Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Tal vez la muerte violenta y macabra de Gabriella sea un castigo que me envía… el destino, las fuerzas. Quizá haya sido un castigo por todo lo que hice y no hice en Bosnia o por algo que fuera a hacer más tarde, en el futuro. Pensé en ello a menudo en la cárcel. Si las fuerzas existen, lo ven todo y, de vez en cuando, cuando les apetece, equilibran lo justo y lo injusto.

Me quedé mucho tiempo junto a la tumba de Gabriella, pero luego comprendí que no era ella. Salí como de una niebla roja en la que había estado llorando infeliz pero al mismo tiempo radiantemente feliz porque Gabriella estaba cerca y había estado viva tan solo un momento antes.

Recorrí la fosa con el haz de la linterna. Esa mujer era en realidad mucho más joven que Gabriella, se parecía a ella pero era casi una niña. Pálida, perfumada, bellamente envuelta. Como una muñeca enterrada por un niño, pero viva un día y ahora asesinada por dos hombres. Me despedí de ella como si la hubiese conocido y me llevé la cruz. No sé por qué; sentí que era lo correcto. A modo de recuerdo, para que no cayese en el completo olvido allí bajo la tierra.

Había sucedido justo como había imaginado, pero no tenía ninguna prueba. Naturalmente, podía llamar a la policía. Los hombres serían identificados mediante el registro de automóviles, pero lo negarían y no habría pruebas. Eso es lo que sucedería, por eso no llamo a la policía, lo decidí cuando aún estaba sentado junto a la tumba, recobrándome.

Volví a enterrar a la joven con cuidado. Realmente se parecía mucho a Gabriella, aunque era más joven. Luego limpié el lugar de acampada y me fui a casa.

Al día siguiente llamé al registro de automóviles. Una vez habíamos tenido una discusión en el cuartel sobre este asunto: ¿se puede llamar y conseguir el nombre y la dirección a partir de la matrícula de un coche, o es como en las películas americanas, que hay que conocer a alguien en el registro o en la policía? No llegamos a ninguna conclusión, así que no sabía qué iba a ocurrir.

Pero fue fácil. Una voz de mujer joven, asombrosamente alegre y servicial, me atendió en sueco con un ligero acento finlandés. Luego me quedé allí sentado mirando el papel. Las letras y cifras azules relucían. ¡Ahora tenía algo concreto a por lo que ir! Jon Jonasson. Un diablo.

Era una dirección alejada de Nydal, así que tuve que sacar el coche del garaje, aunque siempre que puedo lo evito. Conducir no le sienta bien a mi espalda, pero llamas menos la atención que si te ven paseando por una zona de chalets exclusivos o viajando en autobús. Y en el coche podía estar preparado y llevar cuanto necesitaba.

Solo uno de los hombres vivía allí en Stängelvägen. Era sin duda el más fuerte, reconocí su chaqueta marrón oscura. Durante varios días pasé una y otra vez por delante de su casa y aprendí sus hábitos. Pasaba mucho tiempo en casa también durante el día, pero los martes por la tarde iba a un centro deportivo. Pasado un tiempo me acerqué con cuidado y vi que entrenaba a un equipo de chicos de balonmano. El mismo olor a sudor que en el cuartel.

Siempre llevaba encima el revólver, pero no quería conformarme con solo uno de los asesinos. Quería tenerlos a los dos, y el otro no se dejaba ver. No lo vi hasta el Jueves Santo.

Ese día, Jonasson salió con el coche y yo lo seguí. En una gasolinera se bajó y entró…, cuando salió, el otro hombre iba con él. Desde el frente vi que era más bien un adolescente, pero su altura y la chaqueta verde oscura eran inconfundibles.

Viajaron juntos y yo los seguí, atravesamos Forshälla y continuamos por el campo, al sur de Euraåminne. Tras aproximadamente cuarenta kilómetros, tomaron un ramal del camino casi imposible de encontrar si no lo conocías. Yo continué por la carretera, pero al poco di la vuelta, entré en él marcha atrás y aparqué allí mismo, a la distancia justa para que el coche no se viera desde el camino general pero que pudiera salir rápido. Luego abrí el maletero y saqué las dos cuerdas de plástico que había cogido. Comprobé que llevaba en los bolsillos cuanto necesitaba, me puse unos guantes de plástico y continué a pie.

