Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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– Bastante bien. ¿Podrá conseguirme un pase de vehículos para el casco antiguo?

– Sí.

– No lo cogeré al salir de la iglesia -dijo Carlo.

Pazzi asintió.

– Es mejor que aparezca en la reunión. Después puede que no lo echen en falta durante dos semanas. Cuando salga tengo una excusa para acompañarlo hasta el Palazzo Capponi…

– No quiero cogerlo en su casa. Es su terreno. Lo conoce; yo, no. Estará alerta, mirará a su alrededor antes de entrar. Lo quiero en plena calle.

– Escúcheme. Saldremos por la puerta principal del Palazzo Vecchio, porque la de la Via dei Leoni ya estará cerrada. Iremos por la Via Neri y cruzaremos el río por el Ponte alie Grazie. Al otro lado, frente al Museo Bardini, hay unos árboles que tapan las farolas. A esas horas la escuela está cerrada y hay mucha tranquilidad.

– Digamos entonces que en el Museo Bardini, pero podría hacerlo antes si se presenta la ocasión, más cerca del palacio, o durante el día, si se huele algo y trata de huir. Puede que estemos en una ambulancia. Quédese con él hasta que la pistola lo deje sin sentido, y luego lárguese deprisa.

– Lo quiero fuera de Toscana antes de que le hagan lo que sea.

– Créame, habrá desaparecido de la faz de la tierra, y con lo pies por delante -le dijo Carlo, e hizo asomar el diente de venado entre la sonrisa que le produjo su propia broma.

CAPÍTULO 35

Mañana del viernes. Una pequeña habitación en el ático del Palazzo Capponi. Tres de las paredes encaladas están desnudas. De la cuarta cuelga una Madonna del siglo XIII, de la escuela de Cimabue, enorme en el reducido espacio, con la cabeza ladeada hacia el ángulo de la firma como la de un pájaro curioso y los ojos en forma de almendra posados sobre la menuda figura que duerme bajo el cuadro.

El doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace tranquilo en la estrecha cama, con las manos cruzadas sobre el pecho.

Abre los ojos y, ya completamente despierto, el sueño sobre su hermana Mischa, muerta y digerida hace mucho tiempo, se transforma sin solución de continuidad en lúcida conciencia: peligro entonces, peligro ahora.

La certeza de estar en peligro no le quita el sueño, ni más ni menos que haber matado al carterista.

Vestido para la jornada, esbelto e impecable en su traje negro de seda, desconecta los sensores de movimiento al final de las escaleras del servicio y desciende hacia los amplios espacios del palacio.

Ahora es libre de moverse por el vasto silencio de las muchas estancias del edificio, libertad que nunca deja de subírsele a la cabeza después de tantos años de encierro en una celda subterránea.

Así como los muros cubiertos de frescos de Santa Croce o el Palazzo Vecchio están impregnados de intelecto, el aire de la Biblioteca Capponi vibra con presencias mientras el doctor Lecter camina a lo largo de la enorme pared llena de manuscritos. Elige unos rollos de pergamino, sopla el polvo, y las motas danzan en un rayo de sol como si los muertos, que ahora son polvo, pugnaran por contarle sus destinos y predecir el suyo. Trabaja de forma eficiente, pero sin apresuramientos; guarda algunas cosas en el portafolios y selecciona unos cuantos libros e ilustraciones para su conferencia de esa noche en el Studiolo. Son tantas las cosas que le hubiera gustado leer…

El doctor Lecter abre su ordenador portátil y, a través del Departamento de Criminología de la Universidad de Milán, entra en el sitio web del FBI -www.fbi.gov-, como un particular más. Averigua que el Subcomité Judicial encargado de juzgar la operación antidroga de Clarice Starling aún no ha fijado una fecha. No tiene los códigos de acceso al archivo de su propio caso en el FBI. En la página «Más buscados», su antiguo rostro lo mira fijamente, flanqueado por los de un terrorista y un pirómano.

