Thomas Harris - Hannibal
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Los secuestradores no pasarían más de cuarenta minutos en la península con su presa, el tiempo necesario para llegar al aeródromo de Pisa, donde los estaría esperando una avioneta-ambulancia. Aunque el de Florencia estaba más cerca, tenía menos tráfico, y un vuelo privado se hubiera hecho notar más.
En menos de hora y media estarían en Cerdeña, donde el comité de bienvenida del doctor se había vuelto insaciable.
Carlo lo había sopesado todo en su inteligente y hedionda cabeza. Mason no era un idiota. Los pagos estaban calculados de forma que Rinaldo Pazzi no sufriera el menor daño; a Carlo le hubiera salido caro matarlo y reclamar la recompensa. Mason no quería problemas por el asesinato de un policía. Más valia hacer las cosas a su manera. Pero al sardo le salían sarpullidos sólo de pensar en lo que hubiera conseguido con unos pocos pases de sierra si hubiera encontrado al doctor Lecter por sí mismo.
Probó la sierra mecánica. Se puso en marcha a la primera.
Carlo conferenció brevemente con los otros, y salió hacia la ciudad montado en un pequeño motorino, armado tan sólo con una navaja, una pistola y una hipodérmica.
El doctor Hannibal Lecter abandonó la ruidosa calle para penetrar a primera hora en la Farmacia di Santa María Novella, uno de los sitios que mejor huelen de la Tierra. Se quedó unos instantes con la cabeza levantada y los ojos cerrados, aspirando los aromas de los exquisitos jabones, perfumes y cremas, y de los ingredientes de los obradores. El portero se había acostumbrado a sus visitas y los dependientes, desdeñosos por lo general, lo trataban con enorme respeto. Las compras del obsequioso doctor Lecter en los meses que llevaba en Florencia no debían de superar las cien mil liras, pero elegía y combinaba las fragancias y esencias con una sensibilidad que asombraba y gratificaba a aquellos mercaderes de aromas, que vivían del olfato.
Para preservar aquel placer, había renunciado a alterar su nariz con otra rinoplastia que no fueran inyecciones de colágeno en la parte exterior. Para el doctor Lecter, el aire estaba pintado con olores tan vivos y nítidos como colores, que podía superponer y contrastar como si aplicara pigmentos sobre otros aún húmedos. No había lugar más distinto a una cárcel que aquel. Allí el aire era música, y estaba saturado de pálidas lágrimas de incienso esperando a ser extraídas, de bergamota amarilla, madera de sándalo, cinamomo y mimosa concertadas sobre un sustrato al que el genuino ámbar gris, la algalia, el castóreo y la esencia de cervatillo aportaban las notas dominantes.
A veces, se imaginaba que podía oler con las manos, con los brazos y las mejillas, que el olor lo impregnaba por completo. Que era capaz de oler con el rostro y con el corazón.
Por buenas razones anatómicas, el olfato sirve a la memoria con más prontitud que ningún otro sentido.
Recuerdos fragmentarios como fogonazos acudían a su memoria mientras permanecía bajo la suave luz de las hermosas lámparas modernistas de la Farmacia, aspirando, aspirando… Allí no había nada que pudiera recordarle la cárcel. Excepto… ¿qué era aquel olor? ¿Clarice Starling? Sí, era ella. Pero no el Air du Temps que había percibido en cuanto la chica abrió el bolso junto a los barrotes de su celda en el manicomio. No era eso. En aquel establecimiento no vendían esos perfumes. Tampoco era su crema corporal. Ah… Sapone di mandorle . El famoso jabón de almendras de la Farmacia. ¿Dónde lo había olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando él le tocó un dedo durante un instante, poco antes de escaparse. Starling, sí. Limpia y rica en texturas. Algodón tendido al sol y planchado. Clarice Starling, por supuesto. Agraciada y apetitosa. Aburrida de puro formal y absurda en sus principios. De ingenio vivo, como su madre. Ummm.
En contrapartida, los malos recuerdos del doctor Lecter estaban asociados con malos olores, y allí, en la Farmacia, tal vez se encontraba tan lejos como era posible de las rancias mazmorras negras de su palacio de la memoria.
Contra su costumbre, aquel viernes gris el doctor Lecter compró un montón de jabones, lociones y aceites de baño. Se llevó consigo unos cuantos; los demás los enviaría la Farmacia, con las etiquetas que él mismo redactó en su elegante letra redonda.
