Thomas Harris - Hannibal
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Mientras el reto consistiera en superar pruebas competitivas pero impersonales o en hacer trabajos de calle, sabía que su lugar estaba seguro. Pero Starling carecía de aptitudes para los cabildeos de despacho.
Ahora, mientras salía de su Mustang a primera hora de la mañana, las altas fachadas de Quantico ya no eran el gran regazo de ladrillos donde refugiarse. Vistas desde el aparcamiento, a través de las ondulaciones del aire, hasta las puertas de entrada parecían torcidas.
Hubiera querido ver a Jack Crawford, pero no le daba tiempo. La filmación en Hogan's Alley empezaría en cuanto el sol estuviera lo bastante alto.
La investigación de la matanza en el mercado de Feliciana requería una reconstrucción de los hechos filmada en la pista de tiro de Hogan's Alley, donde habría que justificar cada tiro y cada trayectoria.
Starling tuvo que interpretar su papel. La furgoneta camuflada que usaron era la original, con los agujeros de bala más recientes taponados con masilla sin pintar. Una y otra vez saltaron del cochambroso vehículo, una y otra vez el agente que hacía de John Brigham cayó de bruces y el que hacía de Burke se retorció en el suelo. El simulacro, en el que se empleó munición de fogueo, la dejó molida.
Acabaron bien pasado el mediodía.
Starling guardó su equipo especial y encontró a Jack Crawford en el despacho.
Había vuelto a llamarlo «señor Crawford», y el hombre, que parecía cada vez más distraído, se mostraba distante con todo el mundo.
– ¿Quiere un Alka-Seltzer, Starling? -le ofreció cuando la vio en la puerta.
Crawford tomaba unos cuantos específicos a lo largo del día, además de ginseng, palmito sierra, hierba de san Juan y aspirina infantil. Las iba cogiendo de la palma de la mano con un cierto orden, y echaba atrás la cabeza como si se estuviera atizando un lingotazo.
En las últimas semanas había empezado a colgar la chaqueta del traje en la percha del despacho y ponerse un jersey tejido por su difunta esposa. Ahora a Starling le parecía más viejo que cualquier recuerdo que conservara de su propio padre.
– Señor Crawford, alguien está abriendo parte de mi correspondencia. No lo hacen muy bien. Parece que despegan la cola con el vapor de una tetera;
– Comprobamos tu correo desde que Lecter te escribió.
– Hasta ahora se limitaban a pasar los paquetes por el fluoroscopio. Eso es estupendo, pero soy capaz de leer mis propias cartas. Nadie me ha dicho nada.
– No es cosa de nuestra Oficina de Responsabilidades Profesionales.
– Tampoco del adjunto Dawg, señor Crawford. Es algún pez lo bastante gordo como para conseguir una orden de suspensión del título tercero debidamente autorizada.
– ¿No dices que parecen aficionados? -se quedó callada lo suficiente como para que él añadiera-: Mejor que te hayas dado cuenta así, ¿no te parece, Starling?
– Sí, señor.
Crawford frunció los labios y asintió.
– Me ocuparé del asunto -guardó los frascos en el cajón superior del escritorio-. Hablaré con Carl Schirmer del Departamento de Justicia y pondremos las cosas en claro.
Schirmer era un infeliz. Según los rumores se jubilaría a final de año. Todos los colegas de Crawford estaban a punto de jubilarse.
– Gracias, señor.
– ¿Qué?, ¿hay alguien en tus clases de la policía que prometa? ¿Alguien con quien debieran hablar los de reclutamiento?
– En la de técnicas forenses, aún no lo sé, les da vergüenza preguntarme sobre crímenes sexuales. Pero hay un par de buenos tiradores.
– De esos tenemos de sobra -alzó la vista hacia ella con prontitud-. No me refería a ti, Starling.
Al final de aquel día en que había representado la muerte de John Brigham, Starling fue a su tumba en el Cementerio Nacional de Arlington.
