Thomas Harris - Hannibal
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– Ahí tienen exactamente el tipo de mentalidad de periódico basura de la que les hablaba -dijo Doemling-. Hannibal Lecter carece de emociones como la admiración y el respeto. No es capaz de sentir aprecio o afecto. Ésa es una equivocación romántica, muy propia de quienes han recibido una educación deficiente.
– Doctor Doemling, ¿no me recuerda, verdad? -dijo Barney-. Yo era el responsable del corredor de los violentos cuando usted intentó hablar con el doctor Lecter, como mucha otra gente. Pero si no recuerdo mal fue usted el que salió llorando. Después el doctor Lecter escribió una reseña de su libro para el American Journal of Psychiatry. No puedo culparlo si el artículo volvió a hacerle llorar.
– Ya está bien, Barney -dijo Mason-. Ve a encargarme el almuerzo.
– Desde luego no hay nada peor que un autodidacta de tres al cuarto -dijo Doemling cuando Barney salió de la habitación.
– No me había contado usted que había entrevistado a Lecter, doctor -dijo Mason.
– En aquella época estaba catatónico, fue imposible obtener de él la menor colaboración.
– ¿Y por eso se echó a llorar…?
– Eso no es cierto.
– ¿…y contradice en todo a Barney?
– Ese hombre está tan engañado como la chica.
– Seguro que a Barney también le gustaría tirársela -dijo Krendler.
Margot se aguantó una risita, pero no lo bastante como para evitar que Krendler la oyera.
– Si quieren que Clarice Starling le resulte atractiva, consigan que Lecter la vea en apuros -dijo Doemling-. Que el daño que sufra le sugiera el daño que él mismo podría infligirle. Verla herida de cualquier forma simbólica lo excitará tanto como si la viera acariciarse. Cuando el lobo oye balar a la oveja herida, llega corriendo, pero no para ayudarla.
CAPÍTULO 52
– No puedo entregarte a Clarice Starling -dijo Krendler cuando Doemling los dejó solos-. Puedo tenerte constantemente al corriente de dónde está y de todo lo que hace, pero no controlar las misiones que le asigne el Bureau. Y si el Bureau la saca a la intemperie para que haga de cebo, la protegerán, te lo garantizo -para reforzar su argumentación, Krendler apuntó el índice hacia el lugar de la oscuridad en que suponía a Mason-. No puedes colarte en una cosa así. No podrías adelantarte a su cobertura e interceptar a Lecter. El grupo de vigilancia localizaría a los tuyos en un visto y no visto. En segundo lugar, el Bureau no tomará esa iniciativa a menos que Lecter vuelva a ponerse en contacto con ella o sea evidente que está cerca; ya le ha escrito otras veces y no se ha presentado. Haría falta un mínimo de doce personas para vigilarla, saldría demasiado caro. Todo sería más fácil si no le hubieras echado un cable cuando lo del tiroteo. Ahora ya es tarde para cambiar de opinión, no podrías volver a colgarle el sambenito.
– Sería, podría, debería… -rezongó Mason, haciendo un buen trabajo con las oclusivas, dicho sea de paso-. Margot, coge el periódico de Milán, el Corriere della Sera … el número del sábado, el día siguiente al asesinato de Pazzi… Busca el primer mensaje en la sección de anuncios personales… Léenoslo.
Margot levantó el apretado texto hacia la luz.
– Está en inglés, dirigido a A. A. Aaron. Dice: «Entregúese a las autoridades más próximas, los enemigos están cerca. Hannah». ¿Quién es esa Hannah?
– Es el nombre de la yegua de Starling cuando era niña -dijo Mason-. Es un aviso de Starling a Lecter. Lecter le había explicado en la carta cómo ponerse en contacto con él.
Krendler se puso en pie de un salto.
– ¡Maldita hija de puta! No podía saber lo de Florencia. Si lo sabe, sabrá también que te he estado pasando información.
Mason suspiró y se preguntó si Krendler era bastante listo como para ser un político de provecho.
