¿Cómo está Carleton, sheriff? -le preguntó Hollingsworth-. Agente Starling, éste es el sheriff Dumas. Su hermano está ingresado en la UVI de Cardiología.

– Parece que aguanta. Dicen que se ha estabilizado, que lo tienen «en observación», sea lo que sea lo que signifique eso -explicó Dumas. Llamó a alguien-: Entre, Wilburn.

El sheriff estrechó la mano de Starling y le presentó al otro hombre.

– Éste es el oficial Wilburn Moody, guarda de caza.

– Sheriff, si quiere estar con su hermano, podemos volver arriba -ofreció Starling.

El sheriff Dumas negó con la cabeza.

– No me dejarán entrar otra vez hasta dentro de hora y media. No se ofenda, señorita, pero yo pregunté por Jack Crawford. ¿Va a venir?

– Sigue en los juzgados. Cuando usted llamó estaba declarando. Espero que se ponga en contacto con nosotros a no mucho tardar. Le agradecemos que llamara tan pronto.

– El bueno de Crawford dio clase a mi promoción de la Academia Nacional de Policía de Quantico hace la tira de años. Un tío grande. Si la ha enviado a usted es que es buena. ¿Qué, empezamos?

– Cuando usted diga, sheriff.

Dumas sacó un bloc de notas del bolsillo de su chaqueta.

– Este individuo de la flecha en la cabeza es Donnie Leo Barber, varón blanco de treinta y dos años, con domicilio en un remolque del parque de caravanas de Cameron. Sin empleo conocido. Licenciado con deshonor de las Fuerzas Aéreas hace cuatro años. Tiene un certificado de especialista en fuselaje y grupos motores del ejército. Trabajó algún tiempo como mecánico de aviones. Pagó una multa por un delito menor, empleo de arma de fuego dentro los límites urbanos. Se declaró culpable de caza furtiva en el condado de Summit, ¿cuándo fue eso, Wilburn?

– Hace dos temporadas, acababan de devolverle la licencia. Era muy popular en el departamento. Nunca se molestaba en seguir al animal después de dispararle. Si no lo abatía, a esperar el siguiente. Una vez…

– Cuéntanos lo que te has encontrado hoy, Wilburn.

– Bueno, yo iba por la comarcal cuarenta y siete, a unos dos kilómetros al oeste del puente, hacia las siete de esta mañana, cuando el viejo Peckman me hizo señas de que parara. Iba con la lengua fuera y la mano en el pecho. Sólo conseguía abrir y cerrar la boca señalando hacia el bosque. Anduve unos… puede que no más de ciento cincuenta metros por la maleza y allí estaba ese tío de ahí, Barber, apoyado en un árbol con una flecha atravesándole la cabeza, y ese ciervo, con otra flecha. Estaban rígidos, de un día antes por lo menos.

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