Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Comprobó que seguía en el Salón de los Lirios y que no podía moverse. Estaba de pie, envuelto en la lona y atado con cuerdas, rígido como un reloj de caja, firmemente amarrado al alto carro de mano que los obreros habían empleado para transportar el atril. Tenía la boca amordazada con cinta aislante. Un torniquete había detenido la hemorragia del muslo.

Observándolo, recostado contra el pulpito, el doctor Lecter se acordó de sí mismo inmovilizado en un carro de mano no muy distinto cuando les daba por pasearlo por el manicomio.

– ¿Puede oírme, signor Pazzi? Respire hondo mientras pueda y despéjese un poco.

Mientras hablaba, sus manos no dejaban de trabajar. Había traído al salón una gran máquina pulidora y manipulaba el grueso cable eléctrico de color naranja, en cuyo extremo estaba haciendo un nudo corredizo. El cable forrado de goma crujía mientras el doctor lo enrollaba en las trece vueltas tradicionales.

Culminó la tarea pegando un fuerte tirón al nudo corredizo y dejó, el cable sobre el pulpito. El enchufe asomaba entre las vueltas de cable al final del nudo.

La pistola de Pazzi, sus esposas de plástico, la navaja y la porra, todo lo que llevaba en los bolsillos y en la cartera estaba encima del atril.

El doctor Lecter buscó entre los papeles. Se guardó bajo la pechera de la camisa la documentación de los carabinieri , que incluía su permesso di sogiomo , su permiso de trabajo y las fotos y negativos de su rostro actual.

Allí estaba también la partitura que había prestado a la signora Pazzi. La cogió y se golpeó los dientes con ella. Sus fosas nasales se dilataron e inspiró con fuerza, con la cara pegada a la de Pazzi.

– Laura, si me permite que la llame por su nombre de pila, debe de usar una estupenda crema de manos por la noche, signore . Resbaladiza. Fría al principio y, al cabo de un momento, caliente -le susurró-. Con olor a azahar. Laura, «el aura». Ummm. Llevo todo el santo día sin probar bocado. De hecho, el hígado y los ríñones estarán perfectos para consumirlos enseguida, esta misma noche; pero el resto de la carne tendrá que colgar una semana al fresco, a la temperatura de costumbre. No he visto el pronóstico del tiempo, ¿y usted? Supongo que eso significa «no».

»Si me dice lo que necesito saber, Commendatore , me resultará muy conveniente marcharme sin mi comida. La signora Pazzi permanecerá intacta. Le haré las preguntas y después ya veremos. Puede confiar en mí, ¿sabe? Aunque supongo que debe de costarle confiar en nadie, conociéndose a sí mismo.

»En el teatro me di cuenta de que me había identificado, Commendatore . ¿Se meó en los pantalones cuando me incliné a besar la mano de la signora Laura? Al ver que la policía no me detenia, me resultó evidente que usted me había vendido. ¿A Mason Verger, por casualidad? Parpadee dos veces para el sí.

«Gracias, es lo que pensaba. En cierta ocasión llamé al número que figura en ese aviso suyo que está por todas partes, lejos de aquí, por pura diversión. ¿Están esperándome fuera sus hombres? Ummm. ¿Uno de ellos huele a embutido de jabalí rancio? Ya veo. ¿Le ha hablado de mí a alguien de la Questura? ¿Ha parpadeado una vez? Eso me había parecido. Ahora quiero que piense durante un minuto y a continuación me diga su código de acceso al archivo VICAP de Quantico.

El doctor Lecter abrió su navaja Arpía.

– Voy a quitarle la cinta aislante para que pueda decírmelo -el doctor Lecter le enseñó la navaja-. No intente gritar. ¿Cree que podrá aguantarse sin gritar?

Pazzi estaba ronco a causa del éter.

– Le juro por Dios que no sé el código. No puedo recordarlo entero. Podemos ir a mi coche, tengo papeles…

El doctor Lecter le dio la vuelta al carro para que Pazzi pudiera ver la pantalla, y pasó adelante y atrás las imágenes de Pier della Vigna ahorcado y Judas colgando con las tripas al aire.

