Sin embargo, era un hoyo demasiado grande para un perro, incluso para un perro lobo o un San Bernardo. Podría valer para un ternero o un novillo, pero era impensable que alguien cargara con semejante cadáver hasta el bosque. Los campesinos se deshacían de sus animales muertos de otras maneras.
Solo quedaba una posibilidad. ¡Era una tumba pensada para una persona! Un cadáver.
Empecé a tener frío allí de pie. Caminé unos treinta pasos hacia casa, pero regresé. La tumba tenía una fuerza que me retenía. Dentro de mi cabeza vi llegar una extraña procesión desde la carretera. Gente vestida de negro a quienes el difícil terreno obligaba a avanzar en una larga fila india. Un ataúd bamboleante llevado penosamente por cuatro hombres que casi tropezaron con los matojos y ramajes. Pertenecían a un credo ecológico que se negaba a enterrar a sus muertos en un cementerio. En callada procesión, llevaban a los difuntos a la naturaleza abierta, en la que Dios habitaba y enseguida recibía a los fallecidos en su reino. Las tumbas estaban listas para que todo discurriera rápidamente, sin que las autoridades tuvieran conocimiento de ello.
Pero nunca había oído hablar de una secta como esa, pensé cuando por fin me marché a casa. Y, además, sería sospechoso que alguien muriera y su cadáver desapareciera. Podría pensarse que habían… ¡Oh, no! Ahora lo entendía.
Si mataras a alguien y quisieras deshacerte del cadáver, ¡esto es exactamente lo que harías! Cavar un hoyo con antelación, para luego, lo más rápidamente posible, sin que nadie te viera, traer el cuerpo a la fosa. Lo dejarías caer y lo cubrirías inmediatamente con la tierra suelta y las ramas, por lo que solo te arriesgarías a estar a la vista, junto a la tumba, unos pocos minutos. Empecé a andar más deprisa, casi salí corriendo de allí.
En casa, me pasé el resto del día y toda la noche dando vueltas arriba y abajo, ni siquiera puse la tele. Recogí periódicos, abrillanté la encimera de la cocina, observé la calle sosegada con los puños apoyados en el borde de la ventana. Y todo ese tiempo pensé en ese pensamiento, ese pensamiento que no me abandonaba: esa tumba la habían excavado una o varias personas que planeaban un asesinato. Era la única conclusión posible.
A la mañana siguiente fui a la policía. Fue desagradable caminar hasta Lysbäcken de nuevo y ver los coloridos cubos que formaban el gran edificio. Me habían tenido allí como a un animal enjaulado, dejándome más maltrecho de lo que ya lo estaba. Tras esas penalidades, no tenía yo mucha confianza en las autoridades, pero sentía que era mi deber dar parte de lo descubierto. Quizá se podría evitar el asesinato o al menos capturar a los asesinos. Debían de ser como mínimo dos, pues una sola persona no podría trasladar un cadáver por el bosque.
Fui hasta la ventanilla de información de la comisaría.
– ¿De qué se trata? -me preguntó una mujer mayor de pelo liso y teñido de color castaño cuyas raíces más claras veía desde mi posición más elevada.
Parecía molesta y aburrida, pero los ojos le brillaron cuando respondí que quería informar de un asesinato en ciernes. Posiblemente apretó un botón de urgencia escondido, porque apenas me había dado tiempo a sentarme cuando un hombre con camisa blanca de manga corta y corbata azul oscuro vino a buscarme. Parecía un mozo de barco. Quizá pensaron que era yo quien planeaba algo.
– Gunnar Holm, comisario criminalista -dijo al tiempo que me tendía la mano y me miraba a los ojos por encima de unas gafas semicirculares. Tendría algo más de cincuenta años, era más bajo que la media, pero de constitución fuerte. Era de tez morena y llevaba su canoso pelo muy corto. Me dio la impresión de que olería a sudor, pero no. El apretón de manos fue fuerte y yo respondí con mayor firmeza aún, siempre he tenido manos fuertes.
