Thomas Harris - Hannibal
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Entre sus centenares de notas, Starling tenía las facturas del servicio de habitaciones. Astronómicas. Una botella de Bátard-Montrachet a ciento veinticinco dólares la unidad. Debió de saberle a gloria después de tantos años de rancho carcelario…
Clarice había pedido copias de todo lo relacionado con su estancia en Florencia, y los italianos no se habían hecho de rogar. Por la calidad de la impresión, supuso que debían de hacerlas con una fotocopiadora antediluviana.
Entre la documentación, recibida sin ningún orden, estaban los papeles personales del doctor Lecter encontrados en el Palazzo Capponi. Unos cuantos apuntes sobre Dante redactados con la letra que tan familiar le era a Starling, una nota para la señora de la limpieza, una factura del famoso colmado florentino Vera dal 1926 por dos botellas de Bátard-Montrachet y unos tartufi bianchi . La misma marca de vino; pero ¿qué era lo otro?
El Bantam New College Italian & English Dictionary de Starling le informó de que tartufi bianchi eran trufas blancas. Se puso en contacto con el chef de un buen restaurante italiano de Washington para hacerse una idea más exacta. Al cabo de cinco minutos tuvo que inventarse una disculpa porque el individuo había perdido la noción del tiempo explicándole su gusto exquisito.
El gusto. El vino, las trufas. El buen gusto en todo era una constante de las vidas norteamericana y europea del doctor Lecter, en su vida como psiquiatra de prestigio y como monstruo fugitivo. Puede que su cara fuera diferente, pero no ocurría lo mismo con sus gustos, y no era hombre que se privara de nada.
El buen gusto era un tema delicado para Starling, porque en ese terreno el doctor Lecter consiguió herirla en lo más vivo, al elogiarla por su agenda y burlarse de sus zapatos. ¿Cómo la había llamado? Una paleta ambiciosa y bien lavada, con una pizca de gusto.
Era buen gusto lo que echaba en falta en la rutina diaria de su vida laboral, mientras manejaba un equipo puramente funcional en aquel entorno utilitario.
Al mismo tiempo, su fe en la «técnica» estaba empezando a encogerse para dejar espacio a otra cosa.
Starling estaba cansada de tanta técnica. La fe en ella es la religión de los que trabajan en el filo de la navaja. Para enfrentarse a un criminal armado o luchar con él cuerpo a cuerpo se necesita creer que una técnica perfecta, que un duro entrenamiento garantizan que uno es invencible. Lo cual no es cierto, en especial por lo que respecta a los tiroteos. Se pueden reducir los riesgos, pero cuando se participa en suficientes tiroteos, lo más probable es acabar muerto en uno de ellos.
Starling lo había visto de cerca.
Ahora que había empezado a dudar de la religión de la técnica, ¿adonde podía volver los ojos?
En plena desorientación, en medio de la exasperante homogeneidad de sus días, empezó a prestar atención a la forma de las cosas. Empezó a dar crédito a sus reacciones viscerales ante las cosas, sin cuantíficarlas ni reducirlas a palabras. Por la misma época advirtió un cambio en sus hábitos de lectura. En otros tiempos tenía la costumbre de leer el pie de una imagen antes de mirarla. Ahora no. A veces ni siquiera las leía.
Durante años había hojeado revistas de moda a escondidas y con sentimientos de culpa, como si se tratara de pornografía. Ahora empezaba a reconocer en su fuero interno que algo en aquellas fotografías la hacía sentirse hambrienta. Dentro de la estructura de su mente, forjada por los luteranos para resistir al óxido de la ociosidad, estaba empezando a ceder a una deliciosa perversión.
Hubiera llegado a concebir aquella táctica de cualquier otro modo, pero el cambio de marea que se estaba produciendo en su interior aceleró el proceso. Le inspiró la idea de que el gusto del doctor Lecter por las cosas raras, por los productos con un mercado reducido, podía ser la aleta dorsal del monstruo, con la que cortaba la superficie haciéndose, al mismo tiempo, visible.
