Thomas Harris - Hannibal
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Hannibal se agarró a Mischa tanjuerte, se agarró a ella con tal desesperación, que tuvieron que cerrar de golpe la enorme puerta del granero, le fracturaron un brazo y perdió el conocimiento.
Se la llevaron a rastras por la nieve, manchada todavía con la sangre del ciervo.
Rezó con taljuerza para volver a ver a Mischa que la oración consumió su cabeza de seis años, pero no consiguió acallar los golpes del hacha. Sus súplicas para volver a verla no quedaron sin respuesta por entero: vio unos cuantos dientes de leche de Mischa en el maloliente pozo ciego que sus captores habían excavado entre la cabana donde dormían y el granero donde guardaban a los niños cautivos que fueron su sustento tras el desastre del frente oriental en 1944.
Desde aquella respuesta parcial a sus plegarias, Hannibal Lecter había dejado de hacer cabalas sobre cualquier divinidad, aparte de reconocer que sus propias modestas predaciones palidecían al lado de las de Dios, cuya ironía es inescrutable, y cuya voluble ferocidad está mas allá de toda medida.
En el inestable avión, con la cabeza rebotando suavemente contra el respaldo, el doctor Lecter permanece en suspenso entre su última imagen de Mischa arrastrada sobre la nieve ensangrentada y el sonido del hacha. Se ha atascado en ese punto y no lo puede soportar. En el ámbito del avión se oye un breve grito procedente de su rostro sudoroso, un grito débil y agudo, estremecedor.
Los pasajeros de delante se vuelven, algunos se despiertan. En las primeras filas algunos refunfuñan.
– ¡Por amor de Dios! ¿Es que no se va a poder estar tranquilo en este avión?
El doctor Lecter abre los ojos y mira al frente. Siente una mano en el brazo. Es la mano del niño.
– Ha tenido una pesadilla, ¿a que sí?
El niño no está asustado, ni hace caso de las protestas en los asientos delanteros.
– Sí.
– Yo también tengo muchas pesadillas, por eso no me río de usted.
El doctor Lecter respira varias veces con la cabeza reclinada en el respaldo. Luego recupera la compostura como si la calma le bajara desde el nacimiento del cabello hasta la cara. Inclina la cabeza hacia el niño y, en un tono confidencial, le dice:
– Haces bien en no comerte esa bazofia. No te la comas nunca.
Las compañías aéreas ya no proporcionan a sus usuarios papel de escribir. El doctor Lecter, calmado del todo, saca del bolsillo interior de la chaqueta papel con el membrete de un hotel y se dispone a redactar una carta dirigida a Clarice Starling. En primer lugar, dibuja su rostro. Ese retrato se conserva en la actualidad en una fundación dependiente de la Universidad de Chicago, a disposición de los estudiosos. Starling tiene el aspecto de una niña y el pelo, como Mischa, pegado a las mejillas por las lágrimas…
Distinguimos el avión a través del vaho de nuestro aliento, un punto de luz brillante en el sereno cielo nocturno. Lo vemos sobrepasar la Estrella Polar, más allá del punto de no retorno, iniciando un gran arco de descenso hacia otro amanecer del Nuevo Mundo.
CAPÍTULO 49
Los montones de papeles, expedientes y disquetes amenazaban con venirse abajo y sepultar a Starling en su cubículo. Sus peticiones de espacio no obtenían respuesta. «Hasta aquí hemos llegado», decidió un día. Y con la desfachatez de los que no tienen nada que perder se adueñó de un amplio despacho en el sótano de Quantico. Se suponía que aquel lugar estaba destinado a convertirse en el cuarto oscuro de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en cuanto el Congreso asignara fondos. No tenía ventanas, pero sí muchas estanterías y, dada la función que cumpliría en el futuro, una doble cortina opaca en vez de puerta.