Era un camino estrecho y sinuoso, pero no tan malo como para que no se pudiera llegar en coche hasta la cabaña. Su coche ocupaba la mitad del pequeño jardín; en realidad, una parcela del bosque donde habían cortado algunos árboles. Avancé bordeando la linde del bosque para ver el interior de la casa. El hombre y el chico estaban ahí dentro, los dos con chaqueta. Los reconocí; no había razón alguna para demorarlo.

Abrí la puerta de una patada, tiré las cuerdas al suelo y levanté el revólver con las dos manos. Primero me pregunté dónde estaba el otro, pues solo vi una figura, pero entonces se fragmentó: estaban abrazados.

– ¿Qué? ¿Qué es esto? ¿Cómo se atreve? Los dos somos mayores de edad -dijo el hombre, decidido, en un tono de voz bien modulado, como un actor-. No hay nada ilegal en esto.

– No me importan sus… cosas, no es por eso por lo que estoy aquí -solté igual de rápido-. Coge una de las cuerdas y átalo -dije señalando con el revólver al chico-. Sujétale a la silla y átale las manos atrás.

El chico estaba tan asustado que temblaba y apenas se atrevía a acercarse para coger la cuerda.

– Tranquilo, todo irá bien -lo calmó el hombre al tiempo que se sentaba en la silla-. Haz simplemente lo que te dice.

El chico lo ató al respaldo de la silla y luego alrededor de las muñecas. Tiré varias veces de la cuerda para que fuera lo suficientemente segura. Cuando el hombre estuvo bien sujeto, cogí la otra cuerda. Até atrás las muñecas y los tobillos del chico, junté ambos extremos y tiré de ellos, de manera que quedó de lado y formando un arco hacia atrás. Además, la cuerda estaba atada a la puerta del horno. No podía moverse.

Me volví hacia el hombre.

– ¿Qué es lo que quieres? -empezó él, mirándome fijamente a los ojos.

– ¡Quiero que confeséis!

– ¿Que «confesemos»? Está bien, tenemos una relación, pero Linus ha cumplido los dieciocho. Puede hacer lo que quiera. ¡Qué te importa a ti lo que hagamos! He de decirte que ya pasaron los tiempos en que…

– ¡Me importa un bledo vuestra relación! Es el asesinato lo que tenéis que confesar. Tú. ¡Seguro que fuiste tú quien lo cometió y el chico solo te ayudó a llevar el cadáver!

– ¿Qué cadáver? ¡No sabemos nada de un cadáver!

– No intentes negarlo. Os vi enterrarlo. En Stadsskogen hace una semana. En Forshälla.

– ¡En absoluto! Te equivocas de persona.

– ¿Afirmas que tú y… Linus no estuvisteis en Stadsskogen una noche hace una semana y que luego huisteis rápidamente en vuestro coche? También vi el coche.

– Vaya, eras tú quien venía corriendo como un lo… Sí, estuvimos allí, pero solo para mear. Veníamos hacia aquí, pero tuve que parar para orinar. No hicimos más que eso. ¿Qué pensabas? ¿Y qué hacías tú en el bosque?

– ¡Enterrasteis un cadáver! A Gabriella. La chica a la que habíais matado y para la que excavasteis una tumba.

– Realmente no estás cuerdo. ¡Estás loco de atar! Sí, paramos junto a Stadsskogen y nos adentramos en él unos metros para mear. Solo para eso. Junto al camino por donde pasa la gente, ¿qué íbamos a hacer allí? Luego, cuando volvíamos, alguien, al parecer tú, se lió a gritar y a agitar una linterna. Pensamos que eras uno de esos que persiguen a los gays, como siempre, y corrimos hacia el coche. Eso fue todo. No vimos ningún cadáver. Lo único que ocurrió es que te acercaste a nosotros corriendo.

– Vaya, vaya, así es como piensas explicarlo -resoplé yo-. Negándolo en redondo. Y tú, ¿no tienes nada que decir?

Apunté al chico con el revólver, pero él solo me miraba y temblaba. Si el hombre tenía valor de sobra, el chico tenía tanto miedo que bastaba para ambos. No consiguió soltar ni una palabra.

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