Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Starling, que corría con soltura, sin luchar contra el suelo, permaneció a la vista menos de un minuto. Una mochila diminuta con una botella de agua le colgaba de la espalda, sobre la que caía el sol difuminando la silueta como si de su cuerpo emanara un polvo de polen. Mientras la seguían a lo largo del camino los binoculares captaron un resplandor del río por delante de Starling, y durante unos instantes el doctor Lecter tuvo la vista llena de manchas de luz. Starling desapareció donde el camino hacía bajada, y lo último que vio de ella fue su nuca con la cola de caballo balanceándose como la cola blanca de un ciervo.

El doctor permaneció inmóvil, sin hacer el menor movimiento para seguirla. La imagen de la mujer seguía corriendo en su mente con extraordinaria nitidez. Lo seguiría haciendo hasta que él la hiciera parar. Era la primera vez que la veía después de siete años, sin contar las fotografías de prensa, ni los fugaces atisbos de su cabeza en el interior de un coche. Se tumbó en las hojas con las manos entrelazadas bajo la nuca, y se quedó mirando el escaso follaje de un arce, que se estremecía contra el cielo, oscureciéndolo hasta que le pareció casi morado. Morado, como el racimo de uva labrusca que había cogido cuando trepaba hasta allí; los granos polvorientos empezaban a arrugarse, y se comió unos cuantos, estrujó el resto contra su palma y lamió el jugo como un niño, con la mano bien abierta. Morado, morado…

Las berenjenas del huerto eran moradas.

El agua caliente se había acabado a mediodía en la elevada cabana de caza, y la niñera de Mischa tuvo que arrastrar la abollada bañera de cobre hasta el huerto para que el sol calentara el baño de la criatura. Mischa se sentó entre los reflejos, rodeada de plantas, con las blancas mariposas de la col revoloteando alrededor de su cuerpecillo de dos años. El agua apenas le cubría las regordetas piemos, pero su solemne hermano Hannibal y el enorme perro recibieron el encargo de no perderla de vista mientras la niñera volvía a la cabana para buscar una toalla.

Para algunos criados Hannibal Lecter era un niño inquietante, anormalmente intenso, prematuramente listo; pero no asustaba a la vieja nodriza, que tenía muchas cosas que hacer, ni tampoco a Mischa, que le ponía las mónitas en forma de estrella sobre la cara y se echaba a reír. Mischa estiró los brazos por encima de los hombros de Hannibal y alcanzó la berenjena, que le encantaba mirar al sol. Sus ojos, que no eran marrones como los de su hermano, sino azules, miraban la berenjena y parecían absorber su color, oscurecerse con ella. Hannibal Lecter sabía que los colores eran la pasión de su hermana. Cuando la llevaron adentro y el ayudante del cocinero salió refunfuñando a vaciar la bañera, Hannibal se arrodilló junto a la hilera de berenjenas, que irisaban de reflejos morados y verdes las burbujas antes de que reventaran sobre la tierra de cultivo. Sacó su pequeño cortaplumas y seccionó el tallo de una berenjena, le sacó brillo con su pañuelo, y con la hortaliza adíente de sol en las manos como un animal, la llevó al cuarto de Mischa y la dejó donde ella pudiera verla. A Mischa le encantaba el morado oscuro, a lo largo de su corta vida adoró el color berenjena.

Hannibal Lecter cerró los ojos para volver a ver los ciervos trotando, asustados de Starling, para ver a la mujer trotando camino adelante, aureolada por el sol que le daba en la espalda… Pero aquél era el ciervo equivocado, el cervatillo con la flecha clavada, que tiraba, tiraba de la soga que le apretaba el cuello y lo arrastraba hacia el hacha, el cervatillo que se comieron antes de hacer lo mismo con Mischa, y ya no pudo permanecer inmóvil, tuvo que levantarse, con las manos y la boca manchadas de jugo morado, con la mueca caída de una máscara de tragedia griega. Buscó a Starling a lo largo del camino. Aspiró profundamente por la nariz y dejó que los aromas del bosque lo purificaran. Fijó la vista en el repecho tras el que había desaparecido Starling. El camino destacaba entre los árboles como si la mujer hubiera dejado un rastro luminoso a su paso.

