Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Me senté en el sofá y tomé la mano izquierda de mamá entre las mías. Era más fina que antes, notaba cada hueso del dorso de su mano en mi piel. Estuvimos así quietos un buen rato, hasta que se volvió hacia mí y me rodeó con su otro brazo: «Mi niño». Y entonces fue cuando noté que mi cara estaba llena de lágrimas, ardientes y frías a un tiempo, saladas en los labios y la lengua. Papá se sentó al otro lado y nos abrazó a mamá y a mí. Así estuvimos un buen rato. Aún puedo sentir cómo fue. Ese momento nunca ha terminado.

Por entonces aún no sabíamos de qué enfermedad se trataba: «Cansada. Dolor en el estómago». Mamá no había querido que la ingresaran en el hospital del distrito, nunca había pasado un día hospitalizada, a excepción de la semana en que me trajo al mundo. Pero ahora tenía que hacerlo.

Cáncer en la matriz. Y ya no se podía operar. Pensé que yo debía haberlo notado antes, haber hecho que visitara a un médico cuando aún había remedio. ¡Papá tendría que haber notado algo! Los dos dijeron que los síntomas no habían empezado hasta esa primavera. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede alguien estar tan enfermo durante tanto tiempo sin que se note? Pero ahora entiendo que una persona puede ser como un árbol, que florece y reluce pero se pudre por dentro y el menor soplo de aire lo quiebra cuando ha llegado su hora.

Mamá duró bastante tiempo. Al final fueron dos años. Mucho más de lo que los médicos habían dicho en un principio. Dio clases hasta Navidad y después consiguió la jubilación por enfermedad. Al mismo tiempo, papá pidió la jubilación y la cuidamos en casa. Empeoró poco a poco. Al principio estaba como de costumbre, aunque caminaba más despacio y balbuceaba un poco debido a los anestésicos. Luego ya no tuvo fuerzas para subir las escaleras hasta el dormitorio, y durante un tiempo yo la llevaba en brazos desde la cama hasta el salón, envuelta en mantas porque no paraba de temblar. Casi no pesaba nada.

Una vez, cuando estaba echada arriba, la miré mientras dormía. Su rostro se veía desmejorado pero relajado. Pensé que estaba bien y que quizá soñaba con algo que la tranquilizaba. Así estuvimos juntos bastante rato.

Luego la intranquilidad se adueñó de su rostro. Empezaba a salir a la superficie desde su sueño. La preocupación se hizo más profunda, su mejilla se tensó y pareció que una desagradable certeza se extendiera por toda la cara. Giró la cabeza como para apartarse de lo que la asustaba y amenazaba.

Era el despertar. Sentía que estaba a punto de despertarse y no podía evitarlo. Cuando estaba medio despierta, contrajo la cara en una mueca. El temor pasó a ser dolor, el que sentía todo el tiempo cuando estaba consciente. La cogí de la mano, pero no podía ayudarla. El dolor fue a peor, ahora estaba completamente despierta, pero seguía con los párpados cerrados en el intento de negarlo. Toda la cara se rompía en una red de profundos y tensos surcos que partían de los ojos y las comisuras de los labios. Juntó las manos en su lucha contra el dolor y notó mi mano.

Entonces se obligó a serenarse, a aplanar las arrugas para no entristecerme con su tormento. Yo me esforcé en contener las lágrimas y no hacérselo más difícil. Pero cuando abrió los ojos, cruzamos las miradas en un acuerdo común de lo difícil que era, lo desesperadamente difícil e imposible que era encontrar una luz de consuelo por mucho que lo intentáramos. Si cierro los ojos aún puedo ver su profunda mirada: dolor, pero también nuestra cercanía en él.

Más adelante, ya no quería que la sacáramos del dormitorio porque le dolían todas las articulaciones, es lo que sucede cuando se toman anestésicos fuertes. Así que movimos la cama para que su lado quedara junto a la ventana y pudiera ver lo que sucedía fuera. Al principio nos sentábamos a menudo con ella y con los catálogos de semillas esparcidos sobre la colcha, y mientras papá y yo trabajábamos en el jardín, ella nos miraba, reclinada en muchos cojines. Luego también eso era agotador y se quedaba tumbada con las cortinas corridas. Cada vez hablábamos menos, pero ella siempre dejaba su mano izquierda, por fuera del embozo, con la palma hacia arriba, para que papá o yo se la tomáramos.