Posó la mano en la lápida, que aún conservaba partículas de piedra arrancadas por el cincel. De pronto volvió a tener la nítida sensación de besar su frente fría como el mármol cuando lo visitó por última vez en su ataúd y dejó en su mano, bajo el guante blanco, su última medalla de campeona en el Abierto para pistola de combate.
Las hojas habían empezado a caer en Arlington y cubrían el césped sembrado de tumbas. Con la mano en la losa de Brigham, contemplando las hectáreas de lápidas, se preguntó cuántos de aquellos muertos habrían caído como él víctimas de la estupidez, el egoísmo y las componendas de viejos cínicos.
Creyente o descreído, si uno es un guerrero, Arlington es un lugar sagrado; la tragedia no es morir, sino que te sacrifiquen.
El vínculo que la unía a Brigham no era menos fuerte por el hecho de no haber sido su amante. Apoyada sobre una rodilla ante la piedra, Starling recordó que el hombre le había preguntado algo con timidez y ella había contestado que no; que a continuación le preguntó si podían ser amigos, con evidente sinceridad, y ella le contestó, con no menos sinceridad, que sí.
Arrodillada en Arlington, pensó en la tumba de su padre, tan lejana. No la había visitado desde que se graduó la primera de su clase en la facultad y fue allí para contárselo. Se preguntó si no sería el momento de volver.
Vista a través de las ramas oscuras de Arlington, la puesta de sol era tan anaranjada como las naranjas que compartía con su padre; el distante toque de corneta le produjo un escalofrío, y la losa siguió fría bajo su mano.
CAPÍTULO 48
Podemos verlo entre el vaho de nuestro aliento. En la noche serena sobre Terranova, distinguimos un punto de luz brillante junto a Orion; luego, pasando lentamente sobre nuestras cabezas, un Boeing 747 que encara un viento de ciento sesenta kilómetros por hora en dirección oeste.
Atrás, en tercera clase, donde viajan los paquetes turísticos, los cincuenta y dos miembros de «El Fantástico Viejo Mundo», un recorrido por once países en diecisiete días, regresan a Detroit y Windsor, Canadá. El espacio para los hombros es de cincuenta centímetros. El espacio para las caderas entre los reposabrazos, de otros tantos. Lo que hace cinco centímetros más de los que tenían los esclavos en los barcos que los sacaban de África.
Los pasajeros se deleitan con sandwiches congelados de carne resbaladiza y queso de plástico gentileza de la compañía, y aspiran las ventosidades y demás emanaciones de sus prójimos en el aire económicamente reprocesado, una variante del principio del licor de cloaca establecido por los mercaderes de reses y cerdos en los años cincuenta.
El doctor Hannibal Lecter ocupa un asiento en las hileras centrales, flanqueado por dos niños. Al final de su hilera hay una mujer con una criatura. Después de tantos años de celdas y mordazas, el doctor no soporta que lo confinen. Uno de los niños nene en el regazo un juego de ordenador que no para de soltar pitidos.
Como muchos pasajeros repartidos por las plazas baratas, el doctor Lecter lleva una brillante insignia amarilla con un monigote sonriente y «CAN-AM TOURS» escrito en grandes letras rojas, y viste un chanda! de mercadillo. El suyo lleva los colores de los Toronto Maple Leáis, un equipo de hockey sobre hielo. Debajo, una suma considerable de dinero, pegada al cuerpo.
El doctor Lecter ha pasado tres días con el grupo tras comprar su billete a un revendedor parisino de cancelaciones de última hora por enfermedad. El hombre que debía ocupar su asiento había vuelto a Canadá en una caja después de que le fallara el corazón mientras subía a la cúpula de San Pedro.
Cuando llegue a Detroit, tendrá que afrontar el control de pasaportes y la aduana. Sabe de sobra que los oficiales de seguridad y los de inmigración de todos los aeropuertos importantes de Occidente habrán recibido órdenes de abrir bien los ojos en su honor. Allí donde su fotografía no cuelgue tras el control de pasaportes, estará esperando que alguien apriete una tecla en el ordenador de la aduana o la oficina de inmigración.
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