– ¿Desearía el Dottore incluir una nota? -le preguntó el dependiente.
– ¿Por qué no? -contestó el doctor Lecter, y deslizó en la caja, doblado, el dibujo del grifo.
La Farmacia di Santa María Novella está adosada a un convento de la Via Scala, y Carlo, siempre tan piadoso, se quitó el sombrero mientras aguardaba cerca de la entrada al establecimiento, bajo una hornacina de la Virgen. Había notado que la presión de aire de las puertas interiores del vestíbulo hacía que las exteriores se movieran segundos antes de que alguien las empujara para salir. Eso le daba tiempo para esconderse y espiar cada vez que un cliente iba a abandonar el edificio.
Cuando salió el doctor Lecter llevando el delgado portafolios, Carlo estaba bien oculto tras el puesto de un vendedor de postales. El doctor echó a andar. Al pasar bajo la imagen de la Virgen, alzó la cabeza y sus fosas nasales se dilataron mientras miraba la estatua y husmeaba el aire.
Carlo supuso que se trataba de un gesto devoto. Se preguntó si el doctor Lecter sería religioso, como suele ocurrir con los locos. Quizá pudiera conseguir que maldijera a Dios en el momento de la verdad; seguro que Mason sabría apreciarlo. Por supuesto, habría que mandar al piadoso Tommaso a donde no pudiera oírlo.
A última hora de la tarde, Rinaldo Pazzi escribió una carta a su mujer en la que incluía un soneto trabajosamente compuesto al principio de su noviazgo que nunca se había atrevido a enseñarle. Introdujo en el sobre los códigos necesarios para reclamar el dinero en custodia en Suiza, junto con una carta para que la enviara a Mason si éste se negaba a pagar. Dejó el sobre en un lugar en que sólo lo encontraría si tenía que ordenar sus efectos personales.
A las seis en punto, condujo su pequeño motorino hasta el Museo Bardini y lo encadenó a una barandilla de hierro en la que los últimos estudiantes de la jornada estaban recogiendo sus bicicletas. Vio la furgoneta blanca con rótulos de ambulancia aparcada cerca del museo y supuso que sería la de Carlo. Dentro había dos hombres. Cuando se volvió, sintió que le clavaban los ojos en la espalda.
Tenía tiempo de sobra. Las farolas ya estaban encendidas y caminó despacio hacia el río bajo las sombras propicias que proyectaban los árboles del museo. Al cruzar el Ponte alie Grazie, se asomó un momento para contemplar el perezoso Arno, y se permitió las últimas reflexiones sosegadas. La noche sería oscura. Perfecto. Las nubes bajas se deslizaban veloces sobre Florencia en dirección este, rozando la cruel aguja del Palazzo Vecchio, y una brisa cada vez más fuerte levantaba una polvareda de arenilla y excrementos de paloma pulverizados en la plaza de Santa Croce. Pazzi se dirigió hacia la iglesia llevando en los bolsillos una Beretta 380, una porra de cuero basto y una navaja, dispuesto a usarlas con el doctor Lecter en caso de que fuera necesario matarlo.
La iglesia de Santa Croce cierra a las seis en punto, pero un sacristán dejó entrar a Pazzi por una pequeña puerta lateral. No quiso preguntarle si el «doctor Fell» estaba trabajando; prefirió comprobarlo por sí mismo y caminó a lo largo del muro con precaución. Los cirios que ardían en los altares de las capillas proporcionaban suficiente luz. Recorrió la extensión de la nave hasta tener una perspectiva del brazo derecho del crucero. Más allá de las velas votivas, costaba ver si el doctor Fell estaba en la Capilla Capponi. Avanzó por el crucero procurando no hacer ruido. Mirando. Una gran sOm-bra se alzó en el muro de la capilla y durante unos segundos Pazzi contuvo la respiración. Era Lecter, inclinado sobre su lámpara, que había colocado en el suelo para calcar las inscripciones. El doctor se incorporó, miró hacia la oscuridad como un buho, volviendo la cabeza en el cuerpo inmóvil e iluminado desde abajo, con su enorme sombra vacilando tras él. Al cabo de un momento la sombra se encogió en el muro cuando el hombre se agachó para seguir trabajando.
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