– Ella no sabe nada. Fui yo quien puso el anuncio en La Nazione , el Corriere della Sera y el International Herald-Tribune , para que saliera al día siguiente de nuestra operación contra Lecter. De esa forma, si fallábamos, Lecter creería que Starling estaba intentando ayudarlo. Y seguiríamos teniendo un vínculo con él a través de Starling.
– Pues nadie se ha enterado.
– No. Excepto tal vez Hannibal Lecter. Y puede que quiera darle las gracias. Por correo, en persona, ¿quién sabe? Ahora, escúchame: ¿sigues controlando sus cartas?
– Escrupulosamente -dijo Krendler, asintiendo con la cabeza-. Si le manda algo, lo verás antes que ella.
– Escucha con atención lo que voy a decirte: encargué y pagué ese anuncio de forma que Starling no tenga posibilidad de probar que no lo puso ella. Eso es un delito mayor. Es pisar la raya roja. Con eso es toda tuya, Krendler. Y sabes mejor que yo que el FBI no da una mierda por ti una vez que estás fuera. Por ellos, como si te convierten en comida para perros. No serán capaces ni de hacer la vista gorda con el permiso de armas. No le importará a nadie más que a mí. Y Lecter sabrá que está más sola que la una. Pero antes intentaremos otras cosas -Mason hizo una pausa para respirar y prosiguió-: Si no funcionan, haremos lo que dice Doemling y usaremos el anuncio para dejarla con el culo al aire, qué digo con el culo… Con el culo y todo lo demás. Estará tan jodida que podrás partirla en dos con la mierda de ese anuncio. Quédate la parte del coño, ése es mi consejo. La otra es más aburrida que el copón. Vaya, no quería blasfemar.
CAPÍTULO 53
Clarice Starling corría sobre las hojas caídas en un parque natural de Virginia situado a una hora de su casa, uno de sus lugares favoritos. Aquel día laborable de otoño que tanto necesitaba tomarse libre, el parque no ofrecía el menor rastro de otra presencia humana. Recorría un camino que le era familiar entre las colinas boscosas a orillas del Shenandoah. El primer sol caía sobre las lomas y entibiaba el aire, pero aún no alcanzaba las umbrías depresiones, en las que el aire era cálido a la altura de su rostro y frío en sus piernas al mismo tiempo.
Esos días la tierra no le parecía inmóvil bajo sus pies; sólo corriendo tenía la sensación de pisar terreno firme.
La mañana era espléndida y Starling avanzaba bajo los resplandores que danzaban entre las hojas, pisoteando las manchas de luz del camino, que unas zancadas más adelante estaba barrado por las sombras que el sol todavía bajo arrancaba a los troncos. A unos metros, dos ciervas y un macho de encrespada cornamenta saltaron fuera del camino con un brinco unánime que aceleró el corazón de la mujer, echaron a correr y desaparecieron en la umbría profundidad del bosque, donde sus blancas y erguidas colas siguieron destacando al ritmo de su trote. Contenta, Starling se puso a dar saltos sobre el terreno.
Inmóvil como un personaje de tapiz medieval, Hannibal Lecter siguió sentado sobre las hojas caídas en la ladera que dominaba el río. Podía ver ciento cincuenta metros del camino con unos prismáticos, que había protegido contra los reflejos poniéndoles una visera de cartón. Primero vio la espantada de los ciervos, que ascendieron la colina y pasaron de largo, y luego, por primera vez en siete años, a Clarice Starling de cuerpo entero.
Bajo los gemelos el rostro no cambió de expresión, pero las fosas nasales se dilataron al aspirar aire con fuerza, como si pudiera captar el olor de la mujer a aquella distancia.
El aire le trajo olor a hojas secas matizado por una insinuación de cinamomo, las emanaciones del mantillo y las bayas en lenta putrefacción, un leve efluvio de excrementos de conejo a muchos metros de distancia, el intenso almizcle de una piel de ardilla hecha jirones bajo las hojas, pero no el aroma de Starling, que hubiera identificado en cualquier lugar. Los ciervos que habían emprendido la huida al verla siguieron trotando mucho después de que la mujer los perdiera de vista.
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