Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Suenan infinitamente mejor con el nuevo viola -le susurró ella al oído.

El excelente viola da gamba había sido contratado para sustituir a otro, inepto hasta decir basta y primo de Sogliato, que había desaparecido en extrañas circunstancias hacía unas semanas.

El doctor Hannibal Lecter contemplaba el patio de butacas desde uno de los palcos superiores, solo, inmaculado en su esmoquin, con la cara y la pechera flotando en la oscuridad del palco enmarcado por las barrocas molduras doradas.

Pazzi lo descubrió cuando se encendieron las luces brevemente después del primer movimiento, y en el instante en que iba a volver la vista, la cabeza del doctor giró como la de un buho y sus ojos se encontraron. Pazzi apretó la mano de su mujer lo bastante fuerte como para que se volviera a mirarlo; a partir de ese momento, Pazzi no apartó los ojos del escenario, mientras sentía el muslo de su mujer contra el dorso caliente de la mano, que ella retenía entre las suyas.

En el descanso, cuando Pazzi volvió de la cafetería trayéndole un refresco, el doctor Lecter estaba de pie junto a ella.

– Buenas noches, doctor Fell -lo saludó Pazzi.

– Buenas noches, Commendatore -dijo el doctor. Aguardó con la cabeza levemente inclinada, hasta que Pazzi no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.

– Laura, permíteme que te presente al doctor Fell. Doctor Fell, ésta es la signara Pazzi, mi esposa.

La signara Pazzi, habituada a que alabaran su belleza, encontró lo que ocurrió a continuación encantadoramente divertido, aunque su marido no pensara lo mismo.

– Le agradezco el privilegio que me concede, Commendatore -dijo el doctor.

Su lengua, roja y puntiaguda, apareció un instante entre los dientes antes de que se inclinara ante la mano de la signora Pazzi y acercara sus labios a la piel, tal vez más de lo acostumbrado en Florencia, ciertamente lo bastante como para que la mujer sintiera la respiración en su piel.

Los ojos del hombre la miraron antes de alzar de nuevo la reluciente cabeza.

– Me parece que aprecia usted particularmente a Scarlatti, signora Pazzi.

– Así es, en efecto.

– Ha sido encantador verla seguir la partitura. Hoy en día apenas lo hace nadie. Espero que esto le interese -cogió el portafolios que llevaba bajo el.brazo y le enseñó una partitura antigua, manuscrita en pergamino-. Procede del Teatro Capranica de Roma, y es de 1688, el año en que se escribió la obra.

Meraviglioso! ¡Fíjate, Rinaldo!

– He marcado sobre papel de celofán algunas de las diferencias respecto a la partitura moderna a lo largo del primer movimiento -explicó el doctor Lecter-. Tal vez la divierta hacer lo mismo con el segundo. Por favor, cójala. Siempre puedo recuperarla del signor Pazzi; por supuesto, si el Commendatore no tiene inconveniente…

El doctor lo miró con intensidad mientras aguardaba su respuesta.

– Si te apetece, Laura… -dijo Pazzi. De pronto lo asaltó una idea-. ¿Tiene intención de presentarse ante el Studiolo, doctor?

– Por supuesto, este mismo viernes por la noche. Sogliato está. impaciente por verme desacreditado.

– Yo estaré en el casco antiguo -le informó Pazzi-. Aprovecharé para devolverle la partitura. Laura, el doctor Fell tiene que cantar ante los dragones del Studiolo para ganarse la sopa.

– Estoy seguro de que canta de maravilla, doctor -dijo ella mirándolo con sus enormes ojos negros, dentro de los límites de la decencia, pero próxima a rebasarlos.

El doctor Lecter sonrió enseñando dos hileras de blancos dientecillos.

– Madame, si fuera el fabricante de Fleur du Ciel, le regalaría el diamante Cape para que lo luciera. Hasta el viernes por la noche, Commendatore .

Pazzi se aseguró de que el doctor regresaba a su palco, y no volvió a mirarlo hasta que se despidieron con un gesto de la mano en la escalinata del teatro.

