Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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El futuro cuarto oscuro ya estaba equipado con un extractor de aire. Mirándolo a la cara, Starling presionó el interruptor y el aparato empezó a succionar el olor de su loción para el afeitado y su betún. Krendler desapareció tras las cortinas sin decir adiós.

El aire vibraba ante los ojos de Starling como el calor reverberando en la galería de tiro.

En el vestíbulo, Krendler oyó la voz de Starling a sus espaldas:

– Saldré con usted, señor Krendler.

A Krendler lo esperaba un coche con conductor. Seguía estando en el nivel de transporte ejecutivo, pero se daba importancia con un Mercury Grand Marquis sedán.

– Aguarde un momento, señor Krendler -le dijo Starling antes de que subiera al coche.

Krendler se volvió sorprendido. Aquello podía ser el comienzo de algo. ¿Una rendición a regañadientes? La antena se le enderezó.

– Ahora estamos en plena calle -dijo Starling-. Sin chatarra que nos grabe, a no ser que la lleve usted.

Empezó a apoderarse de ella un impulso que no pudo resistir. Para trabajar entre los polvorientos papeles se había puesto una camisa vaquera holgada sobre un top ajustado.

«No debiera hacerlo -se dijo-. Que se joda.»

Tiró de las presillas de la camisa hasta abrirla del todo.

– ¿Lo ve?, yo no llevo micrófonos -tampoco llevaba sujetador-. Es posible que ésta sea la única vez que hablemos en privado, y me gustaría hacerle una pregunta. Durante años me he limitado a hacer mi trabajo y, en cuanto ha podido, usted me ha clavado una puñalada por la espalda. ¿Cuál es su problema, señor Krendler?

– Le agradezco la sinceridad… Buscaré un hueco en mi agenda si quiere revisar…

– ¿Qué le parece ahora mismo?

– Todo son figuraciones suyas, Starling.

– ¿Es porque no quise salir con usted? ¿Empezó esta mierda cuando le dije que volviera a casa con su mujer?

Krendler le echó otro vistazo. Desde luego, micrófonos no llevaba.

– No sea tan creída, Starling… Esta ciudad está llena de conejitos de granja.

Entró en el coche, se sentó junto al conductor y dio unos golpecitos en el salpicadero. El cochazo se puso en marcha. Krendler movió los labios con los que hubiera querido decirle: «Conejitos de granja como tú». Tenía por delante, estaba convencido, un montón de discursos que pronunciar, y quería perfeccionar su karate verbal y adquirir el dominio de la pulla que va derecha a los titulares.

CAPÍTULO 50

– Te digo que podría funcionar -repitió Krendler frente a la susurrante oscuridad en que yacía Mason-. Hace diez años hubiera sido imposible, pero hoy en día puede barajar listas de clientes en el ordenador con una mano mientras se toca el chichi con la otra -aseguró, y se removió en el son bajo las brillantes luces de la zona de visitas.

Krendler veía la silueta de Margot recortada contra la pared del acuario. Ya se había acostumbrado a decir obscenidades en su presencia, y le estaba cogiendo gusto. Hubiera apostado cualquier cosa a que a Margot le hubiera gustado tener polla. Le entraron ganas de decir «polla» delante de ella, y se le ocurrió una forma de hacerlo:

– Así es como ha conseguido acotar el terreno y determinar las preferencias de Lecter. No me extrañaría que supiera incluso a qué lado se pone la polla el doctor.

– Tanta sabiduría me recuerda, Margot, que estamos haciendo esperar al doctor Doemling -dijo Mason.

El doctor Doemling había hecho tiempo entre los animales de peluche de la sala de juegos. Mason lo veía por la pantalla de vídeo examinando el suave escroto de la enorme jirafa, como habían hecho los Viggert con los del David . En el vídeo parecía mucho más pequeño que los juguetes, como si se hubiera comprimido, tal vez para abrirse paso como un gusano hacia una infancia mejor que la suya.

