Thomas Harris - Hannibal
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El palacio de la memoria era un sistema mnemotécnico bien conocido por los sabios del mundo antiguo, que a lo largo de la Alta Edad Media preservaron en sus mentes un enorme acopio de información mientras los bárbaros se dedicaban a quemar libros. Como los eruditos que lo precedieron, el doctor Lecter almacena un asombroso cúmulo de datos asociados a objetos de estas mil estancias; pero, a diferencia de los antiguos, su palacio cumple una segunda función: a temporadas le sirve de residencia. Ha pasado años rodeado por sus exquisitas colecciones de arte, mientras su cuerpo yacía inmovilizado en el corredor de los violentos, donde los alaridos hacían vibrar los barrotes como si fueran el arpa del infierno.
El palacio de Hannibal Lecter es inmenso, incluso juzgado según el patrón medieval. Traducido al mundo tangible rivalizaría con el Palacio Topkapi de Estambul en tamaño y complejidad.
Alcanzamos al doctor cuando las ágiles babuchas de su mente lo están trasladando del vestíbulo al Gran Salón de las Estaciones. El palacio ha sido construido siguiendo las reglas establecidas por Simónides de Ceos y expuestas por Cicerón cuatrocientos años más tarde; es airoso, alto de techos y está decorado con objetos y cuadros extraordinarios y sorprendentes, a veces extravagantes y absurdos, a menudo hermosos. Las urnas están bien iluminadas y distribuidas espaciadamente, como las de un gran museo. Pero las paredes no están pintadas con los colores neutros de los museos. Como Giotto, el doctor Lecter ha cubierto de frescos los muros de su mente.
Aprovechando que está en el palacio, decide recoger las señas del domicilio de Clarice Starling; pero no tiene prisa, así que se detiene al pie de una gran escalinata presidida por los bronces de Riace. Los enormes guerreros de bronce atribuidos a Fidias, rescatados del fondo del mar en nuestra época, presiden un espacio pintado con frescos que podría contener todas las historias narradas por Hornero y Sófocles.
El doctor Lecter podría hacer que los rostros de bronce recitaran a Meleagro con sólo desearlo, pero hoy se Umita a admirarlos.
Un millar de estancias, kilómetros de corredores, cientos de datos ligados a cada uno de los objetos que decoran cada una de las salas, aguardan al doctor Lecter en este inabarcable y placentero refugio cada vez que necesita tomarse un respiro.
Pero hay algo que el doctor comparte con nosotros: en las criptas de nuestros corazones y nuestros cerebros, el peligro acecha. No todo son salas agradables, luminosas y altas. En el suelo de la mente hay agujeros semejantes a los de las mazmorras medievales, calabozos hediondos, celdas excavadas en la roca, con forma de botella y la trampilla en la parte superior. Por suerte nada escapa de ellas silenciosamente. Un movimiento de tierras, una traición de nuestros guardianes despejan el camino a horrores reprimidos durante años, y las chispas del recuerdo inflaman los malsanos gases en una explosión de dolor que nos empuja a comportamientos suicidas…
Temerosos y maravillados, lo seguimos mientras avanza con paso vivo e ingrávido a lo largo del corredor que él mismo ha construido, percibiendo un aroma de gardenias y vagamente conscientes de la magnífica factura de las estatuas y de la luminosidad de las pinturas.
Tuerce a la derecha pasado un busto de Plinio y asciende las escaleras hasta el Salón de las Direcciones, una estancia llena de estatuas y cuadros dispuestos en estudiado orden, bien espaciados e iluminados, como recomienda Cicerón.
Ah… el tercer gabinete de la derecha está presidido por un cuadro que representa a san Francisco de Asís dando de comer una polilla a un tordo. [5]En el suelo, a los pies de la pintura, el mármol representa a tamaño natural la siguiente escena:
Un desfile en el Cementerio Nacional de Arlington encabezado por Jesús, treinta y tres años, conduciendo una camioneta Ford modélo T del 27, una de aquellas «mariconas de hojalata», con J. Edgar Hoover de pie en la caja del vehículo vistiendo un tutu y saludando con la mano a una multitud invisible. Desfilando tras él vemos a Clarice Statting con un rifle Enfield 308 al hombro.
