Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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– ¡No le hagas daño! No le metas en esto -pidió el hombre.

– Vale, pero entonces tendrás que soltar tú algo. ¿Por qué la mataste?

– No he matado a nadie. ¿No puedes entenderlo? Buscas a otra persona. Escúchame, podemos ayudarte. Soy periodista, sé cómo encontrar información. Un asesinato es interesante también desde el punto de vista periodístico. Podemos trabajar juntos.

– ¡No intentes confundirme! Estaba allí, ¿entiendes? Había descubierto la fosa y la vigilaba. Vi… Sé que os acercasteis. ¿Quién era ella?

– Eso lo sabes tú mejor que yo. Gabriella, dijiste.

– No, era otra. Pero también la mataron; alguien como tú. Alguien que es exactamente igual que tú. ¡Maldito demonio!

Entonces se quedó callado. Seguramente no sabía qué decir, ya no le quedaban artimañas psicológicas.

– Está bien, te doy una última oportunidad -dije con el revólver apuntando a su cara-. Si confiesas y dices por qué lo hiciste, quizá os deje marchar.

Me miró a los ojos y dudó, calculador, pero eligió negarlo.

– ¡No era yo, no fuimos nosotros! ¿No puedes creernos y dejarnos marchar? No se lo contaremos a nadie. Ha sido un error sin mala intención por tu parte. Le puede suceder a cualquiera. Corramos… corramos un tupido velo sobre esto.

– ¿Es tu última palabra?

– Es la verdad.

Miré al chico.

– ¿Y tú qué dices?

Tenía lágrimas en los ojos y solamente miraba. Pero me pareció que sacudía la cabeza.

Me volví de nuevo hacia Jonasson.

– Entonces recibirás lo mismo que ella -dije-. Un criminal que no se arrepiente no merece clemencia.

Saqué el sedal del bolsillo y me coloqué tras él. Se removió bajo las cuerdas e hizo que la silla se tambaleara. Se hubiera caído hacia un lado si no lo hubiera capturado con el lazo alrededor del cuello. Tiré, un solo movimiento de la rodilla contra el respaldo de la silla. Hizo ruidos con la garganta e intentó soltarse, pero mantuve firme el agarre sin cambiar de mano ni una sola vez. El chico gritó y tiró de sus cuerdas, la puerta del horno saltó con un estallido pero no se soltó.

Todo terminó en cuestión de minutos, pero fue tan violento que no pude mantener la silla de pie. Cuando solté el lazo, Jonasson cayó hacia la derecha, tras la mesa.

Entonces me volví hacia el chico. Estaba en el suelo, temblando, sollozando. Bajo la chaqueta y la camisa desabrochada se le veía el pecho desnudo de cintura para arriba; un cuerpo de muchacho, blanco y lampiño, con las costillas marcadas como una tabla de lavar antigua. Cerró los ojos, ladeó la cabeza hacia atrás, como cuando un animal desamparado ofrece al lobo su garganta.

Entonces el lobo no puede sino aceptar la sumisión. Tensa la mandíbula, gruñe dando vueltas alrededor, pero deja en paz a la víctima. No era capaz de hacer lo que tenía que hacer: matar al testigo para que no me atrapasen. Yo solo había impartido justicia, pero la policía podría capturarme y enviarme a la cárcel.

El chico calló. Ambos estábamos en silencio y quietos. Se oyó un ligero viento que entraba por la puerta. Sentía compasión. Era tan joven… Pero yo necesitaba estar seguro, no podía dejar que lo contara.

– Jura -le dije con voz seca-. Jura por… -Hoy día no creen en nada, pensé-. ¡Jura por tus genitales!

El chico me miró con los ojos desorbitados. Lo agarré del pelo y lo miré fijamente a las pupilas dilatadas.

– ¡Jura por tus genitales que nunca contarás esto a nadie en… toda tu vida! Si lo haces, te entrará un cáncer en los testículos y tendrán que extirparte los testículos y el pene. ¡Mete dos dedos en los calzoncillos y jura!

Saqué mi puukko del bolsillo de la chaqueta y corté la cuerda para que pudiera hacerlo. Con la mano derecha hundida bajo los pantalones, repitió sorbiéndose los mocos las palabras que yo le iba diciendo. Que lo juraba. Que nunca diría nada.

