Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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También nos reuníamos en el jardín. Cuando superé mi decepción y entendí eso de que hay que «aprovechar al máximo lo que tenemos», participaba con gusto en los trabajos. Acarreaba agua, arrancaba malas hierbas, quitaba insectos, disponía filas de piedras…, pero eran mamá y papá quienes lo planificaban todo, ellos sabían más del tema. Aunque también yo me convertí en un hábil conocedor de las plantas, de sus características y sus nombres en latín, y en la escuela siempre sacaba la máxima puntuación en botánica. Sobre todo aprendí a valorar las plantas como una forma de vida y belleza. Más tarde me he dado cuenta de que nunca necesité colocar animales de juguete o soldados de plomo en los arriates. También cuando era niño las plantas me bastaban, o la espera de las plantas, que durante el invierno descansan y se desarrollan bajo tierra. Era obvio que iría a la escuela de jardinería. Se me daban bien los idiomas y la historia, y podría haber entrado en la Åbo Akademi, pero me interesaba más trabajar con lo que crece y vive a nuestro alrededor. Estudié para horticultor en Pikis y como tal ejerzo en Stadsparken. Podría haber solicitado un cargo, pero no lo he deseado. Así que ahora no me siento a una mesa de despacho para planificar las instalaciones, realizar un seguimiento del presupuesto y pedir dinero al ayuntamiento. Para mí es más importante hacer el trabajo práctico, estar todos los días cerca de mis amigas las plantas, por así decirlo.

De mi infancia puedo contar, además, que cuando iba a tercer curso me hice amigo de un niño que se llamaba Roy. Era un chico con el pelo castaño claro y brillante y la cara pecosa y como aplastada. Sonreía mucho y fue el mejor amigo que he tenido. De camino a casa desde la escuela íbamos abrazados, yo con mi brazo sobre sus hombros, él con el suyo en mi cintura. Era un gesto completamente natural y nadie dijo nunca nada, pero más adelante me he dado cuenta de que así es como suelen ir las parejas de enamorados. Al menos antes, ahora parece menos corriente.

Roy tenía un papagayo y su madre horneaba unos bollos más ricos que la mía. Iba a menudo a su casa y jugaba con Roy y su colección de coches o con el papagayo. Aunque este no jugaba demasiado con nosotros ya que no podíamos sacarle de la jaula. No sabía hablar, solo graznaba, aunque intentábamos denodadamente que dijera «Roy» o «Nisse», que era como se llamaba. En una ocasión, cuando llegamos, la madre de Roy no estaba y Nisse se había escapado, a saber cómo, de su jaula. Estaba quieto en lo más alto de una librería y nos miraba. A veces se rascaba; quizá disfrutaba de su libertad aunque no hacía nada especial. Intentamos ahuyentarlo hacia la jaula, pero no nos atrevíamos a tocarlo porque podía morder. Roy tenía una marca en el dedo índice que le había dejado Nisse una vez que lo cogió.

No recuerdo cómo el papagayo volvió a su jaula, pero aún lo veo en lo alto de la librería, con su cabeza roja y sus fijos ojos negros. A Roy lo veo incluso más nítido frente a mí. Siento en mi palma el tacto de su blusa de felpa azul oscuro cuando ponía mi mano en su hombro, y recuerdo que siempre me dejaba a mí el último bollo. Decía que no tenía hambre.

Pero Roy y yo no solo jugábamos. Reuníamos papel, íbamos por la zona preguntando en las casas y pidiendo a la gente periódicos viejos, que atábamos y llevábamos al sótano de un viejo gruñón. Nos daba tres peniques por kilo, y eso parecía mucho dinero para un niño en aquella época, en los años sesenta. Ahora, cuando pienso en los pesados fardos de periódicos de medio metro de altura, y en la constitución de un niño de ocho o nueve años, casi me parece inhumano.

Con el dinero, yo compraba bolsas de sellos y Roy compraba postales. Coleccionaba viejas tarjetas de Forshälla, Åbo, Helsinki y Vasa. Ni siquiera eran en blanco y negro, sino marrón y blancas. Pero le gustaban, y le hacía feliz especialmente si en la imagen de las calles se veía alguna bicicleta vieja. Mirábamos cientos de tarjetas en el anticuario a la búsqueda de bicicletas. A veces, de pronto aparecía la foto de una mujer desnuda sonriendo que debería haber estado en la zona de la tienda de acceso prohibido para los niños. Entonces nos mirábamos y reíamos, pero nunca dijimos nada.

