Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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La inconfundible letra redonda de Lecter decía lo siguiente:

Querido Mason:

Gradas por ofrecer una recompensa tan sustanciosa por mi cabeza. Me gustaría que la aumentaras. Como sistema de localizarían a distancia, una recompensa es más efectiva que un radar. Inclina a las autoridades de todas partes a olvidarse de su deber y perseguirme por cuenta propia, con los resultados que has podido ver.

En realidad, te escribo para refrescarte la memoria en lo referente a tu antigua nariz. En tu inspirada entrevista en el Ladies' Home Journal sobre la represión de la droga aseguras que diste tu nariz, junto con el resto de tu cara, a unos chuchos, Skippy y Spot , que meneaban sus colitas a tus pies. Estás muy equivocado: te la comiste tú mismo, como aperitivo. Por el sonido crujiente que hacías mientras la masticabas, yo diría que tenia una consistencia similar a la de las mollejas de pollo. «¡Sabe apollo!», fue tu comentario en aquel momento. Me recordó los ruidos que hacen los franceses en los bistrots cuando se atiborran de ensalada de gésier .

¿A que ya no te acordabas, Mason?

Hablando de pollos, durante la terapia me contaste que, mientras pervertías a los niños desfavorecidos en tu campamento de verano, te diste cuenta de que el chocolate te irritaba la uretra. Tampoco te acordabas de eso, ¿a que no?

¿No se te ha ocurrido pensar que me contaste un montón de cosas de las que ahora no te acuerdas?

Hay un paralelismo indudable entre tu, Mason, y Jezabel. Como agudo estudioso de la Biblia que eres, te acordaras de que los perros se comieron el rostro de Jezabel, junto con todo lo demás, después de que los eunucos la arrojaran por la ventana.

Tu gente podía haberme asesinado en la calle. Pero me querías vivo, ¿verdad? Por el aroma de tus sicarios, es obvio cómo planeabas tratarme. Mason, Mason. Ya que tienes tantísimas ganas de verme, deja que te dedique unas palabras de consuelo. Y ya sabes que no miento nunca.

Antes de morir, me verás la cara.

Todo tuyo,

Hannibal Lecter, DM

PD. Me preocupa, sin embargo, que no vivas hasta entonces, Mason. Debes evitar las nuevas cepas de neumonía. Tienes que cuidarte, propenso como eres (y seguirás siendo) a contraerla. Te recomiendo vacunación inmediata, así como inyecciones para inmunizarte ante la hepatitis Ay B. No quiero perderte antes de tiempo.

Mason parecía un tanto sofocado cuando finalizó la lectura. Esperó, esperó y cuando cogió el ritmo del respirador dijo alguna cosa, que Cordell no consiguió entender.

El secretario se inclinó junto a su boca y fue recompensado con una lluvia de saliva.

– Ponme al teléfono con Paul Krendler. Y con el porquero.

CAPÍTULO 44

El mismo helicóptero en el que Mason recibía a diario los periódicos extranjeros trasladó a Muskrat Farm al ayudante del inspector general, Paul Krendler.

La siniestra presencia de Mason y el cuarto a oscuras con los siseos y suspiros de la máquina y las danzas de la incansable anguila bastaban para que Krendler se sintiera incómodo; por si fuera poco, tuvo que tragarse el vídeo de la muerte de Pazzi una y otra vez.

Siete veces contempló a los Viggert posando alrededor de la virilidad del David , y otras tantas, la caída de Pazzi y el desbordamiento de sus visceras. A la séptima, Krendler creyó que también al David se le saldrían las tripas.

Por fin se encendieron las potentes luces de la zona de visitas, que empezaron a achicharrar el cuero cabelludo de Krendler, brillante bajo el corte al cepillo.

Los Verger tenían un sexto sentido para la rapacidad, así que Mason empezó por lo que Krendler quería para sí. Su voz salió de la oscuridad ajusfando las frases al ritmo del respirador.

– No quiero que me expliques… todo tu programa político… ¿Cuánto hace falta?

