Thomas Harris - Hannibal
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El secretario de Mason cogió el teléfono de inmediato para conseguir una copia sin editar, que llegó por helicóptero cuatro horas más tarde.
La grabación tenía un origen curioso.
De los dos turistas que estaban filmando el Palazzo Vecchio en el momento de los hechos, uno perdió la sangre fría y su cámara le quedó colgando de la muñeca mientras Pazzi se precipitaba al vacío. El otro, de nacionalidad suiza, sostuvo la suya con firmeza a lo largo de todo el episodio; incluso hizo un barrido a lo largo del cable, que no dejaba de agitarse y balancearse en la pantalla.
El videoaficionado, que se llamaba Viggert y trabajaba en una oficina de patentes, temió que la policía secuestrara su cinta y la RAI la obtuviera gratis. Llamó enseguida a su abogado en Lausana, hizo los trámites necesarios para asegurarse el copyright de las imágenes y, tras reñida puja, vendió los derechos de difusión a la cadena televisiva ABC News. Los derechos para publicar una serie de artículos en Estados Unidos fueron a parar en primer lugar al New York Post y después al National Tattler .
La grabación ocupó de inmediato el puesto que merecía entre los clásicos del terror televisivo: Zapruder, el asesinato de Lee Harvey Oswald y el suicidio de Edgar Bolger; pero Viggert habría de lamentar amargamente una venta tan prematura, es decir, anterior a que el crimen se imputara a Lecter.
La copia de las vacaciones de los Viggert obraba en poder de Mason en su integridad. Entre otras cosas mostraba a la familia suiza gravitando en torno a los cataplines del David de la Academia horas antes de los sucesos del Palazzo Vecchio.
Mason, que no apartaba el ojo encapsulado de la pantalla, sentía escaso interés por el trozo de carne que se balanceaba al final del cable eléctrico. La sucinta lección de historia que La Nazione y el Corriere della Sera dedicaron a los dos Pazzi ahorcados desde la misma ventana con quinientos veinte años de diferencia tampoco le importaba. Lo que consiguió mantenerlo en tensión, lo que pasó una, y otra, y otra vez, fue el barrido cable arriba hasta el balcón en el que una figura delgada recortaba su borrosa silueta contra la débil luz del interior, saludando con la mano. Haciendo señas a Mason. El doctor Lecter saludaba a Mason doblando la mano por la muñeca, como si dijera adiós a un niño.
– Hasta luego -replicó Mason desde la oscuridad-. Hasta luego -farfulló la profunda voz de locutor, temblorosa de rabia.
CAPÍTULO 42
La identificación del doctor Hannibal Lecter como asesino de Rinaldo Pazzi proporcionó a Clarice Starling algo serio que hacer, a Dios gracias. Se convirtió en el enlace inferior defacto entre el FBI y las autoridades italianas. Merecía la pena aunar fuerzas para un objetivo común.
La vida de Starling había cambiado después del tiroteo en la operación antidroga. Ella y los otros supervivientes de la matanza en el mercado de Feliciana flotaban en una especie de limbo administrativo, a la espera de que el Departamento de Justicia cursara su informe a un oscuro Subcomité Judicial del Congreso.
Tras el hallazgo de la radiografía, Starling había matado el tiempo como interina altamente cualificada, cubriendo suplencias de instructores de baja o vacaciones en la Academia Nacional de Policía de Quantico.
A lo largo del otoño y del invierno, todo Washington perdió la chaveta a causa de un escándalo en la Casa Blanca. Los babosos reformistas gastaron más saliva de la que se había empleado en el insignificante pecadillo, y el presidente de Estados Unidos se tragó públicamente más basura de la que le correspondía tratando de evitar el impeachment.
En medio de semejante circo, algo tan baladí como una matanza en el mercado de Feliciana cayó en el olvido de la noche a la mañana.
