Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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El doctor emitió un débil chillido que subió de tono y cesó tan abruptamente como la música. Se quedó sentado largo rato con la cabeza inclinada sobre el teclado. Luego se levantó sin hacer ruido y salió del salón. Hubiera sido imposible saber en qué parte de la casa a oscuras se encontraba. El viento de la bahía cobró fuerza, consumió las llamas de las velas, hizo sonar las cuerdas del clavicémbalo en la oscuridad arrancándoles ya un aire accidental, ya un débil chillido que llegaba de un pasado muy lejano.

CAPÍTULO 55

La feria regional de armas blancas y de Fuego del Atlántico Medio se celebraba en el auditorio del War Memorial. Metros y metros cuadrados de armamento, una pradera de armas de fuego, sobre todo pistolas y fusiles de asalto. Los haces rojos de las miras láser se entrecruzaban en el techo.

Pocos auténticos amantes de la naturaleza visitan las ferias de armas, por una cuestión de simple buen gusto. Las armas se han convertido en objetos siniestros, y las ferias de armas son tristes, desangeladas, tan deprimentes como el paisaje interior de muchos de sus visitantes.

Es una muchedumbre astrosa, torva, irritable, estreñida como gallina que no acaba de poner el huevo, con el corazón negro como la pez a ojos vista. Y la mayor amenaza para el derecho de todo ciudadano a poseer un arma de fuego.

Lo que les chifla es el armamento de asalto fabricado en serie con bajos costes y materiales de desecho para proporcionar gran potencia de fuego a tropas ignorantes y sin entrenar.

En medio de tanta tripa de cerveza, tanta carne flaccida y tanta cara pálida y sebosa, el doctor Hannibal Lecter, conmovido por el espectáculo, parecía un figurín. Las armas de fuego no le interesaban. Se dirigió directamente al puesto del vendedor de armas blancas más importante del circuito de ferias.

El comerciante sé llamaba Buck y pesaba ciento cincuenta kilos. Buck tenía en exposición todo un arsenal de espadas de fantasía e imitaciones de armas medievales y antiguas; pero también porras, cuchillos y machetes de primera calidad, entre los que el doctor Lecter localizó enseguida la mayoría de los artículos que figuraban en su lista de objetos que había debido abandonar en Italia.

– ¿Puedo ayudarle?

Buck tenía unos carrillos bonachones y una boca simpática, pero ojos ruines.

– Sí. Me quedaré esa «Arpía», por favor, y un Spyderco recto y dentado con hoja de diez centímetros. Y aquel cuchillo de despellejador de punta redonda que tiene ahí detrás.

Buck cogió los artículos.

– Quiero el cuchillo de caza que le he dicho, no ése, el bueno. Déjeme ver la porra de cuero, la negra… -el doctor Lecter comprobó el muelle del mango-. Me la quedo.

– ¿Alguna cosa más?

– Sí. Quiero un Spyderco Civilian, no veo ninguno.

– No hay mucha gente que lo conozca, nunca tengo más de uno.

– Sólo quiero uno.

– Su precio normal es de doscientos veinte dólares. Podría dejárselo por ciento noventa incluido el estuche.

– Estupendo. ¿Tiene cuchillos de cocina de acero al carbono?

Buck meneó la cabezota.

– Tendrá que buscarlos de segunda mano en algún mercadillo. Es lo que hago yo. Afilándolos con el dorso de un platillo de postre quedan como nuevos.

– Hágame un paquete. Vendré a buscarlo dentro de unos minutos.

A Buck no solían pedirle que hiciera paquetes. Pero lo hizo, aunque con las cejas arqueadas.

Como era de esperar, aquella feria de armamento tenía más de bazar que de otra cosa. Había unas cuantas mesas de polvorientas antiguallas de la Segunda Guerra Mundial, que empezaban a parecer prehistóricas. Se podían comprar rifles M-l, máscaras de gas con los cristales de los ojos rotos, cantimploras… No faltaban los habituales tenderetes de reliquias nazis, donde uno podía comprar botes de auténtico gas Zyklon B, si sus gustos iban por ahí.