El doctor Lecter parece animarse al ver a Starling. Hace tiempo, consiguió la dirección particular de la mujer a través de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad de Virginia. La conserva asociada a esta imagen, y ahora, por puro placer, recuerda el nombre de la calle y el número de la casa donde vive Starling:
Tindal 3327
Arlington, Virginia 22308
El doctor Lecter puede recorrer los vastos salones de su palacio de la memoria a una velocidad sobrenatural. Con sus reflejos y su fuerza, con su penetración y agilidad mentales, el doctor Lecter está perfectamente armado contra el mundo físico. Pero hay lugares dentro de sí mismo a los que no puede entrar sin sentirse amenazado, sitios en los que las reglas de Cicerón sobre lógica, ordenación espacial y luz no pueden aplicarse…
Decide hacer una visita a su colección de tapices antiguos. Quiere escribir una carta a Mason Verger, y necesita revisar un texto de Ovidio sobre aceites faciales aromáticos asociado a los tejidos.
Camina sobre una interesante alfombra de pelo corto que lleva al salón de los telares y los tejidos.
En el mundo del 747, el doctor Lecter tiene los ojos cerrados y la cabeza, que se balancea despacio cuando las turbulencias agitan el avión, recostada en el asiento.
Al final de la hilera, la criatura, que se ha tomado el biberón, aún no se ha dormido. La cara se le está poniendo roja. La madre siente tensarse el cuerpecillo arrebujado en la manta, y relajarse al cabo de un momento. No cabe duda de lo que ha ocurrido. No necesita hundir el dedo en los pañales. En los asientos de delante alguien suelta un «¡Madre de Dios!».
Al tufo de gimnasio a última hora de la tarde se ha añadido otra pincelada olorosa. El niño sentado junto a Lecter, habituado a las jugarretas del bebé, sigue engullendo la comida de Fauchon.
Bajo el palacio de la memoria, las trampillas revientan, las mazmorras exhalan su espeluznante hedor…
Un puñado de animales consiguió sobrevivir bajo el fuego de la artillería y las ametralladoras en la guerra que acabó con las vidas de los padres de Hannibal Lecter y arruinó el extenso bosque de su propiedad.
El abigarrado contingente de desertores que convirtió la remota cabana de caza en su rejugio se mantuvo de lo que encontró a mano. En una ocasión, los prófugos dieron con un pobre cervatillo, esquelético y herido por una flecha, que había conseguido encontrar pasto bajo la nieve y sobrevivir. Lo arrastraron al campamento para no tener que cargar con él.
Hannibal Lecter, que tenía seis años, espiaba a través de una grieta del granero cuando llegaron con el animal, que sacudía la cabeza y pegaba tirones a la soga enrollada alrededor de su cuello. No les convenía pegarle un tiro, así que consiguieron que doblara las escuálidas patas de alambre, le asestaron un hachazo en el pescuezo y se maldijeron unos a otros en distintos idiomas para que alguno trajera un barreño antes de que se perdiera toda la sangre.
El raquítico animal no tenía mucha carne alrededor de los huesos, y en dos días, quizá tres, cubiertos con sus largos abrigos y despidiendo por las bocas un vaho de putrefacción, los desertores salieron de la cabana y caminaron sobre la nieve que la separaba del granero, que desatrancaron para elegir entre los niños acurrucados en la paja. Ninguno se había congelado, así que se dispusieron a escoger uno vivo.
Tantearon el muslo, el brazo y el pecho de Hannibal Lecter, pero en lugar de a él cogieron a su hermana Mischa y se la llevaron. Para jugar, dijeron. Ninguno de los que se llevaban para jugar había vuelto.
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