Starling estaba convencida de que podría descubrir alguna de sus identidades alternativas obteniendo y comparando listas informatizadas de clientes. Para ello tenía que conocer sus preferencias. Necesitaba conocerlo mejor que nadie en el mundo.
«¿Qué cosas sé que le gustan? Le gusta la música, el vino, los libros, la comida… Y yo.»
El primer paso para el desarrollo del propio gusto es estar dispuesto a valorar la propia opinión. En las áreas de la comida, el vino y la música, Starling tendría que estudiar los antecedentes del doctor y determinar lo que solía preferir en el pasado; pero había un campo en el que, como mínimo, era su igual. Los automóviles. Starling era una fanática de los coches, como cualquiera que hubiera visto su coche podía deducir.
Antes de su condena, el doctor Lecter había tenido un Bentley equipado con sobrealimentador. Con compresor de sobrealimentación, no con turbocompresor. Un coche trucado con un compresor de desplazamiento positivo tipo Roetes, es decir, sin retardador turbo. Starling comprendió de inmediato que el mercado de los Bentley trucados era tan reducido que el doctor no correría el riesgo de volver a entrar en él.
¿Qué compraría en la actualidad? Starling intuía el tipo de sensación que Lecter apreciaba. Un coche con motor sobrealimentado de ocho cilindros en uve, potente pero muy estable. ¿Qué compraría ella en el mercado actual?
Sin ninguna duda, un Jaguar XJR sedán con sobrealimentador. Envió faxes a los distribuidores de Jaguar de las costas este y oeste pidiéndoles listas semanales de sus ventas.
¿Qué otra cosa le gustaba a Lecter, de la que Starling supiera un montón?
«Le gusto yo», recordó.
Con qué presteza había respondido Lecter al saberla en apuros… Sobre todo teniendo en cuenta la demora que implicaba usar un servicio de reenvío para escribirle. Lastima que la pista de la máquina de franqueo automático no hubiera dado frutos; el aparato estaba en un sitio tan público que cualquier ladrón hubiera podido usarlo.
¿Cuánto tardaba en llegar a Italia el National Tattler ? Por él se había enterado Lecter de que Starling tenía problemas, como demostraba el ejemplar que se había encontrado en el Palazzo Capponi. ¿Tenía una página web el diario sensacionalista? También era posible que hubiera leído el resumen de lo ocurrido en la web abierta al público del FBI, si disponía de ordenador en Italia. ¿Qué podría sacarse en claro a partir del ordenador del doctor Lecter?
Entre los objetos personales incautados en el Palazzo Capponi no figuraba ningún ordenador.
Pero Starling había visto algo. Buscó las fotos de la biblioteca del palacio. Ahí estaba la imagen del hermoso escritorio en el que Lecter le había escrito la carta. Encima había un ordenador. Un Phillips portátil. En las fotografías posteriores había desaparecido.
Haciendo uso del diccionario, redactó con dificultad un fax dirigido a la Questura en Florencia: « Fra le cose personali del dottor Lecter, c'é un computer portatile? ».
De esta forma, pasito a paso, Clarice Starling inició la persecución del doctor Lecter por los vericuetos de sus gustos, con más confianza en sus piernas de la razonablemente justificada.
CAPÍTULO 43
Cordell, el secretario de Mason Verger, empleando una muestra enmarcada sobre su escritorio, reconoció la elegante letra de inmediato. El papel era del Hotel Excelsior de Florencia, Italia.
Como un creciente número de ricos en la era de Unabomber, Mason hacía pasar su correspondencia por un fluoroscopio semejante al de la central de Correos.
Cordell se puso unos guantes y comprobó la carta. El fluoroscopio no detectó cables ni baterías. De acuerdo con las estrictas instrucciones de Mason, fotocopió la carta y el sobre manejándolos con pinzas, y se cambió de guantes antes de recoger las copias y entregárselas a Mason.
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