Thomas Harris - Hannibal
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Ya dentro del palacio, subió los peldaños como un poseso hasta el primer piso, hasta el segundo…
La enorme puerta del salón estaba abierta de par en par. En el interior, Carlo apuntó el arma hacia la figura proyectada en el muro;
luego, corrió al balcón. En unos segundos había inspeccionado también el despacho de Maquiavelo.
Usando el teléfono celular se puso en contacto con Fiero y Tommaso, que esperaban en la furgoneta aparcada ante el museo.
– Id a su casa, cubrid las dos fachadas. Si aparece, matadlo y cortadlo -Carlo volvió a marcar-: ¿Matteo?
El teléfono de Matteo sonó en el bolsillo de su chaqueta mientras trataba de recuperar el aliento ante la puerta posterior del palacio, cerrada a cal y canto. Había recorrido con la mirada el techo y las ventanas y comprobado que la puerta no cedía, con la mano en la pistolera del cinturón, bajo el abrigo.
Abrió el teléfono.
– Pronto!
– ¿Ves algo?
– La puerta está cerrada.
– ¿El techo?
Matteo volvió a mirar hacia arriba, pero demasiado tarde para ver la contraventana que se había abierto justo sobre su cabeza.
Carlo oyó un crujido y un grito en el auricular, y echó a correr escaleras abajo, se cayó en un rellano, se levantó y siguió corriendo, pasó junto al guardia de la puerta, que ahora estaba afuera, junto a las estatuas que flanqueaban la entrada, dobló la esquina y aceleró hacia la parte posterior del palacio atrepellando a unas cuantas parejas. Todo estaba oscuro y él corría con el teléfono chirriando en su mano como un animalillo herido. Una silueta blanca cruzó la calle a unos metros por delante y se interpuso en la trayectoria de un motorino, que la despidió contra el suelo; volvió a levantarse y se abalanzó hacia una tienda en la otra acera de la callejuela, chocó contra el escaparate, se dio la vuelta y corrió a ciegas, como un espantajo blanco, gritando «¡Carlo, Carlo!», mientras grandes manchas oscuras se extendían por la desgarrada lona que lo cubría. Carlo sujetó entre los brazos a su hermano, cortó las esposas de plástico que ataban la lona, como una máscara sangrienta, alrededor del cuello de Matteo y se la quitó de encima. Estaba cubierto de cuchilladas que le atravesaban el rostro, el abdomen, lo bastante profundas en el pecho como para que la herida succionara el aire. Carlo lo dejó el tiempo imprescindible para correr hasta la esquina y mirar en todas direcciones; luego, volvió junto a su hermano.
Mientras las sirenas se acercaban y la Piazza della Signoria se llenaba de destellos, el doctor Lecter se estiró las mangas de la camisa y caminó hasta una gelateria en la cercana Piazza de Giudici. Las motocicletas y los motorinos estaban alineados contra el bordillo de la acera.
Se acercó a un joven con mono de cuero que estaba poniendo en marcha una Ducati de gran cilindrada.
– Joven, estoy desesperado -dijo con una sonrisa apesadumbrada-. Si no estoy en la Piazza Bellosguardo en diez minutos, mi mujer me mata -le enseñó un billete de cincuenta mil liras-. Fíjese si aprecio a mi mujer.
– ¿Es todo lo que quiere? ¿Que lo lleve? -le preguntó el joven. El doctor Lecter le enseñó las palmas de las manos.
– Que me lleve.
La veloz motocicleta se abrió paso entre las hileras del tráfico que abarrotaba el Lungarno con el doctor Lecter acurrucado contra el joven motorista y cubierto con un casco que olía a espuma moldeadora y perfume. El piloto, que sabía lo que se hacía, dejó la Via de' Serragli en dirección a la Piazza Tasso y avanzó por la Via Villani hasta torcer por el angosto pasaje junto a la iglesia de San Francesco di Paola que desemboca en la sinuosa carretera de Bellosguardo, el elegante barrio residencial asentado en la colina que domina el sur de Florencia. El motor de la potente máquina resonaba contra los muros de piedra produciendo un sonido como el de una lona que se desgarra, lo que agradó al doctor Lecter, que se inclinaba en las curvas y procuraba hacer caso omiso del olor a laca y perfume barato del casco. Pidió al motorista que lo dejara a la entrada de la Piazza Bellosguardo, cerca del domicilio del conde Montauto, donde había vivido Nathaniel Hawthorne. El joven se guardó el importe de la carrera en un bolsillo delantero de su chupa, y la luz trasera de la Ducati desapareció rápidamente carretera abajo.