Lo levanté por las sudorosas axilas. Estaba tan desmadejado que tuve que llevarlo a rastras y empujarlo hasta el césped. Allí se sacudió como si recibiera una corriente eléctrica y, tambaleante, se dirigió hacia el camino sorteando el coche de Jonasson. Luego comenzó a correr patosamente; los faldones de la chaqueta le colgaban a los lados. Entonces se la quitó, y durante unos pasos la sujetó con el puño izquierdo, después se le cayó y él continuó alejándose por el bosque con la camisa ondeando.

¡No, no podía dejarlo escapar! Di unas zancadas hacia la cabaña para recoger el revólver que había dejado sobre la mesa pero tropecé en el umbral. Caí de bruces contra el suelo y vi una estrecha grieta entre los tablones. Allí abajo estaba oscuro, y de pronto me sentí muy cansado, solo quería quedarme quieto y respirar unas cuantas veces. Me dolía la espalda, aunque me había tomado el analgésico.

Pero cuando el suelo me presionó el pecho noté que estaba temblando. Mi cuerpo temblaba de tal forma que se desplazaba por los tablones con movimientos pequeños y rápidos. No miraba ya la grieta, sino un pequeño nudo de la madera. Tomé impulso con los dedos de los pies, coloqué las palmas de las manos contra las ásperas tablas, pero no pude levantarme. Los escalofríos me tenían maniatado. Estuve allí tumbado, temblando, hasta desmayarme. Fue como en Bosnia.

Más tarde limpié todo con mucho cuidado, tal como había aprendido en el ejército. No dejar huellas. Solté las cuerdas que ataban a Jonasson y levanté la silla, pero no encontré el lazo, transparente y fino como era. Tras un momento de pánico, lo encontré en el bolsillo. Lo había metido inmediatamente después. Recogí todo lo que me pertenecía y también la chaqueta que el chico había tirado y el abrigo que colgaba de un clavo en la cabaña.

Me habría gustado trasladar el cuerpo, pero la espalda me lo impedía. Lo que hice fue coger la cartera y las llaves para borrar, aunque fuera parcialmente, la identidad de ese diablo. Como con la joven desconocida del bosque. Ella era como Gabriella y había que hacerlo todo por ella. Tenían que ver que él había sido asesinado por su causa. Los poderes tenían que verlo. Por eso lo desnudé, le saqué los ojos y los coloqué en una bolsa de plástico. Para vengar a Gabriella. Todo tenía que ser igual. A ella la había matado alguien que era como él, y él iba a verse igual. Era un asesino, alguien que mata, y eso se veía en la «M» que le grabé. Encima del cuerpo puse la cruz que había cogido en la tumba del bosque. Era lo adecuado. Marcaba que había muerto por la joven que primero había tenido la cruz y que era como Gabriella.

Quedó bien colocado en el suelo, medio escondido por la mesa. Nadie lo encontraría en mucho tiempo, nadie que solo mirara a través de la ventana de la cabaña. Por la misma razón, saqué de allí su coche. Lo hundí en un lago por la noche, junto con la chaqueta del muchacho y el abrigo en el asiento de atrás. Dentro de la bolsa con los ojos puse piedras y los tiré junto con las llaves en las burbujeantes aguas. Luego fui a pie a recoger mi coche.

El fresco aire de la noche era agradable. Pero me asaltó un pensamiento desagradable. El chico había salido corriendo por ese mismo camino, había tenido que ver mi coche. Si retenía el número de la matrícula, podría encontrarme del mismo modo que yo los había encontrado a él y a Jonasson. Aun así, tendría que… Pero ¿qué podría hacer el chico? Estaba demasiado asustado.

Ya estaba hecho. La chica de la tumba había sido vengada. Gabriella, también; se había restablecido cierto equilibrio moral. Cuando llegué a casa, dormí durante doce horas.

Ahora siento que estoy en camino de curarme. Ha sido un alivio escribir todo esto. Y no se lo cuentes a nadie.

Con mis mejores deseos,

Erik Lindell

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