Thomas Harris - Hannibal
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– Mi hermano ha perdido un brazo y está impaciente por matar algo con el otro -le explicó el doctor Lecter.
– Claro, lo entiendo.
En cosa de cinco minutos, el doctor compró una magnífica ballesta y dos docenas de saetones, las flechas cortas y gruesas que se usan con ese tipo de arma.
– Hágame un paquete -le dijo Lecter.
– Si llena este boleto puede ganar dos días para cazar ciervos. En una granja estupenda -le indicó el vendedor.
El doctor Lecter rellenó el boleto del sorteo y lo metió por la ranura de la urna.
El vendedor se puso a atender a otro cliente, pero el doctor volvió sobre sus pasos.
– ¡Jefe! -exclamó-. Me he olvidado de poner el número de teléfono. ¿Puedo?
– Claro, hombre, usted mismo.
El doctor Lecter quitó la tapa de la caja y cogió los dos boletos de arriba. Añadió un número de teléfono falso al resto de la falsa información de su papeleta y echó un buen vistazo a la otra, parpadeando una sola vez, como el diafragma de una cámara de fotos.
CAPITULO 56
En el gimnasio de Muskrat Farm dominaban el negro y el cromo de la tecnología punta, y el espacioso recinto estaba equipado con todo el ciclo de máquinas Nautilus, aparatos de pesas, una pista de aeróbic y un bar de zumos.
Barney casi había acabado la sesión y estaba enfriando los músculos en la bicicleta cuando se dio cuenta de que no, estaba solo. En una esquina, Margot Verger se estaba quitando el chándal. Llevaba pantalones cortos elásticos y un top sin mangas sobre el sujetador deportivo, y en ese momento se estaba poniendo un cinturón para levantar pesas. Barney las oyó resonar en el rincón. Al cabo de un momento la oyó respirar con fuerza mientras hacía unos levantamientos para calentar.
Barney seguía pedaleando con la resistencia al mínimo y secándose la cabeza con una toalla cuando la mujer se le acercó entre dos tandas de pesas.
Margot miró los brazos del hombre y a continuación los suyos. Tenían más o menos el mismo grosor.
– ¿Cuánto eres capaz de levantar echado en el banco? -le preguntó ella.
– No lo sé.
– Yo creo que lo sabes, y perfectamente.
– Puede que ciento setenta y cinco, o una cosa así.
– ¿Ciento setenta y cinco? Venga ya, grandullón. Cómo vas a levantar todo eso…
– Puede que tenga razón.
– Tengo un billete de cien dólares que dice que no eres capaz de levantar ciento setenta y cinco.
– ¿Contra qué?
– ¿Contra qué cono va a ser? Otros cien. Y yo te pondré la marca.
Barney la miró frunciendo el entrecejo, elástico como goma.
– Vale.
Colocaron las pesas. Margot sumó las que Barney había puesto en su lado como si creyera que iba a hacer trampas. Él respondió contando las del lado de Margot aún con más cuidado.
Se tumbó en el banco y los ajustados pantalones de la mujer, de pie junto a su cabeza, quedaron a un palmo de su cara. La articulación de los muslos con el abdomen formaba nudos como un marco barroco y el macizo torso parecía llegar casi al techo.
Barney se acomodó sintiendo el banco contra la espalda. Las piernas de Margot olían a linimento fresco y sus manos, con las uñas pintadas de color coral, se posaban suavemente en la barra, bien torneadas a pesar de su fuerza.
– ¿Listo?
– Sí.
Barney empujó la barra hacia la cara de la mujer, inclinada sobre él. No tuvo que esforzarse demasiado. Dejó la barra un soporte más arriba que el elegido por Margot. Ella sacó el dinero de su bolsa de deporte.
– Gracias -le dijo Barney.
– Puedo hacer más flexiones que tú -replicó Margot.
– Ya lo sé.
– ¿No me crees?
– Sí, pero yo puedo mear de pie.
El grueso cuello de la mujer se puso rojo.
– Yo también.
– ¿Cien pavos? -propuso Barney.