Krendler quería hablar con Mason en privado, pero no estaban solos. Una figura de hombros anchos y magnífica musculatura recortaba su oscura silueta contra el resplandor del acuario. La idea de que un guardaespaldas escuchara la conversación lo ponía nervioso.

– Preferiría que estuviéramos solos… ¿Te importa decirle a tu amigo que se vaya?

– Es Margot, mi hermana -dijo Mason-. Puede quedarse.

Margot salió de la oscuridad haciendo sisear su culotte de ciclista.

– Oh, cuánto lo siento… -se disculpó Krendler, levantándose a medias del asiento.

– Qué hay -dijo ella.

Pero en lugar de aceptar la mano que le ofrecía el hombre, cogió un par de nueces del cuenco de la mesa y, apretándolas en el puño hasta reventarlas con un crac, volvió a la penumbra del acuario, donde era de suponer que se las comió. Krendler oyó caer al suelo las cascaras.

– Muy bien, te escucho -dijo Mason.

– Por echar a Lowenstein del distrito veintisiete, diez millones de dólares mínimo -Krendler, que no estaba seguro de la ubicación de la cama, cruzó las piernas y dirigió la vista»a un punto de la oscuridad-. Lo necesitaré sólo para los medios de comunicación. Pero te garantizo que es vulnerable. Estoy en condiciones de saberlo.

– ¿Qué problema tiene?

– Diremos simplemente que su conducta no…

– Bueno, pero ¿qué es, dinero o un chochete? Krendler no se sentía cómodo diciendo «chochete» delante de Margot, por más que a Mason no parecía importarle.

– Está casado y hace años que tiene un asunto con una jueza del Tribunal de Apelación del estado. La juez ha fallado a favor de varios de los contribuyentes a su campaña. Lo más probable es que sea pura casualidad, pero cuando la televisión lo condene estará acabado.

– ¿El juez es una mujer? -preguntó Margot. Krendler asintió. Sin saber si Mason podía verlo, añadió:

– Sí, una mujer.

– Qué lástima -dijo Mason-. Hubiera sido mejor que fuera un invertido, ¿no te parece, Margot? De todas formas, no puedes echarle esa mierda encima tú mismo, Krendler. No puede salir de tí.

– Hemos diseñado un plan que ofrece a los votantes…

– Tú no puedes arrojarle esa mierda -repitió Mason.

– Me limitaré a asegurarme de que el Comité de Inspección Judicial sepa adonde mirar, de forma que se le echen encima cuando salte la liebre. ¿Dices que puedes ayudarme?

– Te ayudaré con la mitad.

– ¿Cinco?

– No seas tímido, Krendler. ¿Qué es eso de «cinco»? Vamos a decirlo con el respeto que merece: cinco millones de dólares. El Señor me ha bendecido con mi dinero. Y con él pienso hacer Su santa Voluntad. Lo tendrás sólo si Hannibal Lecter llega limpiamente a mis manos -Mason respiró el tiempo de unos pocos latidos-. Si es así, te convertirás en el señor congresista Krendler del distrito veintisiete, libre y limpio, y todo lo que te pediré en el futuro será que te opongas al Acta de Derechos de los Animales. Si el FBI coge a Lecter, la pasma lo encierra donde sea y se libra de él con una inyección letal, despídete de mí.

– Si lo capturan dentro de una jurisdicción local, no podré hacer nada. Ni si la gente de Crawford lo atrapa en un golpe de suerte. Eso no lo puedo controlar.

– ¿En cuántos estados con pena de muerte hay cargos contra Lecter? -preguntó Margot con una voz áspera pero tan profunda como la de su hermano a causa de las hormonas.

– En tres, por asesinato múltiple en primer grado en todos.

– Quiero que lo juzgen en el estado donde lo detengan -dijo Mason-. Nada de secuestro, ni violación de los derechos civiles, ni ningún otro cargo supraestatal. Quiero que se libre de la pena de muerte, y lo quiero en una prisión estatal, no en una jaula federal de máxima seguridad.

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