Los médicos querían que ingresara en el hospital, pero ella siempre se negó categóricamente, y sabíamos que cuando ya no podía hablar seguía pensando lo mismo. En aquella época no era habitual eso de cuidar al enfermo en el hogar «en un estado tan avanzado»; los médicos no podían obligarla a dejar la casa, pero se negaban a recetar más medicinas si no se la cuidaba en el hospital. ¡Aunque estaba claro que la enfermedad se la comía por dentro! A veces me parecía que podía oírlo bajo las mantas, como termitas que roían su cuerpo.

Entonces fui al médico de mi puesto de trabajo, me quejé de dolores de espalda y le dije que en una ocasión me había aliviado cierto preparado, es decir, la medicina de mamá. Me la recetó, varias cajas, y de esa forma pudimos calmar más a menudo los dolores de mamá. Cuando ya no podía tragar, pero nos indicaba con los ojos que la necesitaba de nuevo, la disolvíamos machacada en un poco de agua tibia y se la dábamos, primero con una cuchara sopera y después, cuando apenas podía abrir la boca, con una de café.

Se libró hasta el final de los dolores más fuertes, eso creo, pero con frecuencia estaba sedada y pasaba del sueño a la duermevela todo el rato. También sangraba constantemente por abajo. No entiendo cómo puede haber tanta sangre en una persona que no es más que piel y huesos. Cuántos días y noches fui con sus pañales de la cama a la basura, al igual que ella fue con los míos cuando yo era un bebé a quien cuidaba, amamantaba y acunaba para dormir. Mi mamá.

La madrugada del 22 de marzo de 1992 estaba yo despierto como tantas veces en aquella época. La luna brillaba y yo me encontraba en el salón del piso de arriba y contemplaba el jardín, blanco como un atolón de coral debido a la escasa nieve que aún quedaba sobre el terreno. Todo estaba en calma y sentí, no de repente sino con esa serenidad que reinaba desde hacía rato, que todo había terminado. Me quedé allí sabiendo que todo había acabado.

Luego entré en el dormitorio y oí el profundo respirar en el lado de papá; nunca dejó de compartir cama con mamá. Pero el lado de ella estaba silencioso. Su corazón había dejado de latir durante el sueño, y los nervios habían dejado de arder. Desperté a papá y entendió el porqué. Tomó su mano y yo, sentado al otro lado, le tomé la otra, y así estuvimos hasta que amaneció y llegó la mañana. No estaba sola.

Mamá fue enterrada no muy lejos de nuestra casa. Íbamos a menudo a visitarla al cementerio viejo de Forshälla; su tumba está justo detrás de la pequeña iglesia greco-ortodoxa.

Viví con papá cinco años más. Se volvió algo más gris, más débil, pero nunca se quedó sin fuerzas. Hasta el último momento trabajamos juntos en el jardín. Un día de septiembre, cuando llegué a casa, estaba sentado en el suelo, apoyado contra el brazo derecho de su silla con una expresión de asombro reflejada en su rostro. Un ataque al corazón lo había fulminado al instante.

Papá fue enterrado al lado de mamá. Voy a menudo a saludarlos. En la lápida, debajo de sus nombres hay un espacio en blanco, y hay sitio para mí en la tumba junto a ellos.

Me quedé solo. La casa era demasiado grande para mí, pero no podía abandonarla. He seguido viviendo en ella y puedo pagarla. El inmueble no tiene deudas y yo mismo me ocupo de todas las reparaciones, así como del jardín, claro está. No va a cambiar más, pero hay que conservarlo tal como está. Cada año, cuando brotan las plantas en verano y reluce con sus colores, me parece estar viéndolo con ellos dos. Siguen aquí, no como fantasmas o algo así, sino porque están diariamente en mis pensamientos.

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