Día a día una sombría certeza iba cobrando fuerza en el fuero interno de Starling: el servicio federal nunca volvería a ser lo mismo para ella. Estaba marcada. Cuando hablaban con ella, sus compañeros tenían la desconfianza pintada en los rostros, como si hubiera contraído una enfermedad contagiosa. Starling era lo bastante joven como para que aquel comportamiento la sorprendiera y le hiciera daño.
Lo mejor era mantenerse ocupada. Las peticiones de información sobre Hannibal Lecter procedentes de Italia llovían sobre la Unidad de Ciencias del Comportamiento, la mayoría de las veces por partida doble, pues el Departamento de Estado les transmida las copias cursadas por vía diplomática. Starling respondía con celeridad alimentando las líneas de fax y enviando los archivos sobre Lecter por correo electrónico. Le sorprendió comprobar hasta qué punto se había desparramado el material complementario en los siete años que mediaban desde la huida del doctor.
Su pequeño cubículo en los sótanos de la Unidad de Ciencias del Comportamiento era un maremágnum de papeles, borrosos faxes transatlánticos, ejemplares de periódicos italianos…
¿Qué podía enviar a los italianos que les fuera de utilidad? La pista a la que se habían agarrado con más desesperación era el único acceso desde el ordenador de la Questura al archivo VICAP unos pocos días antes de la muerte de Pazzi. Basándose en ello, la prensa italiana intentó rehabilitar al difunto dando por supuesto que el inspector trabaja en secreto para capturar al doctor Lecter y limpiar de ese modo su reputación.
En contrapartida, Starling se preguntaba qué información del caso Pazzi podría aprovechar el FBI si el doctor decidía regresar a Estados Unidos.
Jack Crawford no aparecía mucho por la Unidad, así que no podía pedirle consejo. Acudía con frecuencia a los tribunales, pues, a medida que se acercaba su jubilación, se veía obligado a deponer en muchos de los casos abiertos. Se tomaba cada vez más días por enfermedad, y cuando estaba en su despacho parecía cada vez más distante.
La imposibilidad de consultarle sus dudas provocaba en Starling periódicos ataques de pánico.
En los años que llevaba en el FBI, Starling había visto todo tipo de cosas. Sabía que si el doctor Lecter volvía a asesinar en Estados Unidos, las trompetas de la vacuidad atronarían en el Congreso, una algarabía de recriminaciones cruzadas se desataría en el Departamento de Justicia y el aquí-te-pillo-aquí-te-mato empezaría en serio. Los de Aduanas y Vigilancia de Fronteras serían los primeros en pagar el pato por haber permitido que entrara.
Las autoridades en cuya jurisdicción se cometiera el primer crimen exigirían toda la documentación relativa a Lecter, y los esfuerzos del FBI se concentrarían en la oficina local del Bureau. Más tarde, cuando el doctor atacara de nuevo, en cualquier otro lugar, todo se trasladaría allí.
Si conseguían capturarlo, las autoridades lucharían por adjudicarse el mérito como osos polares alrededor de una foca ensangrentada.
Era responsabilidad de Starhng prepararlo todo para la eventualidad del temido regreso, se produjera o no, olvidándose de su deprimente lucidez sobre lo que pasaría con la investigación.
Se hizo unas sencillas preguntas que hubieran parecido ridiculas a los trepadores que mosconeaban en las antesalas de los despachos. ¿Cómo podía hacer ni más ni menos que lo que había jurado hacer? ¿Cómo podía proteger a los ciudadanos y capturar al monstruo si le daba por regresar?
Era obvio que el doctor Lecter tenía excelente documentación y dinero a espuertas. Era brillante a la hora de esconderse. No había más que recordar la original sencillez de su primer escondite tras su huida de Memphis; se registró en un hotel de cuatro estrellas de
Saint Louis contiguo a una clínica de cirugía plástica. La mitad de los huéspedes llevaban la cara vendada. Hizo lo propio con la suya y vivió a cuerpo de rey con el dinero de un muerto.
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