Visto a la luz de los focos, el psicólogo era un individuo seco, extremadamente pulcro aunque cubierto de caspa, con el pelo peinado de un lado sobre el cuero cabelludo cubierto de pecas y un dije de los Phi Beta Kappa en la cadena del reloj. Se sentó al otro lado de la mesa de cafe, frente a Krendler, que tuvo la impresión de que aquélla no era la primera visita del doctor.

La manzana que estaba en su lado del frutero tenía un agujero de gusano. El doctor Doemling hizo girar el cuenco para que el agujero mirara hacia otro lado. Tras las gafas, sus ojos siguieron a Margot, que se acercó a por un par de nueces y volvió junto al acuario, con un grado de asombro que bordeaba la grosería.

– El doctor Doemling es catedrático de Psicología en la Universidad Baylor. Ocupa la cátedra Verger -explicó Mason a Krendler-. Le he pedido que nos ilustre sobre el vínculo que podría haberse establecido entre el doctor Lecter y la agente especial Clarice Starling. Doctor…

Doemling miró hacia delante como si estuviera prestando testimonio en un tribunal y volvió la cabeza hacia Mason como si éste fuera el jurado. Krendler reconoció las estudiadas maneras y la hábil parcialidad del individuo acostumbrado a deponer como experto por dos mil dólares al día.

– Como es lógico, el señor Verger está al tanto de mis cualificaciones. ¿Desea usted conocerlas?

– No -dijo Krendler.

– He examinado las notas tomadas por la señorita Starling durante sus entrevistas con el doctor Lecter, las cartas que éste le ha enviado y el material que ustedes me han proporcionado sobre los antecedentes de ambos -empezó Doemling.

Al oír aquello Krendler tuvo un sobresalto, pero Mason lo tranquilizó.

– El doctor Doemling ha firmado un compromiso de confidencialidad.

– Cordell pondrá sus diapositivas en la pantalla cuando lo desee, doctor -dijo Margot.

– Antes de eso, quisiera hacer una pequeña introducción -Doemling consultó sus notas-. Sabemos que el doctor Lecter nació en Lituania. Su padre tenía un título de conde que data del siglo X, y su madre procedía de una familia de la nobleza italiana, los Visconti. Durante la retirada alemana de Rusia, un grupo de pánzers nazis bombardeó su propiedad próxima a Vilna desde la carretera y acabó con las vidas de sus padres y de la mayoría de la servidumbre. Después de aquello, los niños desaparecieron. Eran dos, Hannibal y su hermana. Desconocemos lo que ocurrió con la hermana. Lo que cuenta es que Lecter es huérfano, como Clarice Starling.

– Eso ya se lo conté yo -dijo Mason, que empezaba a impacientarse.

– Sí, pero ¿qué conclusiones sacó usted de esa información? -le replicó Doemling-. Yo no propongo una especie de simpatía entre huérfanos, señor Verger. Esto no tiene nada que ver con la simpatía. La simpatía no viene a cuento y, en cuanto a la piedad, usted sabe mejor que nadie lo piadoso que llega a ser. Ahora préstenme atención. Lo que la común experiencia de la orfandad proporciona a Lecter es ni más ni menos que una mayor capacidad para comprender a esa mujer y, en definitiva, para controlarla. Esto es una cuestión de control.

»La señorita Starling pasó su infancia en instituciones públicas y, por lo que ustedes me han explicado, no parece mantener ninguna relación estable con un hombre. Vive con una antigua compañera de universidad, una joven afroamericana.

– Lo más probable es que tengan un rollo -afirmó Krendler.

El doctor Doemling le lanzó una mirada tan elocuente que Krendler tuvo que mirar a otro lado.

– Nadie puede saber con certeza los auténticos motivos por los que dos personas viven juntas.

– Es uno de los misterios de que habla la Biblia -remachó Mason.

– Esa Starling tiene su aquel, si les gusta el trigo entero -apuntó Margot.

– En mi opinión el atraído es Lecter, no ella -dijo Krendler- Ya la han visto, es fría como el hielo.

– ¿Está seguro, señor Krendler? -Margot parecía divertida.

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