No había visto antes a Holm, pero seguro que él me reconoció, o al menos de nombre, tras mi larga estancia en la comisaría. En tal caso, disimuló bien mientras me conducía por el edificio. Atravesamos por dos pasillos y puertas con códigos hasta llegar a su despacho. Allí noté un ligero olor dulzón. Quizá al fin y al cabo tuviera problemas con la higiene personal.
Me hizo sentar en una silla dispuesta un poco en diagonal con respecto al borde de la mesa. Luego tuve que mostrarle mi documento de identidad y escribir mis datos personales en un impreso. «Teniente en el ejército del aire. Actualmente de baja por enfermedad.» Noté que Holm se detuvo medio segundo y añadió para sí mismo: «Por razones psíquicas». Luego se echó hacia atrás y yo le conté lo que había visto y lo que pensaba. Solté de un tirón todo lo que había estado pensando desde el día anterior.
– Creo que la policía podría vigilar el lugar y capturar a los asesinos -añadí al final-. Antes o después se dejarán ver por allí.
«Capturar a los asesinos», las palabras sonaban absurdas, como sacadas de una película policíaca. Se quedaron flotando en el aire mucho tiempo antes de que el inspector contestara:
– Por desgracia, no contamos con tantos recursos. Y las indicaciones no tienen el peso suficiente.
– Pero ¿no es obvio que tiene que ser una tumba y que algo va a suceder?
– Obvio en absoluto; en realidad, tan cerca de una vía con tanto tráfico es poco probable. Y, como dije, no podemos destinar efectivos al bosque durante un tiempo indeterminado. Tenemos delitos reales que solucionar.
– ¿No pueden ir ustedes mismos e inspeccionar el lugar? Creo que entonces cambiarían de opinión. -Sin pretenderlo, le había tratado de usted, al estilo de los antiguos habitantes de Forshälla, seguramente para aumentar mis posibilidades de convencerlo.
– ¿Había algo allí, papeles o ropas, por ejemplo?
– No, pero había, hay, ¡una tumba que espera a alguien que va a morir! En medio de Stadsskogen y cerca de Nydalsvägen. -Sentí que la sangre me ardía en la cara y que la voz casi se me quebraba-. ¡Es urgente, puede ocurrir en cualquier momento!
– Bueno, ahora nos calmaremos y haremos lo siguiente. Esperaremos, y mientras tanto pediremos que una patrulla circule por allí de vez en cuando. Si obtenemos algo más concreto que podamos seguir, así lo haremos. Por supuesto, agradecemos todas las pistas que aporta la gente, y tendremos en cuenta esta.
El inspector echó la silla hacia atrás y golpeó el impreso contra la mesa como si fuera un montón de papeles que hubiera que igualar. Entendí la señal, debía irme, pero seguí sentado, empecinado, sujetando firmemente el brazo de la silla, como si alguien pretendiera arrancarme de ella.
– Usted sabe quién soy -dije en voz baja y mirando al frente, a la pared-. Me ve como el loco que asumió un crimen que no había cometido y que ahora viene a contar una fantasía sobre otro crimen.
– No es eso lo que pienso -dijo Holm, también en voz baja-. Simplemente, que las indicaciones no bastan para que podamos asignar efectivos a una pista de este tipo. Pero sí, sé quién es usted y comprendo que ha vivido experiencias difíciles en esta casa. Yo no era el jefe de la investigación, ni siquiera ayudante en el caso, por lo que no había nada que pudiera hacer al respecto, pero sí puedo decirle que no es usted quien carga con la mayor culpa en este enredo. Yo pensé entonces que podría ser inocente y me dolió su calvario. Que pasara tanto tiempo en la cárcel porque… sí, algunos son famosos por sus brutales métodos de interrogatorios. Y así es como se dan confesiones que no son reales y que conllevan largos encierros. Por supuesto, es agotador.
Hizo una pausa, pero yo no sabía qué decir.
– ¿Puedo preguntarle cómo se siente? Sé que solo ha pasado un mes desde que salió de la cárcel, pero ¿está mejor?
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