Trepó con rapidez a la cima y bajó la otra vertiente de la colina hacia una zona de acampada cercana, en cuya área de aparcamiento había dejado la camioneta. Quería estar fuera del parque antes de que Starling volviera a su coche, que la esperaba a tres kilómetros de allí, en el aparcamiento principal de la entrada, cerca de la garita del guarda forestal, cerrada hasta el comienzo de la temporada.

Starling tardaría al menos quince minutos en llegar al coche.

El doctor Lecter aparcó junto al Mustang y dejó el motor en marcha. Había podido examinar el coche en el aparcamiento de un supermercado próximo a la casa de Starling. La pegatina del abono anual en el parabrisas del viejo Mustang fue lo que llamó la atención del doctor hacia el parque; sin pérdida de tiempo compró un mapa de la reserva natural y la exploró detenidamente.

El coche, agazapado sobre sus anchas ruedas como si durmiera, estaba cerrado con llave. Aquel vehículo resultaba divertido. Era a un tiempo extravagante e increíblemente eficaz. Por más que se agachara junto al pomo cromado no consiguió oler nada. Desplegó una estrecha lámina de acero y la deslizó entre el cristal y la puerta por encima de la cerradura. ¿Alarma? ¿Sí? ¿No? Clic. No.

El doctor Lecter subió al coche y penetró en una atmósfera que era, intensamente, la de Clarice Starling. El volante era grueso y forrado de cuero, y en su centro podía leerse la palabra «MOMO». La miró ladeando la cabeza como un loro y formó con los labios las dos sílabas: «MO-MO». Se recostó en el asiento, cerró los ojos y empezó a aspirar arqueando las cejas, como si estuviera escuchando un concierto.

Entonces, como si tuviera voluntad propia, el puntiagudo extremo rosa de su lengua asomó entre los dientes como una pequeña serpiente que intentara escapar de su boca. Sin cambiar de expresión, como si no fuera consciente de sus propios movimientos, se inclinó hacia delante, encontró el cuero del volante guiándose por el olfato, posó en él la lengua y la enroscó sobre las depresiones para los dedos de la parte inferior. Saboreó las zonas desgastadas donde la mujer posaba las palmas de las manos. Luego volvió a reclinarse en el respaldo mientras la lengua se retiraba a su nido, y movió la boca cerrada como si estuviera paladeando un vino. Respiró con fuerza y retuvo el aire mientras salía y cerraba el Mustang. No espiró aún, conservó a Starling en la boca y los pulmones hasta, que su vieja camioneta estuvo fuera del parque.

CAPÍTULO 54

Uno de los axiomas de la unidad de Ciencias del Comportamiento dice que los vampiros son territoriales, mientras que los caníbales atraviesan el país de punta a punta.

Sin embargo, la vida nómada no atraía especialmente al doctor Lecter. Su éxito en eludir a las fuerzas del orden se debía sobre todo a la consistencia de sus identidades falsas, ideadas para durar y adoptadas con suma prudencia, y a su facilidad de acceso al dinero. Los desplazamientos frecuentes y erráticos no formaban parte de su modus operandi.

Gracias a dos identidades alternativas, consolidadas hacía mucho tiempo y provistas de excelente crédito, más una tercera para el manejo de vehículos, no le resultó difícil procurarse un cómodo nido a la semana de su regreso a Estados Unidos.

Había elegido un lugar de Maryland a una hora de coche al sur de Muskrat Farm y razonablemente cerca de los ambientes musicales y teatrales de Washington y Nueva York.

Nada de lo relacionado con las ocupaciones visibles del doctor Lecter podía atraer la atención ajena, y cualquiera de sus identidades principales hubiera sobrevivido a una verificación corriente. Tras una visita a su caja de seguridad de Miami, alquiló por un año una casa hermosa y aislada en la bahía de Chesapeake a un cabildero alemán.

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