El doctor Lecter rescata el periódico de entre un montón de pergaminos, contempla la fotografía de Clarice Starling que aparece en la portada y recorre las facciones con el dedo. El acero brilla en su mano de improviso, como si hubiera brotado para sustituir al sexto dedo. La navaja, del tipo llamado «Arpía», tiene la hoja dentada y en forma de garra. Corta la página del National Tattler con la misma facilidad con que seccionó la arteria femoral del gitano: la hoja entró en la ingle y volvió a salir tan deprisa que el doctor Lecter ni siquiera tuvo necesidad de limpiarla.

El doctor recorta la imagen de Clarice Starling y la encola sobre un trozo de pergamino en blanco.

Coge una pluma y, con artística desenvoltura, dibuja en el pergamino el cuerpo de una leona con alas, un grifo con la cara de Starling. Debajo escribe con elegante letra redonda: ¿Se te ha ocurrido preguntar alguna vez, Clarice, por qué no te comprenden los filisteos? Porque eres la respuesta a la adivinanza de Sansón: eres la miel en la boca del león.

A quince kilómetros de allí, con la furgoneta aparcada tras un muro de piedra en Impruneta, Carlo Deogracias comprobaba el instrumental, mientras su hermano Matteo practicaba una serie de llaves de yudo en la espesa hierba con los otros dos sardos, Fiero y Tommaso Falcione. Los Falcione eran fuertes y rápidos; Fiero había sido jugador del equipo de fútbol profesional de Cagliari, aunque por poco tiempo, y Tommaso, seminarista. Hablaba un inglés aceptable y a veces rezaba con sus victimas.

Carlo había alquilado legalícente la furgoneta Fiat blanca con matrícula de Roma. Los rótulos del OSPEDALE DELLA MISERICORDIA estaban listos para ser adheridos a los costados, y las paredes y el suelo del interior, cubiertos con mantas de mudanza, por si el sujeto se resistía una vez dentro del vehículo.

Carlo llevaría a cabo la operación tal como deseaba Mason; pero si algo fallaba y se veía obligado a matar al doctor Lecter en la península, lo que frustraría la filmación, no todo estaría perdido. Carlo se sabía capaz de acabar con el doctor Lecter y cortarle manos y cabeza en menos de un minuto.

Si no dispusiera de todo ese tiempo, siempre podría cortarle el pene y un dedo, suficiente para la prueba del ADN. En una bolsa de plástico sellada al vacío y conservada en hielo, llegarían a manos de Mason en menos de veinticuatro horas, lo que haría acreedor a Carlo a una recompensa, además de a los honorarios acordados.

Bien colocados tras los asientos había una pequeña sierra mecánica, palas de mango largo, un sierra quirúrgica, cuchillos bien afilados, bolsas de plástico con cierre de cremallera, un tornillo de mordaza Black and Decker para inmovilizar los brazos del doctor, y un contenedor de DHL Express con los gastos de envío por avión ya pagados, adecuado a una estimación de seis kilos para la cabeza y un kilo para cada mano.

Si tenia oportunidad de grabar en vídeo una matanza de urgencia, Carlo estaba seguro de que Mason pagaría por ver la amputación en vivo del doctor Lecter, incluso después de haber apoquinado un millón de dólares por la cabeza y las manos. A tal fin se había hecho con una buena cámara, una fuente de luz y un trípode, y había enseñado a Matteo lo imprescindible para usarla.

Su instrumental de caza se había beneficiado de la misma escrupulosidad. Fiero y Tommaso eran expertos con la red, doblada de momento con tanto esmero como un paracaídas. Carlo disponía de una hipodérmica y de una pistola de dardos cargados con suficiente tranquilizante para animales Acepromazine como para tumbar a uno del tamaño del doctor Lecter en cuestión de segundos. Le había dicho a Rinaldo Pazzi que emplearía en primer lugar la pistola de aire comprimido, que estaba cargada y lista; pero si se le presentaba la oportunidad de clavarle la hipodérmica en el culo o en las piernas, la pistola sería innecesaria.

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