Regocijado por el paseo, anduvo unos cuarenta metros hasta el Jaguar negro, recuperó las llaves del interior del parachoques trasero y puso en marcha el motor. Tenia en carne viva el pulpejo de la mano, que el guante había desprotegido al arrojar la lona sobre Matteo y saltar sobre él desde el primer piso del palacio. Se puso un poco de pomada italiana Cicatrine para prevenir la infección y sintió un alivio inmediato.
El doctor Lecter buscó entre los casetes mientras se calentaba el motor. Se decidió por Scarlatti.
CAPÍTULO 37
La ambulancia aérea turbopropulsada se elevó sobre los tejados rojizos y viró hacia el sudoeste, en dirección a Cerdeña, con la Torre Inclinada de Pisa sobresaliendo por encima del ala de la avioneta, que el piloto inclinó más de lo que hubiera hecho de llevar un paciente vivo.
El frío cuerpo de Matteo Deogracias ocupaba la camilla preparada para el doctor Lecter. Su hermano mayor, Carlo, estaba sentado junto a él con la camisa tiesa de sangre.
Carlo Deogracias ordenó al enfermero que se pusiera unos auriculares y subió el volumen de la música mientras hablaba por el teléfono celular con Las Vegas, donde un repetidor codificó su llamada y la transmitió a la costa de Maryland…
Para Mason Verger, noche y día venían a ser lo mismo. En aquel momento estaba durmiendo. Incluso las luces del acuario estaban apagadas. Tenía la cabeza ladeada sobre el almohadón y su único ojo abierto permanentemente, como los de la enorme anguila, que también dormía. No se oían más sonidos que los siseos y suspiros del respirador, y el suave burbujeo del acuario.
Por encima de ellos se oyó otro sonido, suave y urgente. El zumbido del teléfono personal de Mason. Su pálida mano anduvo sobre los dedos como un cangrejo y presionó el interruptor del aparato. El altavoz estaba bajo el almohadón; el micrófono, junto a la ruina de su rostro.
Primero oyó el ruido de fondo de los motores de la avioneta y, enseguida, una melodía empalagosa, Gli innamorati .
– Aquí estoy. Dime.
– Es un puto casino -se oyó decir a Carlo.
– Dime.
– Mi hermano Matteo ha muerto. Ahora mismo tengo la mano encima de su cadáver. Pazzi también está muerto. El doctor Fell los ha matado y ha huido.
Mason no respondió enseguida.
– Me debe doscientos mil dólares por Matteo -dijo Carlo-. Para su familia.
Los contratos con los sardos siempre incluían cláusulas para el caso de muerte.
– Lo comprendo.
– Pazzi se va a llenar de mierda.
– Mejor que se sepa que estaba sucio -dijo Mason-. Así les costará menos asimilarlo. ¿Estaba sucio?
– Aparte de esto, no lo sé. ¿Y si siguen el rastro desde Pazzi hasta usted?
– De eso ya me ocuparé yo.
– Pues yo tengo que ocuparme de mí -dijo Carlo-. Esto pasa de la raya. Un inspector jefe de la Questura muerto. Eso no es bueno para mi negocio.
– Tú no has hecho nada, ¿o sí?
– No hemos hecho nada, pero si la Questura mezcla mi nombre con esto , porca Madonna! Me vigilarán para el resto de mi vida. Nadie hará tratos conmigo, no podré ni tirarme un pedo en la calle. ¿Y qué pasa con Oreste? ¿Sabía a quién tenía que filmar?
– No lo creo.
– La Questura habrá identificado al doctor Fell mañana o pasado mañana. Oreste atará cabos en cuanto vea las noticias, aunque sólo sea por la coincidencia.
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