– Hazme un combinado -le ordenó ella.
En el bar de zumos había un frutero. Mientras Barney preparaba los combinados de fruta en la licuadora, Margot cogió dos nueces y las reventó cerrando el puño.
– ¿Eres capaz de romper una sola, sin nada contra lo que hacer presión? -le preguntó Barney, que rompió dos huevos contra el borde de la licuadora y los echó adentro.
– ¿Y tú? -dijo Margot, y le tendió una nuez.
Barney se quedó mirando la nuez en su palma abierta.
– No lo sé -despejó el trozo de barra que tenía delante y una naranja rodó por ella y cayó al suelo al lado de Margot-. Vaya, lo siento -se disculpó Barney.
Ella la recogió y volvió a ponerla en el frutero.
El enorme puño de Barney se cerró con fuerza sobre la nuez. La mirada de la mujer iba del puño al rostro de Barney, que tenía el cuello hinchado por el esfuerzo y la cara cada vez más roja. Empezó a temblar y al cabo de unos segundos se oyó un débil crujido procedente del puño. Margot se quedó con la boca abierta mientras Barney acercaba el tembloroso puño a la licuadora. El crujido se oyó con más fuerza. La yema y la clara de un huevo cayeron dentro de la licuadora con un ¡plop! Barney pulsó el interruptor y se lamió las yemas de los dedos. Margot se rió contra su voluntad.
Barney vertió los combinados en los vasos. Vistos desde el otro extremo del gimnasio hubieran parecido dos luchadores o dos levantadores de pesas de distintas categorías.
– A ti te gusta hacer todo lo que hacen los hombres, ¿no? -le preguntó Barney.
– Menos las estupideces.
– ¿Quieres que hagamos cosas de hombres juntos?
La sonrisa de Margot se esfumó.
– No tengo ganas de oír ningún chiste de pollas, Barney.
El hombre sacudió la cabezota.
– Tú ponme a prueba -dijo.
CAPÍTULO 57
En la «CASA DE HANNIBAL» el material recopilado sobre el doctor crecía conforme Clarice Starling se internaba a tientas por los vericuetos de sus gustos.
Rachel DuBerry era algo mayor que Lecter en la época en que había actuado como activa mecenas de la Sinfónica de Baltimore, y muy hermosa, como Starling pudo comprobar en las fotografías de Vogue de aquellos años. Eso había sido dos maridos ricos atrás. En la actualidad era la señora de Franz Rosencranz, de los famosos Textiles Rosencranz. Su secretaria para actividades sociales la puso con ella.
– Ahora me limito a mandar dinero a la orquesta, querida. Estamos fuera demasiado tiempo como para participar activamente -explicó a Starling la señora Rosencranz, nacida DuBerry-. Si es algo relacionado con impuestos, puedo darle el número de mis contables.
– Señora Rosencranz, cuando participaba en el patronato de la Sinfónica y de la Escuela Westover, conoció usted al doctor Hannibal Lecter, ¿no es así?
Un silencio prolongado.
– ¿Señora Rosencranz?
– Me parece que es mejor que me dé su número y la llame a través de la centralita del FBI.
– Como quiera.
Cuando se reanudó la conversación, Rachel dijo:
– Sí, tuve trato social con Hannibal Lecter hace años y desde entonces la prensa se ha dedicado a acampar en mi césped. Era un hombre con un encanto extraordinario, completamente fuera de lo habitual. De los que le ponen la piel de gallina a una chica, no sé si me explico. Me costó años creer lo que se contaba de él.
– ¿Le hizo regalos en alguna ocasión, señora Rosencranz?
– Solía enviarme una nota el día de mi cumpleaños, incluso después de que lo detuvieran. A veces un regalo, antes de que lo condenaran. Tiene un gusto exquisito para los regalos.
– Y el doctor Lecter dio la famosa cena de cumpleaños en su honor. Con las cosechas de los vinos elegidas de acuerdo con la fecha de su nacimiento.
– Sí -admitió ella-. Suzy la llamó la fiesta más extraordinaria desde el baile en blanco y negro de Capote.
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