– ¿Cómo le gusta más, Commendatore ? ¿Con las tripas dentro o fuera?

– El código está en mi agenda.

El doctor Lecter la cogió y pasó las hojas ante los ojos de Pazzi hasta encontrar el número, mezclado con los de teléfono.

– ¿Y se puede acceder desde cualquier sitio, como un usuario autorizado?

– Sí -carraspeó Pazzi.

– Gracias, Commendatore .

El doctor Lecter inclinó el carro hacia atrás y empujó a Pazzi hacia los ventanales.

– ¡Escúcheme, doctor! ¡Tengo dinero! Lo necesita para huir. Mason Verger no renunciará nunca. Nunca lo dejará tranquilo. No puede ir a su casa a por dinero, la están vigilando.

El doctor Lecter usó dos maderos de un andamio como rampa e hizo pasar el carro sobre el alféizar al balcón del otro lado.

Pazzi sintió la fría brisa en el rostro. Había empezado a hablar atropelladamente.

– ¡No podrá salir vivo del edificio! ¡Tengo dinero! ¡Tengo ciento sesenta millones de liras en metálico, cien mil dólares! Déjeme llamar a mi mujer. Le diré que coja el dinero y lo meta en mi coche, y que lo traiga delante del palacio.

El doctor fue a buscar el cable al atril y lo llevó arrastrando hasta el balcón. Había asegurado el otro extremo con varios nudos alrededor de la enorme pulidora.

Pazzi no había dejado de hablar:

– Me llamará al teléfono celular cuando esté ahí fuera, y luego se marchará. Tengo el pase de la policía en el coche, podrá traerlo hasta la plaza. Hará todo lo que yo le diga. Verá el humo del tubo de escape, doctor. Podrá mirar abajo y ver que está en marcha, con las llaves puestas.

El doctor Lecter apoyó a Pazzi contra la barandilla del balcón, que le llegaba a la altura de los muslos.

Pazzi miró la plaza y pudo distinguir entre el resplandor de los focos el lugar donde Savonarola fue quemado, donde se había prometido que vendería a aquel hombre a Mason Verger. Alzó la vista hacia las nubes bajas que se deslizaban deprisa, coloreadas por los reflectores, y deseó con todas sus fuerzas que Dios pudiera verlo.

Intentó no mirar abajo, pero los ojos se le iban hacia la plaza, hacia su muerte, y escrutó el resplandor deseando contra toda razón que los haces de luz de los reflectores dieran consistencia al aire, que lo sostuvieran de algún modo, que pudiera agarrarse a sus rayos.

Sintió la fría goma naranja alrededor del cuello y vio al doctor Lecter por el rabillo del ojo.

Arrivederci, Commendatore .

La Arpía brilló a su alrededor hasta cortar la última ligadura que lo unía al carro, y Pazzi vaciló un instante antes de perder el equilibrio y cayó por la barandilla arrastrando el cable, viendo el suelo que ascendía a su encuentro, gritando con la boca por fin destapada, mientras dentro del salón la pulidora corría por el entarimado hasta chocar con la barandilla, que la inmovilizó. La cuerda dio un tirón y el cuerpo saltó hacia arriba, con el cuello partido y las tripas colgando.

Pazzi y sus intestinos se balancearon y giraron ante los rugosos muros del palacio inundado de luz; el hombre pataleó de forma espasmódica, pero ya no se ahogaba, estaba muerto. Los reflectores proyectaban una sombra desmesurada sobre los sillares mientras el cadáver se columpiaba con las visceras oscilando entre sus pies en un arco más amplio y lento, y por los pantalones rasgados su virilidad asomaba en una erección postuma.

Carlo salió como una exhalación del vano de una puerta con Matteo pisándole los talones, y atravesó la plaza hacia la entrada del palacio apartando turistas, dos de los cuales apuntaban el objetivo de sus videocámaras hacia los muros.

– Es un truco -dijo alguien en inglés cuando pasaban a su lado.

– Matteo, cubre la puerta de atrás. Si sale, mátalo y córtalo -dijo Carlo, manejando el teléfono celular en plena carrera.

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