– Te regalé el Fleur du Ciel para tu cumpleaños -dijo Pazzi.

– Sí, y me encanta, Rinaldo -respondió la signora Pazzi-. Tienes un gusto exquisito.

CAPÍTULO 34

Impruneta es una antigua ciudad toscana de donde proceden las tejas del Duomo. Desde las villas de las colinas que la rodean, a varios kilómetros de distancia, puede verse el cementerio por la noche gracias a las luces que arden constantemente en las tumbas. La luz que proporcionan es escasa, aunque suficiente para que los visitantes paseen entre los muertos; sin embargo, hace falta una linterna para leer los epitafios.

Rinaldo Pazzi llegó a las nueve menos cinco con un pequeño ramo de flores que tenía intención de depositar en una tumba cualquiera. Entró en el recinto y caminó despacio a lo largo de uno de los senderos de guijarros bordeados de sepulturas.

Sentía la presencia del otro hombre, aunque no podía verlo.

Carlo habló desde detrás de un mausoleo que lo ocultaba por completo.

– ¿Puede recomendarme alguna florista de la ciudad? «Aquel hombre tenía acento sardo. Bien, tal vez supiera lo que se hacía.»

– Todas las floristas son unas ladronas -contestó Pazzi.

Carlo surgió de su escondite de golpe, sin echar antes un vistazo. Era bajo, fornido y ágil de extremidades, y Pazzi pensó que tenía algo de salvaje. Llevaba una chaqueta de cuero y un sombrero con un colmillo de jabalí en la cinta. Pazzi calculó que le sacaba unos siete centímetros de envergadura y diez de altura. Debían de pesar poco más o menos lo mismo. Le faltaba un pulgar. Supuso que podría encontrar su ficha en el archivo de la Questura en cuestión de cinco minutos. El resplandor de las lamparillas de las tumbas los iluminaba desde abajo.

– El palacio tiene un buen sistema de alarma -dijo Pazzi.

– Ya le he echado un vistazo. Tendrá que decirme quién es.

– Hablará en una reunión mañana por la noche. ¿Podrá hacerlo tan pronto?

– Claro -Carlo quiso presionar al policía, demostrarle quién llevaba las riendas-. ¿Estará con él, o es que le da miedo? Usted hará lo que le pagan para hacer. Tendrá que señalármelo.

– Cierre la bocaza. Yo cumpliré mi parte, lo mismo que usted. O se jubilará en Volterra, de puto, lo que más le guste.

En el trabajo, Carlo era tan insensible a los insultos como a los gritos de dolor. Se dio cuenta de que había juzgado mal al policía. Extendió las manos abiertas en son de paz.

– Cuénteme lo que necesito saber.

Carlo se acercó a Pazzi y se quedaron uno junto al otro, como si rezaran ante el pequeño mausoleo. Por la senda se acercaba una pareja cogida de la mano. Carlo se quitó el sombrero y los dos hombres permanecieron inmóviles, con las cabezas inclinadas. El inspector puso las flores en la entrada de la tumba. Del sudado sombrero de Carlo le llegó un olor rancio, como a embutido hecho de algún animal capado sin maña, e irguió la cabeza para evitarlo.

– Es rápido con la navaja. Y apunta bajo.

– ¿Tiene pistola?

– No lo sé. Nunca la ha usado, que yo sepa.

– No quiero tener que sacarlo de un coche. Lo quiero en la calle con poca gente alrededor.

– ¿Cómo piensa reducirlo?

– Eso es asunto mío.

Carlo se metió en la boca un colmillo de venado y mascó la ternilla haciendo sobresalir los dientes de vez en cuando.

– Y mío -replicó Pazzi-. ¿Cómo piensa hacerlo?

– Lo atontaré con una pistola de aire comprimido, le echaré una red y luego puede que le ponga una inyección. Tendré que mirarle los dientes rápido, por si lleva veneno en una funda.

– Tiene que hablar en una reunión. Empieza a las siete en el Palazzo Vecchio. Si trabaja mañana en la Capilla Capponi, en Santa Croce, irá andando desde allí al Palazzo Vecchio. ¿Conoce Florencia?

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