Por otra parte, recuerdo muy bien cuándo fue la primera vez que tuve conocimiento de esa parte de la vida humana. Tenía yo solo siete años cuando otro niño al que no conocía demasiado bien se me unió camino a casa desde la escuela (Roy no estaba, no recuerdo por qué). Se llamaba Edwin y era un poco raro; a veces tenía rabietas y echaba a correr gritando y con lágrimas en los ojos. Ese día no estaba enfadado sino escandalizado. Al parecer, su madre, moderna y sin tabúes, le había contado exactamente de dónde vienen los niños, y ahora él me lo contaba a mí. Nos costaba creerlo, pero coincidimos en que, si era verdad, ¡nosotros no tendríamos nada que ver con semejante porquería! Lo juramos por lo más sagrado. Estábamos realmente enfadados. Aún recuerdo dónde nos hallábamos, delante de un escaparate con uno de esos salientes de piedra en el que uno podía apoyar el pie.

Cuando tenía doce años, Roy se mudó. Me lo contó el día de mi cumpleaños y a las pocas semanas ya se había ido. Su padre había conseguido trabajo en Jyväskylä. Su último día de escuela nos dijimos «adiós» y nos dimos la mano como los adultos, pero ni se nos ocurrió mantener el contacto. No me lo tomé especialmente mal; seguí mi vida con mamá, papá y el jardín. Pero más tarde sí me ha dolido y me he preguntado cómo habría sido mi vida si Roy no se hubiera mudado, si hubiéramos seguido siendo amigos toda la vida.

No me malinterpreten: no me siento infeliz porque añore a Roy; tampoco fue infeliz entonces, viví contento y tranquilo toda mi juventud. La mayoría diría que fue bastante anodina, pero para mi familia siempre sucedía algo, al menos de marzo a noviembre, cuando seguíamos la vida del jardín.

Tras sacar el examen de secundaria, estudié para ser horticultor. Ya sabía casi todo lo que había que saber de las plantas, pero necesitaba tener un título. Con él en la mano, obtuve con veintitrés años trabajo en el departamento de Parques y Jardines del ayuntamiento de Forshälla y he sido feliz ahí durante veinticinco años. Han sido años buenos.

Mamá y papá solían llegar de la escuela algo más pronto que yo de mi trabajo en los parques. Se olía el aroma de la comida desde el porche que daba al jardín, por donde solíamos entrar, y mientras yo me duchaba, ellos acababan de prepararla. Ambos cocinaban bien, mucho mejor que yo en toda mi vida. Luego comíamos juntos y yo recogía la mesa y fregaba los cacharros. Hablábamos de lo que había sucedido en la escuela y los parques. Siempre era interesante, porque yo conocía la escuela y al menos a los profesores más antiguos, y mis padres entendían de jardinería también a gran escala. Cuando había terminado de fregar, continuábamos la charla en la sala de estar, a menudo con catálogos de semillas y nuevas revistas de jardinería como punto de partida. Un jardín nunca está terminado, es como un niño que nunca se hace adulto y debe cuidarse año tras año y desarrollarse en distintas direcciones. Hablábamos mucho de eso. Luego salíamos, claro, y cavábamos, arrancábamos las malas hierbas y abonábamos cuando hacía buen tiempo y era la época adecuada.

Todas las noches nos sentábamos juntos en el salón y hablábamos y veíamos la televisión. Nos gustaba especialmente el deporte -fútbol, atletismo, tenis-, porque nos parecía muy vivo. Mostraba la misma vitalidad que la naturaleza.

¿Quieren, pues, saber cómo ocurre en la realidad? Todo lo que vive tiene su ciclo y su final, aunque prefiramos olvidarlo. Así fue también con mi familia. En el verano de 1990, cuando mamá había cumplido sesenta y dos años en marzo, noté que había empezado a adelgazar. Le dije que debía comer más, pero repuso que comía como de costumbre, que solo estaba algo cansada. Luego ya no pensé demasiado en eso; pero un día, en junio, el primer día de mis vacaciones, oí en la habitación de al lado que le decía a papá: «La tía Aina tampoco era tan mayor». Entonces recordé que había oído esas mismas palabras en primavera pero hasta ese momento no las había entendido, y fui a la puerta. Mamá me miró compungida, no sabía que estaba en la biblioteca. No dijo nada, pero por su forma de mirar luego por la ventana lo entendí: estaba enferma y ya llevaba una temporada así, pero ni papá ni ella habían querido preocuparme. «Es lo que hay», dijo él en un susurro, un murmullo que parecía encontrarse en el mismo aire. Como si lo hubiera dicho la casa.

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