No había casi nada de las guerras de Corea y Vietnam, y absolutamente nada de la operación Tormenta del desierto .

Muchos de los visitantes vestían ropa de camuflaje, como si acabaran de regresar del frente con un breve permiso para asistir a la feria, en la que no echarían en falta indumentaria de aquel tipo, incluido el conjunto de camuflaje total adecuado para un francotirador o un cazador con arco, pues una de las secciones más importantes del salón era la dedicada a los arcos y la caza con arco.

El doctor Lecter estaba examinando el conjunto de camuflaje cuando vio por el rabillo del ojo los otros uniformes. Cogió un guante de arquero. Se giró hacia la luz para ver la marca del fabricante y comprobó que los dos agentes que se habían parado a su lado pertenecían al Departamento de Caza y Pesca Fluvial de Virginia, que tenía un pabellón dedicado a la conservación del medio ambiente.

– Ahí tienes a Donnie Barber -dijo el más viejo de los dos guardias, señalando con la barbilla-. Si alguna vez consigues llevarlo ante el juez, avísame. Me gustaría echar a ese hijo de puta de los bosques para siempre.

No le quitaban ojo a un hombre de unos treinta años que estaba en el otro extremo del pabellón de los arcos, vuelto hacia ellos pero con la cara levantada hacia un monitor de vídeo. Donnie Barber vestía de camuflaje, con la cazadora atada a la cintura por las mangas. Llevaba una camiseta de color caqui y sin mangas, para enseñar los tatuajes, y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás.

El doctor Lecter se alejó poco a poco de los guardias haciendo como que miraba distintos artículos. Se detuvo en un puesto de miras láser para pistola, al otro lado del pasillo, y a través de una celosía llena de pistoleras observó las imágenes del vídeo que tenía embelesado a Donnie.

Era un vídeo sobre la caza con arco de ciervos cariacú.

Al parecer, alguien fuera de cámara ahuyentaba a un ciervo para que corriera entre dos vallas y entrara en un corral de maderos. El cazador, que estaba tensando el arco, llevaba un micrófono de ambiente para captar sus propios sonidos. De pronto su respiración se hizo más agitada. Luego susurró al micrófono: «No conozco nada mejor que esto».

El ciervo dio un respingo al alcanzarlo la flecha y chocó dos veces contra la cerca antes de conseguir saltarla y salir huyendo.

Sin dejar de mirar, Donnie Barber dio un salto acompañado de gruñidos cuando la flecha se clavó en el animal.

En esos momentos el cazador del vídeo, que había localizado al ciervo, se disponía a despiezarlo. Empezó con lo que llamó «la lomera».

Donnie Barber paró el vídeo y lo rebobinó hasta el instante en que la flecha se clavaba, una y otra vez, hasta que el concesionario le llamó la atención.

– Anda y que te den, tontorrón -dijo Donnie Barber-, que no vendes más que mierda.

En el puesto de al lado compró flechas amarillas de punta ancha provista de una aleta afilada como una navaja. Se sorteaban dos días de caza del ciervo, y por el importe de su compra a Donnie le correspondió un boleto.

Barber lo rellenó, lo introdujo por la ranura y desapareció con su largo paquete y el bolígrafo del vendedor entre la muchedumbre de comandos barrigudos.

Como los ojos de un batracio al acecho de insectos, los del vendedor percibían cualquier pausa en la multitud que desfilaba ante su puesto. El hombre que tenía delante estaba extraordinariamente inmóvil.

– ¿Ésta es su mejor ballesta? -le preguntó el doctor Lecter.

– No -el hombre sacó un estuche de debajo del mostrador-. La mejor es ésta. Yo prefiero las que se pliegan a las que se desmontan a la hora de transportarlas. La polea se puede tensar manualmente o con el motor eléctrico. Supongo que sabe que no se puede usar una ballesta en Virginia si no se es un inválido… -le informó el vendedor.

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