Algún anónimo vecino de despacho imprimó un cártel en letra gótica que decía «LA CASA DE HANNIBAL» y lo clavó a la cortina con alfileres. Temiendo perder el sitio, Starling lo retiró y lo guardó dentro.
Casi enseguida encontró un tesoro de efectos personales en la biblioteca de la Facultad de Derecho de Columbia, donde tenían una Sala Hannibal Lecter. En ella se conservaba documentación original de su carrera médica y psiquiátrica, y transcripciones del juicio y de procesos civiles emprendidos en su contra. En su primera visita a la biblioteca Starling tuvo que esperar cuarenta y cinco minutos mientras los empleados buscaban las llaves sin éxito. En la segunda, se encontró con el responsable de la sala, un indolente becario que tenía todo el material sin catalogar.
La paciencia de Starling no había mejorado al cruzar la barrera de los treinta. Gracias a las gestiones del jefe de unidad Jack Crawford en la oficina del fiscal, obtuvo una orden judicial para llevarse toda la colección a su despacho en los sótanos de Quantico. La policía federal se encargó del traslado en una sola furgoneta.
Como Starling había supuesto, la orden produjo cierto revuelo, y lo ocurrido acabó llegando a oídos de Krendler.
Al final de dos largas semanas, Starling había conseguido organizar la mayoría del material en su improvisado centro Lecter. A última hora de la tarde de un viernes, se lavó la cara y las manos para quitarse el polvo y la mugre de los libros, bajó la intensidad de la luz y se sentó en un rincón del suelo mirando las estanterías abarrotadas de papeles. Quizá se quedara dormida un momento…
Un olor la despertó y se dio cuenta de que no estaba sola. Era olor a betún.
La habitación estaba en penumbras, y el ayudante del inspector general, Paul Krendler, paseaba despacio a lo largo de las estanterías, hojeando libros y bizqueando ante las fotos. No se había molestado en llamar; no había dónde hacerlo en las cortinas, pero por lo demás Krendler no acostumbraba llamar, sobre todo en las agencias subordinadas. Y allí, en aquellos sótanos de Quantico, se sentía entre las clases bajas.
Una de las paredes estaba dedicada al doctor Lecter en Italia, con una gran fotografía de Rinaldo Pazzi ahorcado con las tripas fuera ante el Palazzo Vecchio colgada como un póster. La pared de enfrente contenía lo referente a sus crímenes en Estados Unidos, y estaba presidida por una fotografía policial del cazador con arco que Lecter había asesinado hacía años. El cuerpo pendía de un tablero para herramientas y tenía todas las heridas que aparecen en las ilustraciones medievales del «Hombre herido». En las correspondientes estanterías había numerosos expedientes de los casos apilados junto a los sumarios civiles de procesamientos por muerte dolosa entablados contra Lecter por las familias de las víctimas.
Los libros de medicina procedentes de la consulta del doctor Lecter seguían un orden idéntico al que habían guardado en su antiguo despacho de psiquiatra. Starling los había organizado examinando con lupa las fotografías policiales de la consulta.
Casi toda la luz del penumbroso cuarto procedía de una radiografía de la cabeza y el cuello del doctor colocada en un soporte luminoso instalado en la pared. El resto, de la pantalla de un ordenador situado sobre una mesa auxiliar en una esquina. El salvapantallas era «Criaturas peligrosas». De vez en cuando, el altavoz soltaba un gruñido.
Amontonados junto a la pantalla estaban los resultados de las pesquisas de Starling. Las notas, recetas, facturas clasificadas por temas, penosamente reunidas y reveladoras del modo de vida de Lecter en Italia, y en Estados Unidos antes de que lo confinaran en el hospital psiquiátrico. Era un catálogo provisional de sus gustos.
Usando un escáner plano como soporte, Starling había dispuesto un servicio de mesa individual con lo que había sobrevivido de su hogar en Baltimore: porcelana, plata, cristal, mantelería de un blanco radiante y un candelabro; un metro cuadrado de elegancia que contrastaba con el grotesco decorado del despacho.
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